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sábado, 30 de octubre de 2010

Ambrose Bierce -- CHICKAMAUGA



Ambrose Bierce

CHICKAMAUGA

(1891)



 EN una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos críticos eran centurias, cuyos campamentos triunfales eran ciudades talladas en peñascos. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en un tercero donde recibió como herencia la guerra y el poder.
 Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador. Éste, durante su primera juventud, había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos, había seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el extremo sur. Pero en la existencia apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida, nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las había comprendido lo bastante para hacerse un sable de madera que el padre mismo, sin embargo, no hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba este sable con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo, cometió el error táctico, bastante frecuente, de proseguir su avance hasta un extremo peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo, cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo derrotado que acaba de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía, invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del río descubrió un lugar donde había algunos cantos rodados, espaciados a un paso o a un brinco de distancia; gracias a ellos pudo atravesarlo, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios, y los pasó a todos a cuchillo.
 Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él, como el más grande de todos, no podía

 ni refrenar su sed de guerra,
 ni comprender que el más afortunado
 no puede tentar al Destino.

 De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido, estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban alegremente; las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero; y en alguna parte, muy lejos, gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros llenos de alarma buscaban febrilmente en los campos y los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
 Pasaron las horas, y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no conociendo nada en su descrédito, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas, amenazadoras, del conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante, ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas más a derecha e izquierda: el campo abierto que lo rodeaba hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
 Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa progresión pie por pie en el mismo sentido. De uno en uno, de dos en dos, en pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquéllos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
 El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres, y sin embargo, se arrastraban como niñitos. Eran hombres; nada tenían pues de terrible, aunque algunos llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos, mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Los rostros de todos eran singularmente pálidos; muchos estaban cubiertos de rastros y gotas rojas. Esto, unido a sus actitudes grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano anterior, y se puso a reír al contemplarlos. Pero esos hombres mutilados y sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, «haciendo creer» que los tomaba por caballos. Y entonces, se aproximó por detrás a una de esas formas rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio furiosamente, hizo caer redondo al niño como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje y después volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la garganta, se abría un gran hueco rojo franqueado de pedazos de carne colgante y de esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco, y después encaró la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio profundo, absoluto.
 En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel resplandor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar si sus fuerzas no quedaban atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
 Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna asociación de ideas significativas en el espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han huido de sus perseguidores. En todos lados, junto al arroyo, bordeado en aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho el sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa.
 Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de madera en dirección a la claridad que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
 Confiando en la fidelidad de sus compañeros, penetró en la cintura de árboles, la franqueó fácilmente a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo un campo, volviéndose de riempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
 Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su propia casa!
 Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlata ‑la obra de un obús.
 El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma ‑maldito lenguaje del demonio‑. El niño era sordomudo.
 Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.

***

jueves, 21 de octubre de 2010

JUGUEMOS A LOS VENENOS -- Ray Bradbury





JUGUEMOS A LOS VENENOS
Ray Bradbury


—¡Te odiamos! —Gritaron los dieciséis chicos y chicas, apretándose alrededor de Michael en el aula.
Michael gritó. El recreo había terminado, pero Mr. Howard, el maestro, aún no había llegado.
—¡Te odiamos!
Y los dieciséis chicos y chicas juntos, agolpándose y resollando, abrieron una ventana. Había tres pisos de altura hasta la acera. Michael se debatió.
Cogieron entre todos a Michael y lo empujaron por la ventana.
Mr. Howard, su maestro, entró en aquel momento en el aula.
—¡Esperad! —Gritó.
Michael cayó desde tres pisos de altura. Michael murió.
Nada se pudo hacer. La policía se encogió de hombros de forma elocuente. Todos aquellos niños tenían ocho o nueve años; no comprendían lo que estaban haciendo. Así es que...
El colapso de Mr. Howard se produjo al día siguiente. Se negó a volver a enseñar en su vida.
—Pero ¿por qué? —Le preguntaron sus amigos.
Mr. Howard no dio ninguna razón. Permaneció en silencio y una luz terrible llenó sus ojos. Más tarde, les dijo que si les contaba la verdad, creerían que se había vuelto loco.
Mr. Howard abandonó Madison City. Se marchó a vivir en un pequeño pueblo cercano, Green Bay, donde permaneció durante siete años, manteniéndose con los ingresos que conseguía de escribir historias y poesía.
No se casó nunca. Las pocas mujeres a las que se aproximó siempre deseaban tener... hijos.
En el otoño de su séptimo año de autoforzado retiro, cayó enfermo un buen amigo de Mr. Howard, un maestro. Ante la falta de un sustituto adecuado, Mr. Howard fue convocado y convencido de que su deber era hacerse cargo de la clase. Dándose cuenta de que el compromiso no podía durar más de unas pocas semanas, Mr. Howard aceptó, desgraciadamente.
—A veces —dijo Mr. Howard aquella mañana de un lunes de setiembre mientras caminaba lentamente por los pasillos laterales de la clase—, a veces creo realmente que los niños son como invasores procedentes de otra dimensión.
Se detuvo, y sus brillantes ojos negros pasaron de un rostro a otro de sus pequeños oyentes. Mantenía una mano en la espalda, cerrada y apretada. La otra, como un pálido animal, se posaba en la solapa de la chaqueta mientras hablaba; después aún subió más para jugar con las gafas.
—A veces —siguió diciendo, mirando a William Arnold y a Russell Newell, y a Donald Bowers y a Charlie Hencoop—, a veces creo que los niños son pequeños monstruos surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos. Y, desde luego, creo que se debe hacer todo lo posible por reformar sus pequeñas mentes incivilizadas.
La mayor parte de sus palabras sonaron muy poco familiares en las orejas limpias y sucias de Arnold, Newell, Bowers y los demás. Pero el tono de su voz les hacía sentir miedo. Las niñas estaban apoyadas en los respaldos de sus asientos, aprisionando sus trenzas, para que él no estirara de ellas como si fueran cuerdas de campanas, con el propósito de llamar así a los ángeles negros. Todos ellos miraban a Mr. Howard como si estuvieran hipnotizados.
—Sois otra raza completamente distinta, con vuestros motivos, vuestras creencias, vuestras desobediencias —siguió diciendo Mr. Howard—. No sois humanos. Sois... niños. En consecuencia, y hasta que no seáis adultos, no tenéis ningún derecho a exigir privilegios, ni a preguntar a vuestros mayores, que saben mejor que vosotros lo que se debe hacer.
Se detuvo y colocó su elegante trasero sobre la silla situada detrás de la mesa, limpia, sin una mota de polvo.
—Vivís en vuestro mundo de fantasía —dijo, frunciendo el ceño—. Bien, aquí no habrá fantasías. Pronto descubriréis que un reglazo en la mano no es ningún sueño, ningún adorno, ninguna excitación a lo Peter Pan —lanzó entonces un resoplido y preguntó—: ¿Os he asustado? Lo he conseguido. ¡Bien! Bien y bueno. Os lo merecéis. Quiero que sepáis dónde estamos. Yo no os temo, recordadlo. No tengo miedo de vosotros —de pronto su mano tembló y empujó atrás su silla, mientras todos los ojos estaban fijos en él—. ¡Eh! —lanzó una penetrante mirada a través de la habitación—. ¿Qué estáis murmurando por ahí atrás? ¿Algo sobre nigromancia o alguna otra cosa?
—¿Qué es nigromancia? —Preguntó una niña pequeña, levantando la mano.
—Discutiremos eso cuando nuestros dos jóvenes amigos, los señores Arnold y Bowers expliquen qué estaban murmurando. ¿Y bien, jovencitos?
Donald Bowers se levantó.
—No nos gusta usted. Eso es todo lo que dijimos.
Después volvió a sentarse.
Mr. Howard elevó las cejas.
—Me agrada la franqueza, la verdad. Gracias por vuestra honestidad. Pero, al mismo tiempo, debo deciros que no tolero la rebelión poco seria. Esta tarde, después de las clases, os quedaréis una hora y lavaréis las pizarras.

Después de las clases, mientras se dirigía a casa, con las hojas de otoño cayendo a su alrededor, Mr. Howard se encontró con cuatro de sus alumnos. Dio un golpe seco y agudo con su bastón sobre la acera.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?
Los dos chicos y las dos chicas, sorprendidos, retrocedieron como sí hubieran sido golpeados con el bastón sobre sus espaldas.
—¡Oh! —exclamaron.
—¿Y bien? —pidió el hombre—. Explicádmelo. ¿Qué estabais haciendo antes de llegar yo?
—Jugando a los venenos —explicó William Arnold.
—¡Veneno! —exclamó el maestro, con el rostro contraído; después dijo con un estudiado sarcasmo—: Veneno, veneno, jugando a los venenos. Bien. ¿Y cómo se juega a los venenos?
De mala gana, William Arnold echó a correr.
—¡Vuelve aquí! —le gritó Mr. Howard.
—Sólo voy a demostrarle cómo jugamos a los venenos —dijo el chico, saltando sobre un bloque de cemento que había en la acera—. Cada vez que llegamos ante un hombre muerto, saltamos sobre él.
—¿Lo hacéis de veras? —preguntó Mr. Howard.
—Si salta uno sobre la tumba de un hombre muerto, queda envenenado, cae y se muere —explicó Isabel Skelton con prontitud.
—Hombres muertos, tumbas, envenenamientos —dijo burlonamente Mr. Howard—. ¿De dónde habéis sacado esa idea del hombre muerto?
—¿No lo ve? —preguntó Clara Parris señalando con su regla—. En este cuadrado están los nombres de dos hombres muertos.
—¡Ridículo! —replicó Mr. Howard, mirando de soslayo—. Eso son simplemente los nombres de los albañiles que mezclaron y colocaron el cemento de la acera.
Isabel y Clara abrieron la boca y se volvieron acusadoramente hacia los dos chicos.
—¡Dijisteis que eran lápidas de tumbas! —gritaron las dos, casi al unísono.
—Sí —dijo William Arnold, mirándose los pies—. Lo son. Bueno, casi. Da igual —levantó la mirada y añadió—: Es tarde. Tengo que marcharme a casa. Hasta luego.
Clara Parris miró los dos pequeños nombres grabados en la acera.
—Mr. Kelly y Mr. Terrill —dijo, leyéndolos—. Entonces, ¿esto no son tumbas? ¿Mr. Kelly y Mr. Terrill no están enterrados aquí? ¿Lo ves, Isabel? Es lo que te he dicho una docena de veces.
—No lo hiciste —dijo Isabel, de mal humor.
—Mentiras deliberadas —dijo Mr. Howard, pegando golpecitos con su bastón, en un gesto de impaciencia—. Falsificación del más alto calibre. ¡Buen Dios! Señores Arnold y Bowers, no harán más estas cosas, ¿comprenden?
—Sí, señor —murmuraron los chicos.
—¡Hablad más alto!
—Sí, señor —replicaron de nuevo.
Mr. Howard se alejó rápidamente por la calle. William Arnold esperó hasta haberle perdido de vista antes de decir:
—Espero que algún pájaro deje caer algo justo en su nariz...
—Vamos, Clara, sigamos jugando a los venenos —dijo Isabel, ilusionada.
—Se ha echado a perder todo —comentó Clara, poniendo mala cara—. Me voy a casa.
—¡Estoy envenenado! —gritó de pronto Donald Bowers, tirándose al suelo y haciendo como que echaba espumarajos por la boca—. ¡Mirad! ¡Estoy envenenado! ¡Ahhhh!
—¡Oh! —exclamó Clara, enojada y echó a correr.

El sábado por la mañana, Mr. Howard miró por la ventana que daba a la calle y lanzó un juramento al ver a Isabel Skelton haciendo señales de tiza sobre la acera y saltando después sobre ellas, al mismo tiempo que contaba una monótona cancioncilla.
—¡Deja de hacer eso!
Abalanzándose al exterior, casi la tiró al suelo en su agitación. La agarró, la sacudió violentamente y después la dejó en el suelo; permaneció en pie sobre ella y sobre las marcas de tiza.
—Sólo estaba jugando a la pata coja —dijo la niña, lloriqueando y pasándose las manos por los ojos.
—No importa. No puedes jugar aquí —declaró él; después, inclinándose sobre las marcas de tiza, las borró con su pañuelo, murmurando—: Eres una pequeña bruja. Pentagramas. Rimas y conjuros, y todo como si fuera perfectamente inocente. ¡Dios, qué inocente! ¡Eres un pequeño diablo!
Hizo un gesto, como si fuera a golpearla, pero se detuvo. Isabel echó a correr, lamentándose.
—¡Adelante, pequeña tonta! —gritó él con furia—. Ve corriendo y dile a tus pequeñas cohortes que has fracasado. Tendrán que intentarlo de alguna otra manera. No lo conseguirán conmigo. No lo conseguirán. ¡Oh, no!
Volvió a entrar en su casa, se sirvió un vaso lleno de brandy y se lo bebió. Durante el resto del día, estuvo oyendo a los niños jugando al tú-la-llevas, y los gritos y sonidos producidos por los pequeños monstruos en cada arbusto y sombra no le dejaron descansar.
—Otra semana como ésta —se dijo a sí mismo—, y me volveré loco de atar —se llevó una mano a su dolorida cabeza—. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no podremos nacer todos adultos?
Y transcurrió otra semana. Y, entretanto, el odio fue creciendo entre él y los niños. El odio y el temor crecían juntos. El nerviosismo, las rabietas repentinas por nada, y después... la silenciosa espera. La forma en que los chicos se subían a los árboles para mirarle mientras comían manzanas, el olor melancólico del otoño posándose por toda la ciudad, los días cada vez más cortos, las noches que llegaban con mayor prontitud.
—Pero no me tocarán, no se atreverán a tocarme —se dijo Mr. Howard a sí mismo, bebiéndose un vaso de brandy detrás de otro—. En cualquier caso, todo esto es una tontería; no hay nada detrás. No tardaré en estar lejos de aquí y... de ellos. No tardaré...
Había un cráneo blanco en la ventana.
Eran las ocho de la noche de un jueves. Había sido una semana muy larga, con estallidos de cólera y acusaciones. Había tenido que ahuyentar continuamente a los niños de la zanja de la tubería del agua en construcción que estaba frente a su casa. A los chicos les encantan las excavaciones, los lugares ocultos, las tuberías, las conducciones y las zanjas, y siempre estaban subiendo y bajando, entrando y saliendo por los agujeros donde colocaban las nuevas tuberías. Gracias a Dios, todo había terminado y, al día siguiente, los trabajadores rellenarían de tierra la zanja, la apisonarían y colocarían una nueva capa de cemento, dejando la acera como estaba. Eso eliminaría a los niños. Pero, justamente ahora...
¡Había un cráneo blanco en la ventana!
No cabía la menor duda de que la mano de un niño sostenía el cráneo, apoyándolo contra el cristal, golpeándolo y moviéndolo. Se escuchaba una risa infantil procedente del exterior.
Mr. Howard salió precipitadamente de la casa.
—¡Eh, vosotros! —explotó en medio de los tres chicos que empezaban a correr.
Echó a correr detrás de ellos, sin dejar de gritar. La calle estaba oscura, pero vio las figuras moviéndose precipitadamente por delante y por debajo de él. Las vio como si estuvieran unidas y no pudo recordar la razón de ello, hasta que fue demasiado tarde.
La tierra se abrió bajo él. Cayó y quedó en un pozo, dándose un golpe terrible en la cabeza con una tubería y, mientras perdía la conciencia, tuvo la impresión de que se ponía en marcha una verdadera avalancha, provocada por su caída, y que montones de tierra húmeda y fría caían sobre sus pantalones, sus zapatos, su chaqueta; sobre su espalda, sobre su nuca y sobre su cabeza, llenándole la boca, las orejas, los ojos, las ventanillas de la nariz...

La vecina, con los huevos envueltos en una servilleta, llamó a la puerta de Mr. Howard al día siguiente. Estuvo llamando durante cinco minutos. Cuando finalmente abrió la puerta y se introdujo en la vivienda, no encontró más que pequeñas motas de polvo flotando en el aire iluminado por el sol: las habitaciones estaban vacías, el sótano olía a carbón y a escorias de hulla, y en el ático no había más que una rata, una araña y una carta descolorida.
—Una cosa muy curiosa lo que le sucedió a Mr. Howard —dijo muchas veces durante los años siguientes.
Y los adultos, siendo como son, muy poco observadores, no prestaron atención a los niños que jugaban a los venenos en la calle Oak Bay durante todos los otoños siguientes. Ni siquiera cuando los niños saltaban sobre un bloque cuadrado y extraño de cementó, miraban a su alrededor y observaban después las marcas que había en el bloque y que decían:
Mr. HOWARD - R.I.P.
—¿Quién es Mr. Howard, Billy?
—¡Ah! Supongo que será el tipo que puso aquí el cemento.
—¿Y qué significa eso de R.I.P.?
—¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¡Estás envenenado! ¡Lo has pisado!
—Vamos, vamos, niños. ¡No os crucéis por delante de mamá! ¡Vámonos ya!

lunes, 18 de octubre de 2010

ABANDONADO -- MAUPASSANT






          ABANDONADO
    


     —Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp,   y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.
     La señora Cadour dijo:
     —¿Quiere usted acompañarme, Apreval?
     Este se inclinó, sonriendo con una galantearía de los tiempos pasados. mientras decía:
     —Iré a donde usted vaya.
     —Bueno; idos a coger una insolación—exclamó el señor de Cadour.
     Y se metió en su cuarto del hotel de los Baños para echarse un par de horas en la cama.
     Cuando la respetable señora y su antiguo compañero quedaron solos, se pusieron en marcha. Ella dijo con voz muy baja y apretándole una mano:
     —¡Al fin! ¡Al fin!
     El murmuró:
     —Se ha vuelto usted loca. Estoy convencido en absoluto de que se ha vuelto usted loca. Piense cuánto arriesga. Si ese hombre...
     Ella le interrumpió, sobresaltada:
     —¡Oh, Enrique! No diga usted nunca ese hombre cuando hablemos de él.
     El prosiguió bruscamente:
     —¡Bueno! Si nuestro hijo sospecha cualquier cosa, y receloso descubre la verdad, nos tiene cogidos para siempre. Pudo usted pasar cuarenta años alejada, sin conocerle siquiera, ¿qué antojo es el de hoy?
     Habían seguido la calle que va de la playa al pueblo. Volvieron a la derecha para subir el repecho de Etretat. El camino blanco se inundaba con los abrasadores rayos del sol.
     Andaban despacio, sofocándose, a paso corto. Ella se apoyaba en el brazo de su amigo, mirando hacia adelante, con los ojos fijos, insistentes.
     Preguntó:
     —¿De manera que tampoco usted le ha visto nunca?
     —¡Jamás!
     —Pero ¿es posible?
     —No comencemos nuevamente la eterna discusión. Yo tengo mujer y tengo hijos, como usted tiene un marido; como usted, debo guardarme de murmuraciones.
     Ella no respondió. Pensaba en su juventud lejana, en las cosas que ya pasaron. Todo era triste.
     Se  había casado, como se casan muchas mujeres, a instancias de la familia, con un hombre al que apenas conocen. Su marido era diplomático; vivió con él como viven todas las mujeres de buena sociedad.
     Pero sucedió que un joven, Apreval, casado también, la quiso con un amor profundo, y durante una larga ausencia del señor Cadour, que había ido a las Indias, enviado por el Gobierno, la señora sucumbió.
     ¿Le hubiera sido posible resistir más? ¿Negarse? ¿Pudo resolverse a no ceder, adorándole como le adoraba? ¡No! ¡Ciertamente, no! ¡Era pedirle demasiado! Era demasiado sufrir. ¡La vida es tan miserable y engañosa! ¿Puede uno evitar ciertas asechanzas de la suerte, huir su destino? Siendo mujer, abandonada, sola, sin ternuras que la remedien, sin hijos que la defiendan, ¿se puede, un día y otro día, evitar una pasión que arrastra la existencia? ¿Se puede huir del sol, para encerrarse hasta la muerte en la oscuridad?
     Entonces, después de tanto tiempo, recordaba ella todos los detalles, las caricias, las ansias, las impaciencias aguardándole.¡Qué días tan felices! Los únicos felices. Y ¡qué pronto acabaron!
     Luego se sintió embarazada. ¡Qué angustias!
     —¡Oh! Aquel viaje al Mediodía, un viaje largo, doloroso; los temores incesantes, la vida misteriosa, oculta en la casita solitaria, cerca del mar, en el fondo de un jardín del que nunca se atrevió a salir.
     ¡Cómo recordaba los días eternos que pasó al pie de un naranjo, con los ojos fijos en el fruto redondo y rojo, escondido casi entre verdes hojas! Deseaba salir, acercarse al mar, cuya brisa fecunda recibía por encima de la tapia, cuyo constante vaivén oía sin cesar, cuya superficie azul, brillante al sol, y salpicada por blancas velas, era su encanto. Pero tenía miedo hasta de asomarse a la puerta. Si alguien la hubiese reconocido en aquel estado, con aquella cintura deforme y vergonzosa...
     Y los días de inquietud, los últimos días torturadores; y la espantosa noche del suceso. ¡Cuántas miserias había padecido!
     ¡Qué noche aquella! ¡Cuánto gimió, cuánto gritó! No se borraba de su memoria el rostro pálido de su amante, besándole a cada minuto las manos; la cabeza calva del médico, la cofia blanquísima de la enfermera.
     Y la sacudida violenta de su corazón al oír el débil gemido de la criatura, aquel primer esfuerzo de una voz de hombre.
     Y al día siguiente... ¡Ah! ¡Al día siguiente, único de su vida en que lo tuvo cerca y besó a su hijo! Porque jamás volvieron a verle sus ojos.
     Y desde entonces, ¡qué larga, penosa y vacía existencia, en la cual siempre, siempre flotaba el recuerdo imborrable de aquella criatura! ¡Y jamás volvió a verle, ni una sola vez, a aquel pedazo de sus entrañas, al hijo de sus amores!
     Lo cogieron, lo llevaron, lo escondieron. Ella supo solamente que unos campesinos normandos lo educaban, que vivía como campesino, que se casó, bien casado, y que fue bien establecido por su padre.
     ¡Cuántas veces, durante cuarenta años, ella quiso ir a verle, para besarle! ¡No imaginaba que se habría desarrollado! Le suponía siempre como aquella larva humana que sólo un día cogió en brazos, apretándo1e contra su cuerpo dolorido.
     Cuantas veces dijo a su amante: «No aguardo más, quiero verle, voy a verle», siempre la convencía, la contenía. Ella no sabia reprimirse, callarse, y el otro adivinaría y exploraría, comprometiéndolos.
     —¿Cómo es?—preguntaba la señora.
     —No lo sé. Tampoco le conozco.
     —¿Es posible? ¡Tener un hijo y no conocerle! ¡Rechazarle con temor, ocultarle como una vergüenza!
     Iban camino adelante, fatigados por el calor, ganando poco a poco el inacabable repecho.
     Ella prosiguió:
     —Parece un castigo. Jamás tuve otro. Y a aquél, no verle... No. Era imposible resistir al deseo de verle, que hace tantos años me obsesiona. Los hombres no comprenden eso. Piense usted que no está lejos el día de mi muerte. 
     Y ¿era posible morir sin volverle a ver?
     —¿Cómo pude aguantar tanto tiempo? He pensado en él durante toda mi vida. ¡Qué horrorosa vida, con este pensamiento constante! ¡No he despertado una sola vez, ni una sola vez, sin que mi primer pensamiento no fuese para él, para el hijo mío! ¿Cómo estará? Me siento culpable, culpable de su abandono, de mi cobardía. ¿Se debe temer al mundo en tales casos? Debí dejarlo todo para no dejarle a él; conservarle, cuidarle y educarle. Hubiera sido más dichosa. Y no me atrevíi. ¡Bien lo pagué con mi sufrimiento; ¡ Ah! Esas pobres criaturas abandonadas... ¡cómo deben de odiar a sus madres!
     De pronto se detuvo, ahogada por los sollozos. El valle estaba desierto y mudo bajo la luz abrumadora del sol.
     —Descanse usted un poco; siéntese un rato—dijo Apreval.
     Ella se dejó conducir hasta la cuneta, y, después de sentarse, ocultó el rostro entre las manos. Sus cabellos canosos, formando rizos, caían sobre sus mejillas, mezclándose con su llanto. Lloraba, herida por un dolor profundo.
     El estaba en pie, frente a ella, inquieto, no, sabiendo qué decirle, repetía:
     —Vamos.., valor...
     Ella se levantó de pronto:
     —¡Lo tendré!
     Y secándose los ojos, avanzó nuevamente con su paso inseguro de anciana.
     El camino se hundía, más adelante, bajo un grupo de árboles, que ocultaban algunas casas. Oyeron el choque vibrante y regular de un martillo en un yunque.
     Bien pronto vieron, a su derecha, una carreta parada junto a un cobertizo, y a la sombra dos hombres ocupados en herrar un caballo.
     El señor de Apreval se acercó preguntando:
     —¿La masía de Pedro Benedicto?
     Uno de los hombres respondió:
     Tome usted el camino a la izquierda, y siga derecho; es la tercera pasando el café. Tiene un pino junto a la valla. No es fácil equivocarse.
     Volvieron a la izquierda. Ella estaba más tranquila, pero con las piernas cansadas y el corazón palpitante. A cada paso, murmuraba como un rezo: «¡Dios mío! ¡Dios mío!» Y oprimía su garganta una emoción terrible, haciéndola vacilar como si le hubiesen cortado las corvas.
     El señor de Apreval, nervioso, algo pálido, le dijo bruscamente:
     —Si no sabe usted moderarse, todo se descubrirá en seguida. Trate de contenerse y disimular.
     Ella balbucía:
     —¿Puedo hacer más de lo que hago? ¡Hijo mío! ¡Cuando pienso que voy a ver al hijo mío!
     Avanzaban por una senda, entre los corrales de las masías, a la sombra de una doble fila de hayas.
     Y, de pronto, se hallaron frente a la valla junto a la cual crecía un pino.
     —Aquí es.
     Ella se detuvo y observó.
     La corralada, llena de manzanos, era grande. La casa, pequeña. Se veían también allí la cuadra, el establo, el gallinero. Bajo un cobertizo de pizarra, los carros, las carretas y una tartanita. Cuatro bueyes pastaban a la sombra de los árboles. Las gallinas iban y venían.
     La puerta de la casa estaba abierta. No se veía a nadie; no se ola ningún ruido.
     Entraron. Un perro negro salió de su casita, ladrando con furor.
     Junto a la pared había cuatro colmenas en fila.
     El señor de Apreval gritó:
     —¿Hay alguien?
     Apareció una chiquilla de diez años aproximadamente, vestida con una camisa de algodón y una falda de lana, con las piernas desnudas y sucias, con la expresión tímida y desconfiada. Se paró delante de la puerta como para impedir la entrada, preguntando:
     —¿Qué buscan ustedes?
     —¿Está en casa tu padre?
     —No.
     —¿Adónde ha ido?
     —No lo sé.
     —¿Y tu madre?
     —Con las vacas.
     —¿Vendrá pronto?
     —No lo sé.
     Y bruscamente la señora, como si temiera que se la llevaran de allí a la fuerza sin conseguir su propósito, dijo con voz precipitada:
     —No me voy sin verle.
     —Le aguardaremos, amiga mía. Y vieron que una campesina se acercaba con dos cántaros de hojalata que parecían muy pesados, y que lucían como espejos reflejando el sol.
     Era coja la campesina; llevaba el pecho cruzado por una toquilla de lana oscura, lavada por las lluvias, deslucida por el calor, y tenía el aspecto de una criada pobre y sucia.
     —Ahí viene mi madre—dijo la niña.
     Acercándose la mujer, miraba recelosamente a los forasteros. Luego entró en la casa como si no los hubiera visto.
     Parecía vieja, con el rostro arrugado, amarillento, duro; la cara de pavo de las campesinas.
     El señor de Apreval la llamó.
     —Diga usted, señora, ¿podría usted vendernos dos vasos de leche? 
     La mujer refunfuñó, apareciendo en su puerta después de haberse descargado los cántaros:
     —No vendo leche.
     —Nosotros entramos porque teníamos bastante sed. La señora es anciana y se fatigó. ¿No hay manera de que hallemos algo que beber?
     La campesina, observándola con ojos inquietos y desconfiados, al fin se decidió:
     —Ya que vinieron ustedes aquí, les daré leche.
     Y volvió a entrar en su casa.
     Luego salió la chicuela con dos sillas y las puso a la sombra de un manzano, y la mujer compareció al poco rato con dos tazones de leche, que ofreció a los forasteros.
     Y se quedó cerca, vigilándolos, como si pretendiese adivinar o descubrir sus intenciones.
     —¿Son ustedes de Fécamp? —preguntó la campesina.
     El señor de Apreval respondió:
     —Si; venimos de Fécamp, donde pasamos el verano.
     Y después de un silencio prosiguió:
     —¿Podría usted vendernos pollos todas las semanas?
     Después de algunas vacilaciones, la campesina dijo:
     —Sí podré. ¿Los quieren ustedes tiernecitos?
     —Tiernecitos.
     —¿A cómo los pagan ustedes en el mercado?
     Apreval no lo sabía, y se volvió hacía la señora.
     —¿Cuánto cuestan los pollos en el mercado?
     Ella balbució con los ojos llenos de lágrimas:
     —Cuatro francos, o cuatro cincuenta.
     La campesina miraba de reojo, visiblemente extrañada, y luego preguntó:
     —¿Está enferma esta señora?
      Apreval, viendo que su amiga lloraba, no sabía qué decir.
     —No, no... Es que... ha perdido el reloj en la carretera. Un magnífico reloj, y por eso... lo siente.  Si alguien lo encuentra, nos avisará usted.
     La campesina guardaba silencio; de pronto dijo:
     —¡Miren a mi hombre!
     Los forasteros no le habían visto entrar porque estaban de espaldas al postigo.
     Apreval se inmutó; la señora de Cadour estuvo a punto de caer al suelo desmayada.
     Un hombre apareció tirando de una vaca, encorvado, jadeante.
     Sin saludar a los forasteros decía:
     —Maldito animal, ¡qué penco!
      Y pasó de largo para entrar en el establo.
     El llanto de la señora se había secado repentinamente y estaba confundida, muda,  espantada. «¡Su hijo! ¡Aquél era su hijo»
      Apreval, preocupado por la misma idea, preguntó:
     —¿Es el señor Benedicto?
     La campesina, desconfiada, a la pregunta contestó con otra:
     —¿Quién le ha dicho a usted su nombre?
     Y el caballero prosiguió:
     —El herrador que hay en la carretera.
     Todos callaban, con los ojos fijos en la puerta del establo, que aparecía como una mancha negra en el muro. No se veía nada; se oían ruidos leves de movimientos, de pasos, amortiguados en la paja.
     El hombre apareció al fin, secándose la frente, y se dirigió a la casa con lentitud, con perezoso balanceo.
     Tampoco esta vez atendió a los forasteros, y dijo a su esposa:
     —Tráeme un jarro de sidra, tengo sed.
     Luego entró en el portal, y la campesina fue a la bodega, dejando solos a los parroquianos.  
     La señora Cadour, desconsolada, murmuró:
     —Vámonos, Enrique. Vámonos en seguida.
      El señor de Apreval, sosteniéndola como pudo, la fue llevando para que no se cayera, después de dejar cinco francos sobre una silla.
     Cuando estuvieron en el camino, ella rompió a llorar, sacudida por el dolor, y balbuciendo:
     —¡Ah! ¿Qué hizo usted con aquella criatura?
     El, palideciendo, respondió secamente:
     —Hice lo que pude hacer. Su masía vale ochenta mil francos. Es un dote que no tienen la mayor parte de los hijos de familias acomodadas.
     Y volvieron despacio, sin hablar. Ella seguía llorando; sus lágrimas corrían por su rostro, continuas, interminables.
     Al fin se calmó. Entraban ya en el pueblo.
     El señor Cadour los aguardaba para comer. Se echó a reír al verlos llegar.
     —¡Bravísimo! ¡Perfectamente! Mi testaruda mujer ha cogido una insolación. ¡Cuando yo digo que de un tiempo a esta parte se ha vuelto loca!
     Nada contestaron el uno ni la otra.
     Y cuando el marido preguntó, frotándose las manos:
     —¿Se les hizo, al menos, agradable su caminata?
     El señor de Apreval le respondió:
     —Sí, muy agradable; muy agradable.
     
    

domingo, 17 de octubre de 2010

YVETTE -- GUY DE MAUPASSANT





YVETTE

I
     Al salir del café, Juan de Servigny dijo a su amigo León Laval:
     —Si te parece, no tomaremos coche. Da gusto andar con un tiempo tan hermoso.
     Y su amigo contestó:
     —Me parece muy bien.
     Juan repuso:
     —No son las once aún; llegaremos antes de medianoche; vayamos tranquilamente.
     Una muchedumbre agitada bullía en el bulevar, con la animación propia de las noches de verano, bebiendo, susurrando y deslizándose como una corriente de bienestar y alegría. De cuando en cuando, las ventanas de un café arrojaban su claridad sobre los que ocupaban en la calle las mesitas atestadas de botellas y de vasos, Y en el arroyo, los coches con faroles rojos, verdes o azules, pasaban rápidamente, mostrando la silueta del penco flaco y trotador, el perfil del cochero y la caja sombria.
     Los dos amigos andaban lentamente, con el abrigo al brazo, el cigarro en la boca, una flor en el ojal de la levita y el sombrero algo inclinado, como alguna vez se lleva con cierto abandono, desués de comer bien y cuando sopla un airecillo agradable y templado.
     Se habían conocido en el colegio, y desde la niñez los unía estrecha, sólida y firme amistad.
     Juan de Servigny, de regular estatura, esbelto, un poquito calvo y bastante delgado, muy elegante, con el bigote muy rizado, los ojos claros, los labios finos, era uno .de esos trasnochadores que parecen nacidos y educados en pleno bulevar, infatigable aun cuando tenía siempre apariencias de fatigado, vigoroso y descolorido; era el tipo del parisiense delicado , que a fuerza de gimnasia, esgrima, duchas y estufa, consigue una fuerza nerviosa y ficticia. Tan conocido por sus calaveradas como por su ingenio, por su fortuna, por sus relaciones, por la sociabilidad, amabilidad y galantería mundana, peculiares a ciertos hombres.
     Verdadero parisiense, despreocupado, escéptico, variable, irresistible, irresoluto y enérgico, egoista por educación y generoso por instinto, capaz de todo y de nada, consumía sus rentas con moderación y se divertía con higiene. Indiferente y apasionado, se abandonaba y se reprimía sin cesar, combatido por inclinaciones opuestas y cediendo a todas, para obedecer al fin a su conveniencia de hombre placentero, cuya lógica de veleta consistía en seguir el viento y aprovecharse de las circunstancias como se ofrecieren, pero sin tomarse nunca la molestia de prepararlas.
     Su compañero León Laval, rico también, era uno de esos arrogantes colosos que, al pasar por la calle, obligan a las mujeres a volver la cabeza para contemplarlos. Daba la idea de un monumento hecho hombre, de un modelo de la raza, como esos ejemplares elegidos que se ven en las exposiciones. Demasiado hermoso, demasiado alto, demasiado fornido y demasiado resistente, superaba por exceso en todo, por exceso de cualidades. Había inspirado muchas. pasiones.
     A la puerta del Vaudeville preguntó a su amigo:
     —¿Anunciaste a esa señora mi presentación?
     Servigny soltó la risa.
     —¡Anunciar una presentación a la marquesa Obardi! ¿Anuncias al conductor de un ómnibus que subirás en su carruaje cuando te dé la gana?
     Laval, entonces, preguntó algo perplejo:
     —¿Qué clase de mujer es ésa?
     Y el otro respondió:
     —Es una advenediza, una improvisada, una farfullera muy agradable, que apareció un día nadie sabe cómo ni por dónde, en la sociedad aventurera, y supo lucir y convencer. ¿Qué nos importa lo demás? Dicen que su verdadero nombre, su nombre de familia es Octavia Bardin. con el cual formó su titulo de Obardi, conservando la primera letra del nombre y suprimiendo la última del apellido. Es una mujer muy agradable, de la que serás amante sin excusa posible, por tu físico. No se lleva en balde a Hércules a casa de Mesalina. Tengo que advertirte que, si la entrada es libre, como en los bazares, en esa casa no se adquiere la obligación forzosa. de adquirir lo que dentro se vende. Allí se juega y se ama, pero no te comprometen a esto ni a aquello. Es libre también la salida. Se instaló hace tres años en el barrio de la Estrella, lugar sospechoso, y abrió sus salones a esa espuma de los continentes que llega para ejercer en París sus talentos varios, temibles y criminales. ¿Cómo fui a su casa? No lo sé. Acaso porque había en ella juego, amores fáciles y hombres viciosos. Me atrae la sociedad filibustera con sus decoraciones variadas; todos extranjeros, todos nobles, todos felices, al parecer, y todos desconocidos en las embajadas de sus respectivas naciones, excepto los espías. Todos hablan del honor a propósito de... unas botas, y citan a sus antepasados en toda ocasión; refieren su historias sin venir a cuento; son charlatanes, embusteros, tramposos; falsos como su nombre; osados por necesidad, como los bandoleros, que sólo pueden robar a caminantes arriesgando sus vidas. Forman algo así como la aristocracia del presidio. Me divierten; me interesa conocerlos, penetrarlos; me distrae oírlos; con frecuencia son decidores y nunca son vulgares como los funcionarios franceses. Nacen mujeres hermosas, con un dejo de bribonería extraña, con el misterio de su existencia desconocida.
     Ellas tienen por lo general ojos abrasadores y cabellos incomparables, todo lo necesario para ser deseadas; ¡una gracia que emborracha, una seducción que enloquece, un encanto perturbador, irresistible! Son dominadoras como los aventureros de otras épocas; rapaces, verdaderas hembras de pajarracos de rapiña. Me resultan adorables. La marquesa Obardi es el modelo de tan elegantes perdidas. Algo madura y siempre bella, encantadora y felina, se la siente viciosa y brutal hasta la medula de los huesos. Su casa es de lo más divertido, allí se juega, se baila, se cena..., y se hace todo lo que resulta un placer en la vida mundana.
     León Laval preguntó:
     —¿Fuiste o eres su amante?
     Servigny le respondió:
     —No lo he sido, ni lo soy, ni lo seré. Me gusta la hija.
     —¡Ah! ¿Tiene una hija?
     —¡Maravillosa! ¡Una hija maravillosa! Hoy por hoy es el principal atractivo en aquella caverna. Gallarda, buena moza; dieciocho años..., ¡a punto de caramelo! Tan rubia como su madre morena, siempre alegre, siempre dispuesta para diversiones, riendo y bailando siempre. ¿Cuándo y dónde caerá? ¿Cayó a estas alturas? No lo sé. Muchos aguardamos la ocasión. Veremos. Una criatura como ésa, en manos de una mujer como la Obardi, es un tesoro. Se defienden bien las dos malditas. Nadie comprende su juego.
     Acaso aguardan algo que les convenga más..., que yo. Pero yo te aseguro que me aprovecharé si la ocasión se me ofrece alguna vez. La muchacha me desconcierta por completo. Si no es el mayor monstruo de perversidad y astucia que imaginarse podría, es el caso de inocencia más ideal que se haya visto. Vive en ese ambiente de corrupción, satisfecha, tranquila y triunfante, admirablemente disimulada o sencilla. Maravilloso retoño de aventurera, nacido en el estercolero del peor mundo, como una planta magnífica entre basura, acaso es hija de algún aristócrata, de algún artista genial, de algún príncipe, de algún rey divertido una hora en el lecho de la madre. Tan misterioso como su existencia es también su pensamiento. Ya verás.
     Laval reía, diciendo:
     —Estás enamorado.
     —No. Estoy en lista, no es lo mismo. Te presentaré a mis rivales más temibles. Pero me parece que les llevo alguna ventaja. Ella me distingue con sus atenciones.
     Repitió Laval:
     —Estás enamorado.
     —No. La muchacha me turba, me seduce y me inquieta, me atrae y me descompone; pero desconfío de todo junto a ella, receloso de una emboscada; la deseo, como deseo un sorbete cuando estoy sediento. Me fascinan sus encantos y me acerco a ella con las aprensiones que sentiría si me acercase a un ladrón. A su lado me conmueve su candor posible y me hace desconfiar su malicia no menos probable. La siento como un ser anormal, sustraído a las rigurosas leyes de la Naturaleza, sublime o detestable, no lo sé.
     Laval repetía por tercera vez:
     —Estás enamorado. Hablas de la mujer con énfasis poético y lirismos de trovador. Vaya, obsérvate, abre los ojos, palpa tu corazón y confiesa.
     Servigny anduvo un rato en silencio; después, continuó:
     —Es posible. Desde luego me preocupa mucho. Sí; acaso estoy enamorado. Pienso con excesiva frecuencia en ella: dormido y despierto... La cosa es grave. Su imagen me sigue, me persigue, me acompaña sin cesar, a mi lado siempre, alrededor de mí, dentro de mí. ¿Esto es amor? ¿Es una obsesión física? Tan profundamente se grabó su rostro en mi alma, que se me aparece cada vez que cierro los ojos. Al verla, el corazón me palpita, no lo niego. Amo, no lo dudo, pero de mala manera. La deseo ardientemente y la idea de que pueda ser mi esposa me parece una locura, una estupidez, una monstruosidad. A veces me hace temer como temen los pájaros cuando el gavilán voltea. Y vivo celoso de todo lo que se me oculta en aquel incomprensible corazón. En ocasiones me pregunto: ¿Es una encantadora niña o una perversa? Dice las cosas con una ingenuidad aterradora; pero las cotorras hablan así también. Suele mostrarse imprudente o impúdica de tal modo, que me hace afirmar su candor inmaculado, o sencilla con sencillez inverosímil, que me hace suponer que nunca fue casta. Me provoca, excitándome como una cortesana y despidiéndose como una virgen. Creo que me quiere y que se burla de mí; en público se ofrece como si fuera mi querida, y en la intimidad me trata como a un hermano unas veces, y otras, como a un criado.
     Ya imagino que tiene tantos amantes como su madre, ya la creo ignorante de la vida, ignorante de todo. ¿Comprendes? Ha leído muchas novelas. Yo, aguardando mejor empleo, dirijo sus lecturas. Ella me llama su «bibliotecario». Cada semana, la Librería Nueva, le remite de mi parte cuanto se publica, y todo lo lee. Tanta lectura desordenada formará en su cerebro un pisto atroz, ¡y acaso éste sea el motivo principal de sus maneras inexplicables. A través de quince mil novelas, deben formarse ideas muy extrañas de la vida. Espero. Ciertamente, nunca sentí por mujer alguna lo que siento por ésta; pero estoy seguro de no casarme con ella. Si tuvo amantes aumentaré su lista cuando el turno me llegue; si no los ha tenido, la encabezaré siendo el primero. El caso es muy sencillo. Una mujer así no puede casarse. ¿Dónde hay un marido para la hija de la marquesa Obardi, Octavia Bardin? Imposible, por mil razones. ¿Un hombre de buena sociedad cargaría con ella? Nunca. Es la de la madre una casa pública, y la niña sirve de cebo para la clientela. No hay quien lo pase. ¿Y un burgués? Menos. Además, la marquesa no admite malos negocios, y necesita para la muchacha un hombre de brillante posición. Una mujer que no pertenece a la nobleza ni a la burguesía, ni al pueblo humilde, no puede casarse. Por su descendencia, por su nacimiento, por su educación, por sus maneras, por sus costumbres pertenece a la prostitución elegante, y no escapa, so pena de hacerse monja, lo que no es probable. Sólo hay para ella un porvenir: el amor. Caerá con el tiempo, si no ha caído, y así sea en mis brazos. Lo espero. Tiene muchos pretendientes: un francés, el señor de Belvigne; un ruso, llamado el príncipe Kravalov; un italiano, el caballero Valreall, presentaron francamente sus candidaturas y maniobran por triunfar. Son los principales y hay muchos otros merodeadores de menos importancia. La marquesa está en acecho, pero me parece que puso los ojos en mí, creyéndome tal vez más rico y más aficionado que mis contrincantes. El salón de la marquesa es de lo más original que se ha visto en este género de exposiciones. Encuéntranse allí caballeros en toda regla, no seremos los únicos. En cuanto a mujeres, ha escogido lo mejor entre las buscadoras de oro. No sé dónde las busca ni cómo las encuentra; pero esas mujeres elegantes y cultas, al parecer, no son muy diferentes de las verdaderas perdidas. La Obardi tuvo una inspiración genial: reunió especialmente aventureras madres, prefiriendo siempre a las que tienen hijas y las llevan consigo. De modo que un imbécil supone que allí trata con señoras decentes.
     
     II
     Llegaban a la avenida de los Campaos Elíseos. Una brisa ligera removía dulcemente las hojas de los árboles y refrescaba los rostros como el dulce balanceo de un abanico gigante. Sombras mudas vagaban entre los árboles; otras, en los bancos, uníanse fomando masas confusas. Y éstas y aquéllas hablaban muy bajo, como si se confiaran secretos importantes o vergonzosos.
     Servigny prosiguió:
     —No puedes imaginarte la colección de títulos fantásticos y nuevos que te asaltan en aquella guarida. Y, a propósito; voy a presentarte haciéndote conde; si, «el conde Laval»; Laval a secas no resultaría de buen efecto.
     Su amigo exclamó:
     —De ningún modo. No quiero que nadie me atnibuya, ni un solo instante, ni siquiera esas gentes, la ridícula pretensión de lucir un titulo imaginario. ¡Ah! Eso, nunca.
     Servigny saltó la risa.
     —Eres muy estúpido. A mí, en aquel centro, me llaman el duque de Servigny. No sé cómo ni por qué me bautizaron; y soy en aquella casa «el duque», sin quejarme ni protestar. Allí no me importa; y sin esto, me desdeñarían espantosamente.
     Laval no se dejaba convencer.
     —Tú eres de una familia noble, y eso en ti puede pasar. Pero yo no puedo admitir esa farsa, no; seré el único plebeyo del salón; en esto me distinguiré de todos y acaso esta diferencia me dé mayor importancia.
     Servígny obstinándose, repetía:
     —No es posible, te aseguro que no es posible. ¿Oyes? No es posible; parecerías casi un monstruo. Harías el efecto de un trapero entre una reunión de magnates. Déjame presentarte como virrey del Alto Mississipí: a nadie sorprenderá.
     —No quiero, en absoluto; no quiero.
     —Sea. Pero soy muy tonto en esforzarme por convencerte, cuando estoy seguro de que al entrar, sin decirles nada, te decoran con un titulo, como reparten a las damas ramitos de violetas a la puerta de algunos almacenes de modas.
     Tomaron la calle de Berry, subieron al primer piso de un elegante hotel de construcción moderna y dejaron sus abrigos y bastones a cuatro criados que iban de calzón corto.
     Un hálito abrasador, de fiesta, de flores, de perfumes, de mujeres, se respiraba al entrar; un murmullo intenso y continuado salía de las habitaciones inmediatas, llenas de gente.
     Uno así como maestro de ceremonias, alto, derecho, grueso, se rio y con patillas blancas, se acercó a los recién llegados preguntando:
     —¿A quién debo anunciar?
     Servigny respondió:
     —Al señor de Laval.
     Entonces, levantando la cortina, el hombre de las patillas dijo con voz sonora:
     —El señor duque de Servigny. El señor barón de Laval.
     El primer salón estaba lleno de mujeres que lucían sus pechos desnudos asomando por escotes abiertos en trajes lucidos y primorosos.
     La señora de la casa estaba en pie hablando con tres amigas y se acercó a ellos con paso majestuoso, con graciosos movimientos y sonrisas amables.
     Su frente, muy estrecha, se coronaba de abundante cabello negro y brillante.
     Era buena moza y arrogante, demasiado gruesa y un poco madura, pero muy hermosa, de una belleza palpitante y dominadora. Bajo un casco de cabellos que hacían soñar y obligaban a sonreír, haciéndola misteriosamente apetecible, abríanse dos ojos enormes, negros también. La nariz era pequeña, la boca grande, infinitamente seductora, hecha para sonreír y acariciar.
     Su mayor atractivo estaba en la voz, que salía entre sus labios como el agua de un manantial, tan fácil, tan ligera, tan bien timbrada, tan cristalina, que oyéndola solamente se gozaba de una voluptuosidad. Era un goce para el oído recoger aquellas notas dulces, aquellas palabras vibrantes como la corriente de un arroyuelo; era un goce para los ojos ver el movimiento de aquellos labios, con exceso encendidos.
     Teniendo una mano abandonada a Servigny, que la besó, soltó el abanico, pendiente de una preciosa cadena de oro labrado, para ofrecer la otra mano a Laval, diciéndole:
     —Sea usted bienvenido, barón; todos los amigos del duque, aquí están en su casa.
     Luego clavó su brillante mirada en el coloso. La condesa tenía cubierto el labio superior por una sombra de bozo que se le notaba más cuando hablaba. Su perfume favorito, fuerte, irritante, agradable, atraía; era, sin duda, aroma de América o de la India.
     Otros visitantes llegaron: condes, marqueses, príncipes; ella dijo a Servigny, con expresión maternal:
     —Encontrará usted a la niña en el otro salón. A divertirse; cuanto hay en mi casa es de ustedes.
     Y los dejó para saludar a los recién llegados, lanzando a Laval una mirada furtiva y risueña, de las que usan las mujeres para dar a entender a un hombre que las agradó.
     Servigny cogió del brazo a su amigo, diciéndole:
     —Voy a guiarte. Aquí se reúnen las mujeres; mira, este salón es un templo de la Carne…, fresca o en adobo. Servicios usados, que valen como nuevos y a veces más, que se cotizan bien y se alquilan. A la izquierda, el juego: aquel salón es el templo del Dinero. En el del fondo, se baila: el tercer salón es el templo de la Inocencia. el santuario, el... mercado donde se negocian las doncellas. Allí exhiben estas damas los productos de su fabricación. Hasta se consienten uniones legitimas. Aquello es el porvenir, la esperanza de... nuestras noches, lo más curioso que se observa en este museo de enfermedades morales; niñas que tienen dislocada el alma como los miembros de los infantiles clowns, hijos de saltimbanquis. Vamos a verlas.
     Saludaba, prodigando expresiones galantes, a derecha y a izquierda, hundiendo la mirada en las desnudeces de sus conocidas. En el salón de las vírgenes, una orquesta tocaba un vals; se detuvieron a la puerta para ver. Quince parejas danzaban; los hombres, gravemente; las mujeres, con la sonrisa en los labios. Iban casi todas escotadas como sus mamás, y los corpiños de algunas se apoyaban ligeramente sobre los hombros con un lazo de cinta estrecha, dejando ver en ocasiones las axilas velludas.
     Bruscamente, desde el fondo del salón, una muchacha hermosa y arrogante, haciéndose lugar entre los que bailaban y sosteniendo con su mano izquierda la desmesurada cola de su vestido, avanzó hacia ellos, gritando:
     —¡Eh! ¡Galán! ¡Buenas noches, galán!
     Había en sus facciones una exuberancia de vitalidad y el placer se irradiaba en su rostro como una brillante aureola. Su cutis era blanco, sonrosado, transparente y sus abundantes cabellos, dorados al fuego, resplandecían, pesando con su abundancia sobre su frente angelical y sobre su cuerpo flexible, un poco delgado.
     Parecía formada para moverse, como la madre para hablar; de tal modo eran sencillos, naturales y nobles sus gestos. Viéndola inclinarse, andar, bracear, sentiase un goce moral y un placer físico.
     Siguió alborotando:
     —¡Eh! ¡Galán! ¡Buenas noches, galán!
     Servigny le dió la mano, sacudiéndola violentamente, como a un hombre, mientras hacia la presentación:
     —La señorita Yvette; mi amigo, el barón de Laval.
     Yvette saludó al desconocido y, contemplándole sonriente, le preguntó:
     —¿Está usted así tan crecido todos los días?
     Con el tono burlón que le servía para encubrir sus desconfíanzas, su incertidumbre, Servigny respondió:
     —No, señorita. Hoy se ha estirado lo más posible para presentarse a mamá, que gusta de los buenos mozos.
     La muchacha dijo con muy cómica seriedad:
     —Perfectamente; pero cuando venga usted por mi, achíquese un poco, si es posible; yo prefiero los hombres más pequeños. Mire usted a mi galán, que tiene las necesarias proporciones.
     Y ofreció a su nuevo y gigantesco amigo una mano pequeña y fina, diciendo a Servigny:
     —¿Baila usted, galán? Vaya. Una vuelta de vals conmigo.
     Sin responder, con un movímiento rápido, Servigny estrechó el talle de la muchacha y se alejaron con la furia de un torbellino.
     Iban más de prisa que todos; :girando, girando, avanzaban muy juntos, con los cuerpos rígidos y las piernas casi inmóviles, como si un mecanismo invisible los impulsara.
     Parecían infatigables. Todas las parejas terminaron y ellos continuaban solos, valsando indefinidamente, como si no supiesen lo que hacían ni dónde estaban, como si hubieran huido lejos de allí, en un éxtasis. Los músicos de la orquesta seguían tocando, con los ojos puestos en la pareja endiablada. Todo el mundo los contemplaba, y cuando al fin se detuvieron, todos los aplaudían.
     Ella tenía un poco arrebatado el color, y en sus ojos una expresión extraña; ojos ardientes y tímidos, nos muy turbados, con el iris tan azul y la pupila tan negra, que no parecían ojos humanos.
     Servigny se sintió desvanecido, y se apoyó en una puerta para recobrar su aplomo.
     Yvette le dijo:
     —Se le va la cabeza, mi pobre galán. Yo soy más fuerte. 
     El sonreía nerviosamente y la devoraba con los ojos, concibiendo brutales deseos.
     Ella, frente a él, brindaba sonriente a las miradas del hombre un pecho desnudo y palpitante, y dijo:
     —En algunas ocasiones parece usted un gato dispuesto a saltar sobre su presa. Vaya, déme usted el brazo y busquemos a su amigo.
     Sin decir una palabra, Servigny le ofreció su brazo y atravesaron el gran salón. 
     Laval no estaba solo ya. La marquesa Obardi le acompañaba. Le hablába de cosas corrientes, de asuntos mundanos, con aquella voz encantadora que hacia delirar. Y clavándole hasta lo más profundo los ojos, parecía decirle otras frases distintas de las que pronunciaba su boca. Viendo a Servigny, la marquesa le sonrió, diciéndole: 
     —Sepa usted, duque amigo, que tengo alquilada en Bougival una villa para pasar dos meses en ella. Supongo que nos visitarán usted y su amigo. Me voy el próximo lunes. ¿Quieren ir a comer el sábado y quedarse allí todo el domingo?...
     Servigny volvió bruscamente la cabeza para mirar a Yvette. Ella sonrió, tranquila, serena, y dijo con un aplomo que no dejaba lugar a dudas:
     —Claro es que mi galán irá el sábado a comer con nosotras. Y nos divertiremos lo indecible, corriendo por el campo.
     Servigny creyó adivinar una promesa en la sonrisa y sorprender una intención en el tono. 
     Entonces la marquesa, fijando en Laval sus magníficos ojos negros, le preguntó:
     —¿Usted irá también?
     Y su sonrisa era seguramente una promesa; Laval, inclinándose, contestó:
     —Es para mi un gran placer, señora.
     Yvette murmuró con una malicia inocente o pérfida:
     —Escandalizaremos a todo el mundo allí, ¿verdad, galán? Haremos que mi tropa rabie.
     Y con una mirada ligera, señaló a varios hombres que la observaban desde lejos.
     Servigny añadió:
     —Todo lo que usted quiera, señorita.
     La marquesa dijo muy satisfecha, entretenida visiblemente por otro pensamiento, y sin apartar los ojos de Laval:
     —¡Qué muchachos tan alegres!
     —Mi galán me gusta, me divierte. Quisiera tenerle siempre cerca—dijo Yvette sencillamente. 
     Y Servigny, haciendo una gran reverencia, repuso:
     —No me apartaría de usted ni de día ni de noche.
     Yvette sintió algo así como un latigazo y dijo:
     —¡Ah, no; eso, no! De día me gusta, pero de noche me disgustaría.
     El preguntó con impertinencia:
     —¿Por qué?
     Y ella contestó con audacia tranquila:
     —Porque no debe de ser usted muy atractivo en paños menores.
     La marquesa exclamó sin emocionarse:
     —Dices unas enormidades... Niña, esto ya pasa los límites de la inocencia.
     Y Servigny añadió, burlonamente:
     —Claro que pasa, y soy del mismo parecer, marquesa.
     Yvette clavó los ojos en él, enfadada y altanera:
     —Señor Servigny, acaba usted de cometer una grosería, y de algún tiempo a esta parte, le sucede a usted lo mismo con frecuencia—y volviéndose a los que la miraban desde lejos añadió—: Caballeros, defiéndanme, aquí me insultan.
     Un señor moreno, flacucho, de pausados modales, se acercó.
     ¿Quién es el culpable?—dijo sonriendo.
     Ella señaló a Servigny con la cabeza:
     —Es él. Pero hasta cuando me insulta me agrada más que todos ustedes. Mi galán es menos aburrido.
     El caballero Valreali dijo, haciendo una reverencia:
     —No sabemos hacer más. Acaso tengamos facultades más cortas; pero nuestros deseos de servir a usted son muy grandes.
     Se acercó otro, barrigudo, alto, con patillas grises, y con voz de trueno:
     —Señorita Yvette, estoy a sus órdenes.
     Ella exclamó:
     —¡Ah! El señor de Belvigne.
     Luego, dirigiéndose a Laval, hizo la presentación:
     —Mi pretendiente oficial, gordo, alto, rico y tonto. Así me gustan los hombres. Un tambor mayor…, de casa de huéspedes. ¡Hola! Usted es más alto aún. ¿Cómo los llamaría yo a estos gigantes? ¡Ah! Sí: «Sucesores de Rodas», porque deben de ser nietos del coloso de Rodas. Buenas noches. Me despido, porque deben de teñer ustedes cosas muy interesantes que decirse por encima de las cabezas de todos.
     Y se fué hacia la orquesta para pedir a los músicos un rigodón.
     La señora Obardi estaba distraída, y dijo a Servigny con voz lenta, por hablar de algo:
     —La impacienta usted, la provoca demasiado y así contribuirá a que ella tenga un carácter irascible.
     El replicó:
     —¿No han terminado ustedes aún su educación?
     La marquesa, como si no le hubiera entendido, continuó sonriendo benévolamente.
     Y descubriendo a un señor solemne y cargado de cruces, que se dirigía hacia ella, corrió a su encuentro.
     —¡Ah príncipe! Príncipe, ¡qué fortuna!
     Servigny volvió a cogerse del brazo de Laval y se alejaron.
     —Es el último pretendiente serio; el príncipe Kravalov. Y ella, ¿qué te ha parecido?
     Laval respondió:
     —Las dos me resultan admirables, y me contentaría con la mamá.
     —Cuando gustes; ella no ha de poner inconvenientes.
     Se disponían las parejas a bailar el rigodón.
     —Vayamos a ver que hacen los jugadores—añadió Servigny.
     Entraron en la sala de juego.
     Alrededor de cada mesa, un cerco de hombres, en pie, miraba. Escasa conversación y de cuando en cuando el sonido del oro, arrojado sobre el tapete y recogido con brusquedad, mezclaba una ligera vibración metálica entre los murmullos de los jugadores, como si la voz del dinero dijese también su frase junto a las voces humanas. Todos aquellos hombres, condecorados, lucían insignias de varios colores, presentando un mismo porte vulgar y severo, con rostros distintos. Principalmente se los distinguía por las barbas. El americano la llevaba corta y estrecha, formando herradura; el inglés, como un abanico abierto sobre el pecho; el español, cubriéndole todo el rostro, hasta cerca de los ojos; el romano, con los bigotazos enormes de que Victor Manuel dotó a Italia; el austríaco, con sus patillas; un general ruso, parecía llevar el labio armado con dos lanzas de pelo, y los franceses con los bigotes galantes, y varios lucían las invenciones de todos los barberos del mundo.
     —¿Tú no juegas? —preguntó Servigny a Laval.
     —No, ¿y tú?
     —Aquí, nunca. Si quieres, vayámonos; otro día volveremos tranquilamente; hay demasiada concurrencia hoy. No se puede adelantar nada.
     —Vámonos.
     Y desaparecieron por una puerta que conducía al vestíbulo.
     Llegando a la calle, Servigny preguntó:
     —¿Qué me dices?
     —Me resulta interesante; sobre todo, el salón de las mujeres.
     —Ya lo creo. Esas mujeres son lo mejor que hay para nosotros en la raza. ¿No te parece oler el amor entre todas, como se huele a perfumes entrando en una peluquería? Verdaderamente, sólo en estos lugares puede uno divertirse por su dinero. Y ¡cuánto saben! ¡Cuántos primores del oficio! ¡Verdaderas artistas! ¿Has comido alguna vez pasteles en las panaderías? Tienen buena facha y no valen cosa; el que los hace sólo sabe hacer pan. Pues bien: los amores de una mundana vulgar me recuerdan siempre los pasteles de panadería, mientras que los amores que te sirven en casa de la marquesa Obardi son cosa exquisIta. ¡Oh! ¡Estas hacen deliciosamente sus pasteles! se pagan bastante más caros, pero queda uno satisfecho.
     Laval preguntó:
     —¿Quién es ahora el amante pagano?
     Encogiéndose de hombros, contestó Servigny.
     —Nada sé, amigo mío. El último era un lord, que se fué hace tres meses. Ahora la marquesa debe de sacar dinero de todo: el juego y los jugadores le pagan sus caprichos. Decidimamente, ¿Iremos el sábado a comer con ellas en Bougival? En el campo se goza de más libertad y acabaré por enterarme de lo que tiene Yvette en su preciosa cabecita.
     Laval añadió:
     —Me parece admirable; nada tengo que me lo impida el sábado.
     Y volviendo por los Campos Elíseos interrumpieron las oraciones de unos prójimos. que se hallaban acostados en un banco, a la luz de las estrellas.
     Servigny murmuró:
     —¡Qué torpeza y qué sublime cosa! ¡De qué modo y hasta qué punto es vulgar, divertido, monótono y variado el amor! Y el miserable que paga un franco a esa prostituta le pide lo mismo que se pide a una Obardi cualquiera por diez mil francos, y acaso la del hotel no sea más joven y fresca, ni menos bruta que la de la calle. ¡Qué pequeñeces!
     Callaron algunos minutos; luego prosiguió:
     —Lo mismo da; considerarla una fortuna llegar a tiempo, ser el primer amante de Yvette. ¡Oh! Diera por serlo, diera..., diera...
     Y no supo decir lo que daría. Laval se despidió cuando llegaron a la esquina de la calle Real.
     
     
     
     III
     
     Habían servido la mesa en el mirador que dominaba la orilla del río. La villa Primavera, alquilada por la marquesa Obardi, se hallába dentro de la curva que forma el Sena, y que en aquel punto se inclina hacia Marly. Frente a la casa, la isla de Croissy formaba un horizonte de copudos árboles, una masa de verdura y se veía una extensión de agua considerable hasta el café flotante de La Rana, oculto en el follaje.
     Anochecía; era una tarde silenciosa y quieta, dulce y sonrosada; una tarde tranquila de las que ofrecen sensaciones de felicidad. Ni un soplo de aire mecía las ramas, ni se rizaba la superficie brillante del Sena. Sin hacer mucho calor, era templado el ambiente; daba gozo vivir. La frescura de las aguas se comunicaba y se extendía hasta el cielo azul, sin una sola nube.
     El sol iba cayendo tras de los árboles hacia otros lugares, y al parecer se aspiraba el bienestar de la tierra de pronto adormecida, la paz del espacio, la perezosa palpitación del mundo.
     Al salir del salón para sentarse a la mesa, cada uno sintió el éxtasis; la dicha y la ternura invadieron los corazones; todos imaginaban que allí comerían deliciosamente, admirando la campiña, el río, la puesta del sol y respirando un aíre perfumado y fecundo.
     La marquesa iba del brazo de Laval. Yvette se apoyaba en el de Servlgny.
     No había más invitados.
     Las dos mujeres no parecían las mismas de París: Yvette, sobre todo, estaba desconocida: sin hablar casi, languideciendo, seria.
     Laval, extrañado, le preguntó:
     —¿Qué tiene usted, señorita? En una semana cambió por completo de carácter. Ahora parece usted una persona formal.
     Ella dijo:
     —El campo me transforma; no soy la misma; todo esto me produce una extraña impresión. Además, nunca me hallará usted igual dos días seguidos. Hoy le pareceré una loca y mañana una elegía. Cambio como el tiempo; ignoro por qué. Soy capaz de todo, según las ocasiones. Algunas veces, me dan ganas de matar, y mataría hombres; animales, nunca, ¡pobrecitos! Y otras veces lloro por nada; todo me conmueve. Cruzan mi cerebro ideas muy distintas. Del humor que tengo al despertarme depende todo. Tal vez son los ensueños de la noche que influyen para todo el día en mí, tal vez mis lecturas, lo último que leí me impresiona de cierto modo, según sea.
     Su traje de franela blanca la envolvía delicadamente; flotando con blandura y a través de los anchos pliegues de la tela, se marcaban los pechos, libres, duros y bien desarrollados. Entre blondas, asomaba su cuello delgado, inclinándose con dulces movimientos, como cediendo al peso de su abundante cabellera de oro.
     Servigny la miraba con insistencia y dijo:
     —Está usted adorable, señorita. Quisiera verla siempre así.
     Ella contestó, con algo de su acostumbrada malicia:
     —No se me declare usted ahora, galán, porque podría yo tomarlo en serio y costarle a usted caro.
     La marquesa parecía estar satisfecha, muy satisfecha.
     De negro, noblemente vestida y con un traje sencillo que dibujaba sus lineas firmes y llenas, con una guirnalda de claveles rojos, cayendo desde la cintura como una cadena; una rosa encarnada en el pelo, mostraba en toda su persona y sencillo adorno, en su mirada profunda, en su voz lenta, en sus movimientos, algo de ardiente y apasionado.
     Laval también estaba serio, absorto. De cuando en cuandó se estiraba la negra barba, cortada en punta, y parecía meditar cosas difíciles.
     Todos callaron durante algunos minutos.
     Mientras servían una trucha, Servigny dijo:
     —El silencio tiene una ventaja: con frecuencia, en silencio estamos en más íntima comunicación con los que nos rodean que charlando. ¿Verdad, marquesa?
     La Obardi respondió, inclinándose un poco hacia él:
     —Es verdad. ¡Es tan dulce pensar callando en las mismas cosas agradables!
     Alzando los ojos, clavó en Laval una mirada ardiente, y durante algunos instantes permanecieron así, los ojos del uno fijos en los del otro.
     Un pequeño movimiento, imperceptible casi, se produjo bajo la mesa.
     Servigny prosiguió:
     —Señorita Yvette: Si continúa tan comedida como hasta este momento, supondré que vive usted enamorada. Y ¿de quién? Ayúdeme a indagar, si es tan complaciente. Dejemos a un lado el batallón de moscones vulgares, tomemos nota de los más granaditos. ¿Será el príncipe Kraivalov?
     Al oir este nombre, Yvette se revolvió:
     —¿Puede usted suponerlo siquiera, galán? El príncipe me parece un ruso de museo de figuras de cera, que hubiese obtenido premio en concursos de peluquería.
     —Bien; suprimamos al principe. Usted ha tenido ciertas distinciones para el vizconde Pedro de Belvigne.
     Yvette soltó la risa, preguntando:
     —Supóngame usted colgada tiernamente del cuello de Belvigne, susurrando en sus narices: «Amado mío, adorable Pedro, Pedrin de mi alma, ofréceme tu cabezota para que la bese tu mujercita.»
     Servigny exclamó:
     —Desechado también el número dos; falta el caballero Valreali, quien la marquesa patrocina.
     Yvette recobró en este instante toda su alegría.
     —¡El sauce llorón, sentimental como una Magdalena! Es de los que acompañan los entierros de primera clase. Cuando fija en mi sus húmedos ojos, creo hallarme de cuerpo presente.
     —Y van tres inútiles. Queda Laval, que pudo inspirarle una pasión violenta, instantánea.
     —¿Rodas? Menos, ¡imposible! No me deslumbran las grandezas. ¡Me parecería tener amores con el Arco de Triunfo!
     —Entonces, Yvette, como hemos pasado a todos revista y sólo falta mi nombre, que pongo en último lugar por modestia, y... prudentemente: ¿sin duda soy el favorecido, el que la preocupa, el que la hizo sentir amor? Gracias, Yvette.
     —¿Enamorada..., y de usted, galán? Eso, no. Le quiero mucho, pero no le quiero así. Acaso algún día... No se debe desconfiar de nada... Es posible, pero no ha llegado aún... Tiene usted algunas probabilidades... Insista, galán; preténdame, oblígueme con sus atenciones, con su respeto, con sus cuidados, con mucha humildad, siempre dócil a mis caprichos..., y veremos con el tiempo...
     —Pero, señorita, cuanto usted me pide podría ofrecérselo de igual manera después que antes, si a usted le fuera lo mismo.
     Ella preguntó ingenuamente:
     —¿Después de qué, galán?
     —Después de haberme probado que me quería como quieren los amantes.
     —Bien; suponga que le quiero así; créalo si le place.
     —Pero falta...
     —Silencio, galán; hemos hablado ya bastante.
     Servigny, haciendo un saludo militar, calló.
     El sol se había hundido por completo detrás de la Isla, pero el cielo estaba enrojecido aún; el agua tranquila era entonces del color de la sangre. Los reflejos del horizonte lo enrojecían todo, y la rosa que llevaba prendida la marquesa parecía una gota de púrpura caída sobre su cabeza.
     Yvette miraba a lo lejos, y la mano de su madre se acercó distraídamente a la de Laval; pero a1 volverse la niña, la marquesa retiró su mano con rapidez.
     Servigny, que se daba cuenta de todo, preguntó a Yvette:
     —¿Quiere usted que vayamos a pasear por la isla?
     Le pareció muy bien la idea:
     —Sí, si: muy agradable el paseo. Vamos usted y yo solos, ¿verdad, galán?
     —Sí; yo solo con usted, Yvette. Hubo un silencio.
     La tranquilidad soñolienta de la tarde pesaba en los ánimos de todos, en los cuerpos, en las ideas, en las palabras. Hay horas tranquilas, horas de recogimiento, en las cuales resulta difícil hablar.
     Los criados servían sin ruido; e1 incendio del. firmamento se apagaba, y la noche, lentamente, desplegaba sobre la tierra su apacible sombra. Laval preguntó:
     —¿Permanecerán ustedes aquí muchos días?
     Y la marquesa respondió, acentuando mucho las palabras:
     —Mientras me resulte agradable aquí la vida.
     Cuando se quedaban a oscuras, trajeron luces. Se cubrió la mesa de reflejos pálidos, y una nube de mosquitos apareció de pronto, revoloteando. Eran dimínutos, y quemándose las alas, caían sobre los manteles, en los platos, en las copas; aparecían mezclados con el vino, con las salsas, y se los veía removerse en el pan; ciegamente saltaban al rostro, a las manos, obllgando a tirar las bebidas, a cubrir las fuentes, a preservar con precauciones infinitas cada bocado.
     En esto se divertía Yvette. Servigny cuidaba mucho de librar de ataques lo que pensaba ella comer, de servirle vino sin cuerpos náufragos y de tender la servilleta, para que no se enredarran entre los pelos. Pero la marquesa, poniéndose nerviosa con la invasión de insectos, aligeró el final de la comida.
     Yvette, que no había olvidado el ofrecimiento de Servigny, le dijo:
     —Ahora iremos a la Isla.
     Su madre le recomendó con languidez:
     —No tarden mucho en volver. Los acompañaremos hasta el embarcadero.
     Avanzaban de dos en dos, la niña y su amigo delante. La marquesa y Laval iban hablando en voz baja, muy baja y rápidamente. Todo estaba oscuro, no se veía nada. Pero en el cielo aparecían, como chispas de lumbre, innumerables estrellas.
     Las ranas cantaban con su graznido monótono y duro.
     Muchos ruiseñores lanzaban sus trinos entre la enramada.
     Yvette preguntó de pronto:
     —¿Dónde se han metido? ¿No venían detrás? ¡Mamá!
     Nadie respondía. La niña insistió:
     —No pueden estar lejos. Hace un momento los oí aún.
     Servigny murmuraba:
     —Tal vez se pararon. Acaso mamá sentía frío.
     Y siguieron avanzando.
     Una luz brillaba.
     Era el merendero de Martinet, fondista y pescador.
     Llamaron; salió de la casa un hombre. y se metieron los tres en una lancha grande, amarrada entre las hierbas de la orilla.
     El barquero empuñó los remos, la pesada barca se deslizó, despertando los reflejos de las estrellas, dormidos en el agua; los hacía oscilar como en una danza frenética y se iban calmando tras ellos, a medida que la barca se alejaba lentamente.
     Al llegar a la otra orilla, saltaron al pie de los árboles.
     Un perfume fresco de tierra húmeda se extendía bajo las ramas exuberantes, que parecían sustentar más ruiseñores que hojas.
     Se oyó a lo lejos un piano que tocaba un vals popular.
     Servigny se había cogido al brazo de Yvette, y deslizando la mano suavemente por el cuerpo de la muchacha, estrechó su cintura, diciendo:
     —¿En qué piensa usted?
     —¿Yo? No pienso en nada. ¡Soy muy feliz!
     —Y ¿es cierto que no me ama usted?
     —Sí, galán; yo le quiero mucho; pero déjeme tranquila, no me pregunte. Lo que aquí se goza es demasiado hermoso para interumpirlo con palabras.
     El la oprimía contra sí; ella trataba de apartarse, pero sin violencia, y a través del vestido, blando y suave, sentía el hombre todo el encanto de la mujer, y murmuraba:
     —Yvette, Yvette...
     —¿Qué ocurre?
     —Que te amo, ¡que yo te amo!
     —Esto no es muy serio, galán.
     —Sí; hace tiempo que te amo.
     Ella intentaba separarse, y hacía esfuerzos para retirar un brazo, que no podía mover, oprimído entre los dos cuerpos. Y avanzaban lentamente, luchando en silencio, tambaleándose como borrachos.
     El no sabia qué decir, comprendiendo que no debe hablarse a una muchacha como a una mujer. Turbado, no sabiendo cómo empezar, preguntándose a cada punto si ella consentía o si estaba ignorante de sus pretensiones, torturaba su ingenio para encontrar las palabras tiernas, convincentes, precisas, propias en aquella ocasión.
     Y repetía:
     —¡Yvette! ¡Yvette! ¡Yvette! Bruscamente, jugando el todo por el todo, le dió un beso en la mejilla. Ella hizo intención de apartarse, diciéndole disgustada:
     —¡Esto es ridículo! ¿Quiere dejarme tranquila?
     El tono de su voz no dejaba descubrir claramente sus pensamientos ni sus intenciones, y no creyéndola muy enfadada, Servigny volvió a besarla en el cuello, junto al primer mechón dorado, en el sitio que más atraía su deseo.
     Entonces ella se revolvió para huir; pero él, con los dos brazos la sujetaba fuertemente, y sorprendió en sus labios una caricia delirante y profunda.
     Yvette se deslizó entre los brazos del hombre con una rápida ondulación de todo el cuerpo; resbalando por el pecho de Servigny, se escapó, y vivamente desapareció en la oscuridad, haciendo con sus enaguas un ruido semejante al vuelo de un pájaro.
     Servigny quedó inmóvil, sorprendido por tanta ligereza y la rapidez de la desaparición. Después, nada oía; llamó a media voz:
     —¡Yvette! ¿Nadie le contestó. Avanzaba procurando ver entre la sombra; pretendiendo descubrir entre los arbustos el blanco traje de Yvette; pero todo era negrura y oscuridad. Entonces gritó:
     —¡Yvette! ¡Yvette!
     Los ruiseñores callaron.
     Apretó el paso, cada vez más inquieto, y alzando más la voz cada vez:
     —¡Yvette! ¡Yvette! ¡Yvette!
     Nada. Se detuvo; escuchó. Toda la Isla estaba silenciosa; apenas se oía un murmullo de hojas en las copas de los árboles. En el suelo sólo algunas ranas hacían oir su canto estridente.
     Entonces registró mata por mata; iba en dirección a Bougival; retrocedía otra vez; andaba de un lado a otro, repitiendo:
     —¡Yvette! ¿Dónde se ha escondido? ¡Conteste ya! ¡Fué una broma! ¡Vaya! Conteste. No me haga buscarla tanto: me doy por vencido.
     Y seguía. Un reloj lejano dio las doce. Hacía dos horas que la perdió. Sin duda Yvette estaría ya en la villa.
     Se decidíó a retirarse, ansioso, dando la vuelta por el puente.
     
     ***
     
     Un criado le aguardaba, soñoliento, dormitando en un sillón del vestíbulo.
     Servigny le preguntó:
     —¿Hace mucho que ha vuelto la señorita?
     —Si; la señorita volvió a las diez, señor duque.
     Entró en su cuarto y se acostó. Estuvo con los ojos abiertos; no podía dormir. Aquel beso robado le desconcertaba. Y se decía: ¿Qué quiere? ¿Qué piensa? ¿Qué sabe? ¡Oh! ¡Estaba tan hermosa, tan atractiva!
     Los deseos juveniles fatigados en su agitada vida por todas las mujeres gozadas, por todos los amores logrados, se despertaban de nuevo, revividos por aquella criatura singular, tan lozana, tan provocativa, tan misteriosa.
     Oyó dar la una, luego las dos. Decididamente no pegaba los ojos. Tenía calor, sudaba. Su corazón latía con violencia. Decidió levantarse y abrir la ventana.
     Y aspiró con delicia el aire fresco. Fijaba sus ojos en la sombra negra, callada, inmóvil. De pronto, en la oscuridad apareció un punto encendido, una chispa, un cigarro. No podía ser otro que Laval, en el jardín, a tales horas. Le llamó quedo:
     —¡León!
     Y una voz queda también dijo:
     —!Eres tú, Juan?
     —Sí. Aguárdame, abajo.
     Se vistió para salir al encuentro de su amigo, que fumaba tranquilamente, sentado a horcajadas en una silla de hierro.
     —¿Qué haces aquí a estas horas?
     Laval contestó riendo:
     —¿Yo? Descanso.
     Apretándole una mano. Servigny dijo:
     —Mi enhorabuena. Pues yo... me aburro.
     —Esto significa, sin duda...
     —Significa esto: que Yvette y su madre... no se parecen.
     —¿Qué te ha sucedido? Cuéntame.
     Servigny refirió sus tentativas y su fracaso. Luego añadió:
     —Esa muchacha me turba. No me ha sido posible dormir. ¡Es tan encantadora! En su expresión inocente, ¡cualquiera descubre algo! A una mujer que ha vivido, que ha gozado, que nada ignora, se la conoce fácilmente: la ciencia no se disimula; pero con una virgen, con una inexperta, nada se adivina. Voy creyendo que se burla de mí.
     Laval, meciéndose, decía:
     —Cuidado, amigo: esto puede conducirte al matrimonio. Recuerda tantos ilustres ejemplos. Por tales procedimientos, la Montijo, que al menos era de buena raza, llegó a emperatriz. No hagas de Napoleón.
     Servigny replicó:
     —No temas; yo me aseguro. Ni soy necio ni emperador. Es preciso llegar a ser una de ambas cosas para dar semejante campanada. ¿No tienes sueño?
     —No.
     —¿Quieres ir a pasear por la orilla del río?
     —Con mucho gusto.
     Abrieron la verja, y avanzaron por la pendiente hacia Marly.
     Era la hora que precede al crepúsculo matinal, hora de profunda quietud, de gran reposo, de inmensa calma. Hasta los rumores más leves de la noche habían cesado. Los ruiseñores ya no cantaban, las ranas habían puesto fin a su algarabía; sólo un animalejo ignorado, un pájaro tal vez, hacía un ruido como de sierra, débil, monótono, acompasado, constante.
     Servigny, que a ratos era poeta y a ratos filósofo, dijo:
     —Decididamente, me turba esa muchacha. En aritmética, uno y uno son dos; en amores, uno y uno debieran ser uno solo, y también son dos. ¿Tú no lo sentiste nunca? ¿Desconoces el deseo de absorber a tu amada o de ser absorbido por ella? No me refiero a las atracciones brutales de la carne, sino al tormento moral y a la preocupación intelectual que incitan a fundirse con otro ser, abriéndole toda el alma, entregándole todo el corazón, penetrando en su pensamiento hasta lo más profundo. Y no se consigue averiguar nada, nunca se descubren todas las fluctuaciones de su voluntad, sus deseos y sus ideas. Nunca se adivina la más pequeña cosa del misterio de un alma que sentimos tan cerca, de un alma oculta en unos ojos que nos miran, claros como el agua, transparentes como si no hubiera secreto en ellos, de un alma que vibra en las frases de unos labios que se nos ofrecen; de un alma que nos comunica sus delirios, y que, sin embargo, está más lejos de nosotros y es aún más impenetrable que las estrellas. ¿No es curioso esto?
     Laval contestó:
     —Yo no pido tanto a una mujer. Yo no miro detrás de los ojos. No me preocupa el contenido si la forma es atractiva.
     Y Servigny murmuró:
     —Yvette es una extraña criatura. ¿De qué modo me tratará en adelante?
     Cuando llegaron a la máquina hidráulica de Marly, el cielo palidecía.
     Los gallos empezaron a cantar, y sus voces lejanas se percibían distintamente. Un pajarillo piaba en un jardín, repitiendo sin cesar su ritornelo, de una sencillez inocente y cómica.
     —Ya me parece oportuno que volvamos—dijo Laval.
     Volvieron. Y cuando Servigny entraba en su cuarto, vió por su ventana, que había quedado abierta, el horizonte sonrosado con las primeras luces de la aurora.
     Cerrando la persiana y las cortinas, durmió.
     
     
     IV
     
     Un ruido singular le despertó. Incorporándose para oír mejor, de pronto no percibía nada. Luego sonó en las persianas un tamborileo, semejante al que produce una granizada.
     Saltó de la cama, y abriendo las cortinas y los póstigos de par en par, vió a Yvette en el jardín, que le tiraba puñados de arena.
     Llevaba un vestido color de rosa, y un sombrero de paja de anchas alas, adornado con una pluma grande, a lo mosquetero, y reía burlesca y maliciosamente.
     —Hola, galán. ¿Dormía usted aún? ¿Qué ha hecho usted esta noche para levantarse a estas horas? ¿Anduvo usted en aventuras, mi pobre galán?
     El estaba deslumbrado por la penetrante luz del sol, que hirió de pronto sus ojos, entumecido aún por el sueño y el cansancio, y asombrado ante la tranquilidad irónica de la muchacha.
     Contestó:
     —Bajo en seguida. Un minuto para zambullir las narices en el agua, y bajo en seguida.
     Ella gritó:
     —Ande listo. Son ya las diez. Y he de participarle un gran proyecto, una conspiración. Ya sabe que a las once se almuerza.
     Al bajar Servigny, la encontró sentada en un banco. Tenía sobre la falda un libro; cualquier novela. Se levantó; le tomó el brazo familiarmente, amigablemente, con alegre ingenuidad, como si nada hubiese ocurrido la víspera, y llevándole a un extremo del jardín, le dijo:
     —He aquí mi proyecto. Desobedeceremos a mamá, que no me deja ir al restaurante de La Rana. Yo quiero ir con usted, quiero ver eso. Mamá dice que las muchachas decentes no pueden ir allí. Pero me da lo mismo que se pueda o no se pueda. Yo quiero, y usted me acompaña, ¿verdad, galán? Y nos divertiremos ruidosamente con los bateleros.
     Yvette olía bien, sin que Servigny pudiese adivinar qué aroma tenue y sutil revoloteaba en derredor de la niña. No era como los penetrantes perfumes de la madre, sino una reminiscencia tal vez de polvos iris, y acaso algo de verbena.
     ¿De dónde se desprendía el aroma imperceptible? ¿Del traje, de los cabellos, del cutis? Como ella le hablaba de muy cerca. Servigny recibía en pleno rostro el aliento de la virgen, y lo respiraba con delicia. Supuso entonces que acaso el aroma que le intrigaba era solamente obra de los sentidos exaltados, algo así como la emanación engañosa de aquella gracia juvenil y atractiva.
     Ella decía:
     —Conformes en todo, ¿verdad, galán? Como después de almorzar hace mucho calor, no es posible que salga mamá. Dejándola con el gigante, nos vamos. Luego diremos que fuimos al bosque. ¡Si usted supiera cuánto me divertirá ver La Rana!
     Llegaron a la verja, frente al río. El sol caía sobre las aguas dormidas y brillantes. Un cálido vapor se desprendía formando sobre la superficie una bruma ligera y reverberante.
     De cuando en cuando, paraban embarcaciones, canoas ligeras, botes pesados; se oían a distancia silbidos, cortos o prolongados: los de los trenes que arrojan cada domingo el pueblo de Paris a la campiña, los de los vaporcillos que avisan para el paso en la presa de Marly.
     Una campana sonó. Los llamaban para el almuerzo.
     Entraron.
     Comieron silenciosamente. Un bochornoso mediodía de julio pesaba sobre la tierra y deprimía la voluntad. El calor se hacia denso, paralizando los cuerpos y los espíritus. Las palabras torpemente salían de los labios y los movimientos se hacian difíciles, como si hubiese que vencer en el aire obstáculos penosos.
     Bien que silenciosa, como los demás, Yvette sentíase animada, viva, impaciente.
     Apenas hubieron tomado el postre, dijo:
     —Podríamos ir a pasearnos. Dará gusto ponerse a la sombra de los árboles.
     La marquesa, con expresión fatigada, murmuró:
     —¿Estás loca? ¿Se puede salir con un tiempo semejante?
     La muchacha, satisfecha, insistía:
     —Bueno; el barón puede quedarse contigo; pero Servigny me acompañará; Iremos al bosque, para sentarnos a leer sobre la hierba.
     Y dirigiéndose a Servigny:
     —¿Qué dice usted a eso?
     —Que haré lo que usted guste.
     Ella corrió a buscar el sombrero.
     La marquesa se encogió de hombros, suspirando:
     —Está loca, loca rematada.
     Luego tendió perezosamente la mano al barón, mostrando, hasta en este movimiento amoroso, la fatiga, y Laval se inclinó para cogerla y besarla.
     Yvette y Servigny salieron. Por la orilla del río llegaron al puente, que los condujo a la isla. Como era pronto para ir a La Rana, se sentaron bajo un sauce, sobre la hierba.
     La muchacha sacó un libro, y dijo riendo:
     —Galán, tendrá usted que leer para distraerme.
     Y le ofreció el volumen.
     El hizo un movimiento, rechazándolo.
     —¿Yo, Yvette? ¡Pero si no sé leer!
     Ella insistió con gravedad.
     —Vaya; no caben excusas ni explicaciones. Me parece usted un magnífico pretendiente. Sí. Todo por nada; ésta es su divisa.
     El, cogiendo y abriendo el volumen, quedó sorprendido. Era un tratado de entomología. Una historia de las hormigas, por un autor inglés. Y, como quedase inmóvil, creyendo que Yvette se burlaba, la muchacha se impacientó, diciéndole:
     —Vamos, lea usted.
     El preguntó:
     —¿Es un empeño formal o una broma ligera? 
     —No, galán; vi este libro en una librería; me dijeron que no había estudio más completo acerca de las hormigas, y me pareció divertido conocer las costumbres de los diminutos animales que vemos correr entre la hierba. Lea usted.
     Se tendió Yvette de cara al suelo, con los codos apoyados, la cabeza entre las manos y los ojos fijos en el césped.
     Servigny leyó:
     «Sin duda los monos antropoides, entre todos los animales, son los que se parecen más al hombre por su estructura anatómica; pero si consideramos las costumbres de las hormigas, su organización social, sus extensas relaciones, las casas y los caminos que construyen, su manera de domesticar a otros animales, y hasta algunas veces de hacer esclavos, nos vemos obligados a reconocer que tienen derecho a exigir un lugar inmediato al hombre en la escala de las inteligencias...»
     Y continuaba con monótona entonación, parándose de cuando en cuando para preguntar:
     —¿Hemos leído bastante?
     Yvette decía que no con la cabeza; y habiendo recogido en el extremo de un tallo de hierba una hormiga, se divertía viéndola correr de un extremo a otro. Escuchaba con atención muda todos los detalles sorprendentes de la vida de tan pequeños animales, acerca de sus instalaciones subterráneas, acerca de los procedimientos que usan para criar los pulgones, encerrándolos y alimentándolos, para beber el licor azucarado que segregan, como nosotros hacemos con las vacas de leche en nuestros establos; acerca de la costumbre de domesticar pequeños insectos ciegos, a los cuales educan para que limpien los hormigueros, y de la costumbre de batallar para conseguir esclavos, que sirvan a los vencedores con solicitud.
     Y, poco a poco, como si el anlmalito, inteligente y diminuto, hubiera despertado en su corazón una ternura maternal, Yvette contemplaba cariñosamente a la hormiga, que paseaba sobre su índice, y sentía deseos de besarla.
     Y cuando Servigny leía de qué modo viven en comunidad, cómo juegan, cómo luchan amigablemente, haciendo ejercicios de fuerza y de agilidad, la joven, entusiasmada, quiso besar al insecto, que se deslizó corriendo sobre su rostro. Entonces Yvette lanzó un grito penetrante, como si se viera amenazada de un gran peligro, y con gestos de terror se golpeaba las mejillas para espantar a la bestezuela. Servigny, riendo estrepitosamente, la cogió sobre la sien, cerca de los cabellos, y puso en el mismo lugar donde hizo su presa un beso prolongado, sin que Yvette se apartara.
     Luego dijo ella, incorporándose:
     —Me gusta más que una novela este libro. Vamos a La Rana; ya es hora.
     Llegaron a la parte de la isla cultivada como un parque y sembrada por árboles inmensos. Muchas parejas amorosas llegaban a la orilla del río, bajo el espeso follaje. Mujeres públicas y jóvenes libertinas, obreras con sus amantes, que iban en mangas de camisa, con la chaqueta al brazo y el sombrero echado hacia atrás, con expresión de fatiga y borrachera; burgueses humildes con sus familias, emperejiladas las mujeres Y con la ropa de los domingos, y saltando las criaturas como una pollada en torno de sus padres.
     Un rumor lejano y continuo de voces humanas, un clamor sordo y regañón, anunciaba la proximidad del establecimiento preferido por los bateleros.
     Una inmensa barcaza, provista de un techo, amarrada en la orilla, sostenía una muchedumbre de mujeres y hombres bebiendo, sentados alrededor de las mesas, en pie, gritando, cantando, chillando, bailando, saltando al compás de un piano quejumbroso, desafinado, estridente como una matraca. Rollizas mozas de cabellos rojos lucían por delante y por la espalda la doble provocación de sus pechos y de sus caderas, yendo y viniendo, con los ojos encandilados, los labios rojos, casi borrachas y diciendo obscenidades.
     Otras bailaban como locas, emparejadas con mozalbetes casi desnudos, pues no llevaban más que pantalón de hilo y camiseta de algodón, cubriéndose la cabeza con gorras de colores, como los jockeys.
     Y olía todo aquello a sudor y polvos de arroz, emanaciones de perfumería ordinaria y de sobacos.
     Los bebedores, alrededor de las mesas, tragaban líquidos blancos, amarillos, verdes, y gritaban y vociferaban sin motivo, cediendo a una violenta necesidad de alborotar, a un brutal placer de sentirse las orejas y el cerebro aturdidos.
     A cada instante, un bañista, sobre el cobertizo, se arrojaba al agua, salpicando a los más próximos y lanzando gritos salvajes.
     Y numerosas embarcaciones cruzaaban el río. Canoas largas y estrechas volaban, deslizándose a fuerza de remos impulsados por brazos desnudos y fibrosos. Las bateleras, vestidas de azul o de rojo, con sombrillas rojas o azules también, se recostaban en sus asientos a popa, inmóviles, adormecidas.
     Embarcaciones más pesadas iban despacio, llenas de gente. Un colegial bromista, queriendo lucirse, remaba con movimientos de aspa de molino, tropezando con todas las canoas, cuyos tripulantes le insultaban, poniendo en peligro de ahogarse a dos nadadores; luego se alejaba rápidamente, perseguido por las voces de la muchedumbre amontonada en el café flotante.
     Yvette, entusiasmada, confundiéndose del brazo de Servigny, entre aquel público ruidoso y vario, parecía satisfecha de tantos apretones maleantes, contemplando a las mozas con ojos compasivos y serenos.
     —Mire usted, galán, qué bonito pelo tiene aquélla. Parece que se divierten mucho todas.
     Cuando el pianista—un batelero vestido de rojo y cubierto con un colosal sombrero de paja—empezó un vals, Yvette se agarró bruscamente a su compañero por la cintura y comenzaron a bailar vertiginosamente; y tantas vueltas dieron, y tanto se mantenían infatigables, que ya todos los miraban. Los bebedores, en pie sobre las mesas, llevaban el compás golpeando en la tabla; otros, con los vasos, y el músico, como si se hubiera vuelto loco, golpeaba las teclas de marfil con el puño cerrado, moviendo todo el cuerpo y balanceando rápidamente la cabeza, cubierta de un inmenso quitasol.
     De pronto, se detuvo, echándose al suelo, como hubiera muerto de fatiga. Una risotada vibró en los ámbitos del café, y todos aplaudieron.
     Cuatro amigos se precipitaron sobre la supuesta víctima, como suele ocurrir en los accidentes, recogiendo a su camarada, llevándolo uno por cada remo, después de colocar sobre su cuerpo el sombrerazo enorme que le servía de tienda.
     Un guasón se unió al grupo entonando el De profundis, y casi todos formaron filas detrás, recorriendo los paseos del parque, arrastrando en el séquito a cuantos hallaban a su paso. Yvette seguía también, satisfecha, riendo con toda su alma y hablando con todo el mundo, enloquecida por el movimiento y por el ruido. Algunos jóvenes la miraban fijamente, acercándosele mucho, encendidos, como si olfatearan, como si quisieran comérsela con los ojos; y Servigny temía ya que terminase de mala manera la broma.
     La procesión seguía y aceleraba su marcha, porque los cuatro que llevaban al pianista iban casi al trote, seguidos por la muchedumbre bulliciosa. Pero de pronto, se dirigieron a la orilla del rio, detuviéronse junto al agua, y, balanceando a su compañero, lo dejaron caer al Sena.
     Un inmenso grito de loco entusiasmo salió de todas las gargantas, mientras el pianista, desagradablemente sorprendido, escupía, tosía, juraba, renegaba, y hundido en el fango, esforzábase por ganar la orilla.
     El sombrero que fué arrastrado por la corriente, lo recogió una barca.
     Yvette saltaba de alegría, batiendo palmas y repitiendo:
     —¡Ah, galán, qué divertida estoy! ¡Qué divertida estoy!
     Servigny la observaba, serio, algo cohibido, algo desencantado al verla tan a gusto entre aquella canalla. Un instinto se revelaba en él, un instinto de superioridad que un hombre bien nacido no pierde nunca, ni cuando se abandona más; un instinto que rechaza las familiaridades viles y los contactos puercos.
     Y pensaba:
     —¡Canastos! Lo lleva en la masa de la sangre.
     Y sentía deseos de tutearla, como la tuteaba mentalmente, como se tutea de improviso a las mujeres que son de todos. Apenas la distinguía de las vulgares criaturas de cabellos rojos que allí los codeaban gritando, con voces enronquecidas, frases obscenas. Corrían entre la muchedumbre; las frases puercas, cortas y sonoras, parecían revolotear sobre sus cabezas, nacidas allí como las moscas en un estercolero. No molestaban ni sorprendían a nadie. Yvette no las había extrañado siquiera.
     —Galán, quiero bañarme —dijo—vamos a nadar.
     El contestó:
     —Lo que usted diga.
     Y se acercaron al despacho para tomar unos trajes de alquiler. Estuvo lista primero y le aguardó en la orilla, sonriente, bajo todas las miradas. Después entraron juntos en el agua templada.
     Ella nadaba, satisfecha, gozosa, estremeciéndose de placer con las caricias del agua, levantando los brazos como si de un solo impulso quisiera lanzarse a la orilla. Servigny la seguía difícilmente, fatigándose, disgustado al sentirse vencido. Ella moderó su marcha, y luego, saltando bruscamente con los pies juntos, quedó tendida sobre el agua, los brazos cruzados, y los ojos fijos en el cielo azul. Servigny contemplaba la línea ondulosa de su cuerpo sobre la superficie del río, los pechos duros, mostrados a través de la tela mojada, su forma perfecta y sus pezones muy salientes, y el vientre y el muslo de curvas admirables, las pantorrillas desnudas y el pie diminuto.
     Veíala del todo, como si se mostrara expresamente para tentarle, para ofrecérsele, para burlarse de nuevo, y la deseaba con un ardor apasionado, rendido. Yvette volvió a ocultarse, nadando, mirándole y riendo, diciéndole:
     —Tiene usted una bonita cabeza.
     Servigny se sintió molestado por esta broma, y con la cólera maligna de un enamorado escarnecido, cediendo torpemente a un confuso instinto de venganza, un deseo mayor de humillar y de herir que de guardarse y defenderse, preguntó:
     —¿Le gustaría mucho a usted esta vida?
     Ella, con ingenuidad, repuso:
     —¿Qué vida?
     —¡Vamos! No se haga la tonta; ya sabe lo que le digo.
     —Palabra de honor, que no lo sé.
     —Aquí acaba la comedia, ea, ¿Quiere o no quiere usted?
     —No entiendo.
     —¡Bah! No es usted tan simple. Además, el otro día lo hablamos.
     —¿Qué? No recuerdo.
     —Que yo adoro en usted.
     —¿Sí?
     —De veras.
     —¡Qué guasa!
     —Lo juro.
     —Falta que lo pruebe.
     —¡No deseo ya otra cosa!
     —¿Qué?
     —Probarlo.
     —A ello, pues.
     —No me decía usted tanto ayer tarde.
     —No me propuso usted nada.
     —¡Qué simpleza!
     —Y, además, no es a mí a quien debe usted diriglrse.
     —¡Qué gracia! ¿Pues a quién?
     —A mamá.
     Servigny rió estrepitosamente.
     —¿A su mamá? No. ¡Es demasiado!
     Yvette se puso de pronto muy sería, mirándole fíjamente.
     —Oiga usted, Servigny: si me quiere para casarse conmigo, digáselo a mamá; luego hablaremos nosotros.
     El creyó que la niña se burlaba, y rabioso, dijo:
     —Señorita, me confunde usted..., con otro.
     Ella guardó silencio, clavando en él sus ojos claros.
     Después de breves dudas, le dijo:
     —Tampoco ahora le comprendo a usted.
     Entonces él, vivamente, con algo de brusquedad y de malicia en sus entonaciones, añadió:
     —Yvette; ya es tiempo de que acabe una farsa ridícula que dura demasiado Está usted jugando a la niña inocente, y ese papel ya no le sienta, créame usted. Sabe de sobra que no podemos tratar seriamente de casamiento usted y yo..., sino de amor. Digo que adoro en usted y es la verdad; lo repetiré mil veces: adoro... y deseo. No haga usted niñerías porque me comprende, y no soy digno de que me trate como a un tonto.
     Estaban en pie, metidos aún los dos en el agua, frente a frente, sosteniéndose con pequeños movimientos de los brazos. Ella quedó algunos instantes inmóvil, como si no pudiera decidirse a penetrar el sentido de aquellas frases; después se ruborizó hasta los cabellos, y sin contestar palabra se dirigió a la orilla nadando con toda su fuerza, precipitadamente. Y no pudiendo alcanzarla, él se ahogaba siguiéndola.
     La vio salir del agua, recoger su toalla y entrar en su caseta sin volver los ojos.
     El tardó algo en vestirse, muy perplejo acerca de lo que había dicho, Imaginando si debía excusarse o insistir.
     Cuando Servigny salió, Yvette se había ido sola. El regresó lentamente, ansioso y turbado.
     La marquesa, del brazo de Laval, paseaba por el jardín y viendo llegar a su amigo, le dijo con el dulce abandono que guardaba desde la víspera:
     —Ya les dije que no es prudente salir con tanto calor. Yvette se ha sofocado y tuvo que acostarse. Ha venido como una amapola, ¡pobre criatura!, con una jaqueca terrible. Habrán estado al sol, habrán hecho locuras. ¡Quien sabe!.. Usted es tan irreflexivo como ella.
     La muchacha no bajó al comedor, y cuando le dijeron que le llevarían a su cuarto la comida, les respondió que no tenía ganas, que se había encerrado y que la dejasen tranquila.
     
     ***
     
     Servigny se marchó con Laval en el tren de las diez, prometiendo repetir la visita el jueves próximo. Y la marquesa se quedó junto a la ventana para soñar en sus amores, oyendo lejana la música del baile de los bateleros, que interrumpía el solemne silencio de la noche.
     Arrastrada por el amor y para el amor, sentía repentinas ternuras que la invadían como una enfermedad. Esas pasiones la dominaban bruscamente, la poseían por completo, la enloquecían, la enervaban o la abrumaban, según ofrecieran un carácter exaltado, violento, dramático o sentimental.
     Era una de esas mujeres nacidas para amar y para ser amadas. Procedente de una humilde familia, se encumbró a la sombra de la galantería que profesaba, ignorante casi de lo que hizo y obrando instintivamente, por natural disposición: aceptaba el dinero como las caricias, sencillamente, sin distinguir, empleando su pericia de una manera inconsciente, como lo hacen los animales para satisfacer las obligaciones de su existencia. Muchos hombres llegaron a su lecho sin hacerle sentir ninguna ternura, sin que tampoco le inspirasen repugnancia sus caricias. Admitia ciertos tratos con sosegada indiferencia, como se come viajando lo que ofrecen diversas cocinas, porque hay que vivir. Pero, de cuando en cuando, su corazón o su carne se enardecian, y entonces se apasionaba profundamente durante semanas o meses, según las condiciones fisicas y morales del amante. Aquéllos eran los momentos deliciosos de su vida. Entregaba todo su cuerpo, toda su alma, con arrebato, con éxtasis. Se sumergía por completo en su amor, como el suicida se sumerge en el rio para dejarse arrastrar y ahogarse, dispuesta siempre a morir. Pero de gozo, enloquecida, embriagada, infinitamente dichosa. Cada vez imaginaba que nunca sintió un deleite parecido, y se hubiera asombrado si le recordasen el número de amantes diferentes que la hicieron delirar muchas noches mientras contemplaba las estrellas.
     Laval la había cautivado, esclavizando el cuerpo y el alma de la la marquesa. Pensaba en él, acariciada por su imagen y por su recuerdo, en la exaltación tranquila del placer satisfecho, de la dicha presente y segura.
     Un ruido que sintió a su espalda le hizo volver la cabeza. Yvette entraba, con el mismo traje que llevó por la tarde, pálida y encandilados los ojos como después de grandes fatigas. 
     Se apoyó en el alféizar de la ventana, frente a su madre.
     —Tenemos que hablar—le dijo.
     La marquesa la miró sorprendida. La quería con egoísmo de madre, satisfecha de la belleza de la muchacha, como de una fortuna, sintiéndose aún bastante apetecible para no hallarse celosa, demasiado indiferente para reflexionar los proyectos que se la imponían, demasiado sutil para desconocer sus conveniencias.
     Respondió:
     —Ya te oigo, hija mia: ¿qué sucede?
     Yvette clavaba en su madre los ojos como para leer en el fondo de su alma, pensando sorprender todas las sensaciones que producirían sus palabras.
     —Ha sucedido una cosa extraordinaria.
     —¿Cuál?
     Servigny me ha dicho que me quiere.
     La marquesa oía con inquietud. Pero como Yvette no dijo más, preguntó:
     —Y ¿cómo te ha dicho eso? Explícate.
     La niña, sentándose a los pies de su madre en una postura cariñosa que le era familiar, le cogió las manos, añadiendo:
     —Ha dicho que pensaba casarse conmigo.
     La señora Obardi, haciendo un movimiento brusco de asombro, exclamó:
     —¿Servigny? ¡Estás loca!
     Yvette no apartaba la vista del rostro de su madre, queriendo espíar su pensamiento y su sorpresa. Entonces, le preguntó gravemente:
     —¿Por qué me llamas loca? ¿Por qué Servigny no puede casarse conmigo?
     La marquesa, turbada, balbució:
     —Te has equivocado; eso no es posible. Habrás oído mal; interpretarías mal una frase. Porque Servigny es demasiado rico para pretenderte... Demasiado..., demasiado..., parisiense, para casarse.
     Yvette se había puesto en pie lentamente, y añadió:
     —Pero si me quiere como dice...
     Su madre, impaciente, murmuraba:
     —Te creí bastante avisada, bastante instruida en las cosas del mundo, para que te preocupasen ciertas ilusiones... Servigny es un calavera, un egoísta. De casarse, lo hará con una mujer de su categoría y de su fortuna. Si te habló de matrimonio... fué..., fué por...
     La marquesa no atreviéndose a descubrir su sospecha, calló un instante, interrumpiéndose, y exclamando al fin:
     —¡Vaya! Déjame tranquila y acuéstate.
     La muchacha, como si ya supiera todo lo que deseaba saber, contestó dócilmente:
     —Si, mamá.
     Besó en la frente a su madre, y se retiró con mucha calma.
     Cuando estaba ya en la puerta,  la marquesa dijo:
     —Y ¿cómo sigues de tu insolación?
     —Aquello no era nada, no tuve nada. Sólo esta idea...
     —Ya lo trataremos otro día. Entre tanto, procura no quedarte sola con él en algún tiempo; convéncete de que no, se casará contigo; no lo dudes; él sólo quisiera…, comprometerte. No encontró otra palabra más oportuna para expresar su pensamiento.
     Yvette se retiró a su cuarto. La señora Obardi se entregó de nuevo a sus divagaciones…
     
     ***
     
     Gozando muchos años de una quietud amorosa y opulenta, procuraba rehuir todo pensamiento que pudiera preocuparla, inquietarla o entristecerla. Jamás quiso preguntarse qué seria de Yvette; siempre seria tiempo de reflexionarlo cuando llegara el momento dificultoso. Su instinto de cortesana, le hizo comprender que su hija sólo podría casarse con un hombre rico y aristócrata por una casualidad venturosa, por una sorpresa de amor violento, como las que algunas veces sentaron a aventureras en los tronos. Con eso no contaba, ni ponía en juego los medios que pudieran conseguirlo, muy ocupada con asuntos propios, para combinar proyectos que no la concernían directamente.
     Yvette sería, sin duda, como su madre, una mujer galante, ¿por qué no? Pero jamás la marquesa se decidió a pensar cuándo ni cómo aquello sucedería.
     Y hete ahí que la muchacha, de pronto, sin preparación, le hacía una de las preguntas incontestables, obligándola repentinamente a tomar una actitud en un asunto difícil, muy delicado, muy peligroso en todos los conceptos, perturbador de su conciencia, de la conciencia que se debe mostrar cuando se trata de una hija, y de tales cosas.
     Tenía demasiada astucia natural, astucia soñolienta, pero no dormida, para engañarse ni un fomento acerca de las intenciones de Servigny; conocía bastante a los hombres por experiencia, y, sobre todo, a los hombres de aquella raza. Por eso desde las primeras palabras de Yvette pensaba sin querer:
     «Pero ¿cómo habrá usado ese recurso viejo, él, malicioso, calavera, hombre muy hecho al trato de mujeres? ¿Qué decidiría? Y ¿cómo prevenir a la muchacha? ¿Cómo decírselo más claramente? ¿Cómo defenderla? Porque podía también abandonarse a sentímentalismos inconvenientes. ¿Hubiérase creído jamás que Yvette estuviera tan inocente de todo, tan poco enterada de lo que veía, que fuese tan poco maliciosa?»
     Y la marquesa, confusa, cansada ya de reflexionar, buscaba inútilmente una solución, porque el caso le parecía muy comprometido.
     Eludiendo preocupaciones molestas, pensó:
     «¡Bah! Los vigilaré mucho, de cerca, y resolveré según las circunstancias. Si es preciso, hablaré a Servigny, que me comprenderá fácilmente con media palabra.»
     No pensó qué le diría, ni qué pudiera él responder, ni qué género de inteligencia era posible que se afirmara entre ambos, pero satisfecha de haberse tranquilizado, sin haber tenido que tomar una resolución, volvió a extasiarse con el recuerdo del arrogante Laval, y con los ojos fijos en las profundidades vagas de la noche, contemplando la hermosa claridad que se cernía sobre París lejano, lanzó dos besos en la sombra, sin darse cuenta de lo que hacía, y con voz trémula y ahogada, como si hablase aún con el amante, murmuró:
     —¡Te amo! ¡Te amo!
     
     V
     
     Yvette no dormía. Como su madre se asomaba a la ventana de su cuarto, abierta de par en par, y lloraba: eran las primeras lágrimas tristes que arrasaron sus ojos.
     Hasta entonces había vivido, se había educado en la confianza expansiva y serena de la dichosa juventud. ¿Por qué se preocupaba, reflexionaba, indagaba? qué no había de ser ella una joven como las otras? ¿Por qué una duda, un temor, una terrible sospecha la desconsolaban?
     Parecía saberlo todo porque hablaba de todo, porque adoptaba la entonación, las maneras, las atrevidas palabras de lás personas que vivían a su alrededor. Pero no sabía mucho más que una criatura educada en un convento; sus audacias de frase no procedían de su pensamiento, sino de su memoria, de la facultad de imitación y de asimilación que tienen las mujeres, y de su razonamiento.
     Hablaba de amor como el hijo de un pintor o de un músico puede hablar a los diez años de música o de pintura. Sabía, o más bien sospechaba, qué clase de misterio se cubría con ese nombre—demasiadas bromas había oído acerca del particular para que su inocencia no las hubiese sospechado—; pero ¿cómo deducir de aquello que todas las familias no eran como la suya?
     Besaban las manos de su madre con respeto aparente; los amigos que iban a verlas ostentaban titulos de nobleza; todos eran o parecían ricos; todos nombraban familiarmente a príncipes de sangre real. Hasta dos hijos de reyes fueron algunas veces de noche a casa de la marquesa, ¿Cómo sospechar de todo esto?
     Además, Yvette era, por temperamento, inocente. No indagaba ni olfateaba como su madre. Vivía tranquila, demasiado satisfecha de vivir para inquietarse de aquello que pudiera parecer sospechoso a naturalezas más reflexivas, más recelosas, menos expansivas y menos triunfantes.
     Pero de pronto Servigny, con algunas palabras cuya brutalidad ella sentia sin comprenderlas, despertaba una inquietud súbita, inexplicable al principio, y luego convertida en aprensión atormentadora.
     Habia vuelto a casa, huyendo tres, como una bestia herida; herida en realidad bárbaramente por las palabras que repetía, para comprender todo lo que significaban, todo su alcance: «No podemos tratar seriamente de casamiento sino.., de amor.»
     ¿Qué significaba esto? Y ¿por qué tal injuria? ¿Ignoraría ella sin duda un secreto vergonzoso? ¿Lo ignoraría ella sola? Pero ¿qué podía ser? Y se aterraba pensándolo, como quien descubre una infamia oculta, la traición de un ser amado, un desastre del corazón que abruma y enloquece.
     Había meditado, reflexionado, investigado; llorado; había mordido en todos los temores y en todas las sospechas. Luego, su gran alma juvenil y alegre recobraba la serenidad combinando una simple aventura, una situación anormal y dramática zurcida con todos los recuerdos de novelás poéticas y sentimentales que había leído. Recordaba peripecias conmovedoras, relaciones tiernas y sombrías, revolviéndolas con su propia historia, embelleciendo el misterio, adornando su vida.
     No se desconsolaba ya; soñando plácidamente, descorría velos, imaginaba complicaciones inverosímiles, mil cosas singulares, terribles, seductoras, a lo menos por su extrañeza.
     ¿Sería tal vez la hija natural de un príncipe? Su pobre madre, seducida y abandonada, hecha marquesa por un rey, acaso por el rey de Italia, pudo tener que huir ante la indignación de su familia...
     También era posible que fuese una criatura abandonada por sus padres, muy nobles y muy ilustres, fruto de un amor clandestino, recogida por la marquesa, que la crió y educó.
     Y otras muchas imaginaciones cruzaban su pensamiento. Las aceptaba o las rechazaba caprichosamente. Se enternecía compadecíéndose, dichosa en el fondo y también triste; sobre todo, satisfecha de verse convertida en una especie de personaje de novela, y creyéndose obligada en lo sucesivo a mostrarse adoptando actitudes nobles, dignas de su raza. Pensaba en el papel que tendría que desempeñar según se ofrecieran los acontecimientos. Vagamente veía el personaje que le tocaba representar como una creación de Scribe o de Jorge Sand, un compuesto de sacrificio, abnegación, dignidad, grandeza de alma, ternura y bonitas frases. Su naturaleza veleidosa se alegraba casi de la nueva situación.
     Estuvo toda la tarde pensando qué debía resolver, buscando estratagemas para sonsacar a la marquesa la verdad.
     Y cuando llegó la noche, favorable a las situaciones trágicas, había combinado un engaño sencillo y sutil para conseguir lo que se prometía:  decir bruscamente a su madre que Servigny la pidió en matrimonio.
     Sorprendida la señora Obardi con esta nueva, de seguro dejaría escapar alguna palabra o alguna exclamación que arrojase luz sobre las dudas de la muchacha.
     Yvette realizó su proyecto.
     Esperaba una explosión de asombro, una expansión de amor, una confidencia llena de gestos y lágrimas.
     Pero la señora Obardi, lejos de mostrarse devorada ni sorprendida, mostró cierto cansancio; y en la expresión aburrida, turbada y descontenta de. su madre, comprendió la niña que no era prudente insistir; despertaron de pronto en ella toda la astucia, la malicia y la perversidad femeninas, indicándola que sería de otra naturaleza el misterio, doloroso de averiguar, y más oportuno descubrirlo a solas. Por eso volvió a su cuarto con el corazón oprimido, el alma dolorida, y abrumada por la sospecha de una desdicha verdadera, sin saber con precisión por qué ni de dónde procedían estas emociones. Y lloraba con los codos apoyados en el alféizar de la ventana.
     Lloró mucho tiempo, sin pensar ya en nada, sin esforzarse para descubrir algo más, y poco a poco el desfallecimiento la vencía. Cerraba los ojos, amodorrábase algunos minutos con el sueño pesado de las personas fatigadas que no tienen resolución para desnudarse y acostarse, y entrecortado por sacudidas bruscas, cada vez que la cabeza resbala entre las manos.
     No se acostó hasta que aparecieron los primeros resplandores del día, y el frío matinal, helando su cuerpo, la obligó a cerrar la ventana.
     Y, durante dos días, conservó una actitud reservada y melancólica. Un trabajo de reflexión, incesante y rápido, la transformaba; y acostumbróse a espiar, adivinar y razonar. Una claridad, vaga todavía, la hizo ver de un modo nuevo a su alrededor los hombres y las cosas; y nacía en ella una suspicacia contra todos, contra todo lo que había creído, contra su madre. Hizo en esos dos días infinitas suposiciones. Examinó todas las posibilidades, arrojándose a las resoluciones más extremas con el ímpetu de su temperamento variable y desmedido. El miércoles determinó su plan, toda una regla de conducta y un sistema de espionaje. Se levantó el jueves por la mañana con la intención de ser más redomada que un policía, y prevenida para luchar con todo el mundo.
     Hasta se resolvió a tomar por divisas estas palabras: «Yo sola», y trató, durante más de una hora, de qué modo podría disponerlas para que hiciesen buen efecto, grabadas en derredor de sus iniciales, en su papel de cártas.
     Laval y Servigny llegaron a las diez. La muchacha les tendió la mano con reserva, pero sin turbación, y familiarmente dijo:
     —Buenos días, galán. ¿Cómo le va?
     —Bien, señorita; ¿y a usted?
     Servigny la observaba pensando: «¿Qué nueva comedia quiere representarme?»
     Habiéndose apoyado la marquesa en el brazo de Laval, Servigny ofreció el suyo a Yvette y dieron un paseo por el jardín, apareciendo y desapareciendo a cada instante detrás de los macizos de verdura y de los grupos de árboles.
     Yvette se mostraba prudente y reflexiva; con los ojos bajos, mirando las piedrecillas del suelo, escuchando poco a su acompañante y contestándole apenas.
     De pronto le preguntó:
     —¿Es usted verdaderamente amigo mío?
     —Ya lo creo, señorita.
     —¿Verdaderamente? ¿Con toda sinceridad?
     —Sí; con toda mi alma y con toda mi vida.
     —Pero ¿hasta el punto de no mentirme, de no engañarme ni una sola vez?
     —Ni... dos veces, cuando sea preciso.
     —¿Hasta el punto de confesarme la verdad, la torpe verdad toda entera?
     —Sí.
     —Bueno. ¿Qué piensa usted, qué juicio tiene del príncipe Kravalov?
     —¡Ah! ¡Diablo!
     —¿Se tomá usted el tiempo necesario para inventar una mentira?
     —No, pero rebusco las palabras para que sean oportunas del todo. El príncipe Kravalov es un ruso, un verdadero ruso, que habla en ruso, que ha nacido en Rusia, que acaso tuvo un pasaporte para venir a Francia y que no tiene más de falso que su nombre y su titulo.
     Ella le miró a los ojos con fijeza.
     —¿Quiere usted decir que es...? 
     El dudó; luego, resueltamente, dijo:
     —Un aventurero, señorita.
     —Gracias. Y el caballero Valreali, ¿no vale más, ciertamente?
     —Usted lo ha dicho.
     —¿Y el señor de Belvigne?
     —Ya es otra cosa. Es un hombre de mundo..., un provinciano distinguido y noble…, hasta cierto punto. Pero un poco estragado... 
     —¿Y usted?
     A esta pregunta respondió Servigny de corrido:
     —Yo soy lo que se llama un trueno, un hijo de buena familia y un hombre de buen talento, que lo ha derrochado haciendo frases ingeniosas; que tenía una salud robusta y la perdió en locuras, que podía ser algo en el mundo y sólo es un calavera. Me queda bastante dinero y práctica de la vida; una carencia de preocupaciones casi completa, un desprecio profundo por los hombres y acaso también por las mujeres, una muy arraigada convicción de mi absoluta inutilidad y una gran tolerancia por la canallería general. Tengo ráfagas de noble franqueza como usted puede observar, y soy capaz de mentir cuando conviene. Con estos defectos y estas cualidades quedo a sus órdenes, Yvette, moral y físicamente. para que disponga usted de mí a su antojo.
     Ella no reía, escuchaba seriamente, analizando las frases y las intenciones. Luego preguntó:
     —¿Qué piensa usted de la condesa de Lammy?
     El contestó vivamente:
     —Le ruego que me permita reservar mis opiniones acerca de las mujeres.
     —¿No me dirá lo que piensa de ninguna?
     —De ninguna.
     —Eso es decirme que las juzga usted muy mal a todas. Veamos, busque usted. ¿No hay una excepción siquiera?
     Servigny sonrió irónicamente con la insolencia que pocas veces ocultaba y con la brutal audacia que para él era una fuerza, un arma, dijo:
     —Siempre se hace una excepción de los presentes.
     Ella se ruborizó un poco, preguntándole con mucha calma:
     —¿No puedo saber lo que piensa usted de mi?
     —¿Usted lo exige? Sea. Veo en usted una persona de gran sentido y de gran práctica. Si le parece a usted mejor, de gran sentido práctico, que domina perfectamente su juego, que sabe divertir a las gentes, ocultar sus intenciones, tender sus lazos y que aguarda sin impacientarse los sucesos.
     Yvette preguntó:
     —¿Eso es todo?
     —Todo.
     Entonces ella dijo con mucha gravedad:
     —Yo haré que mude usted de opinión.
     Y se acercó a su madre, que andaba a pasos menudos y con la cabeza inclinada, con ese abandono particular de los que, paseándose, hablan en voz muy baja de cosas intimas y dulces. Avanzando poco a poco, hacía rayas en la arena, letras acaso, con la contera de su sombrilla y hablaba sin mirar a Laval; hablaba seguido, lentamente, apoyándose mucho en su brazo, apretada contra él. Yvette, de pronto, fijó los ojos en ella, y un presentimiento, una sospecha tan vaga que no llegó a formularse, más bien una sensación de duda, cruzó su espíritu como cruza la tierra la sombra de una nube arrastrada por el viento.
     La campana avisó para el almuerzo, que fué silencioso, casi lúgubre.
     En el espacio azul se fraguaba una tormenta. Nubes grandes, inmóviles, parecían aguardar en acecho, limitando el horizonte, mudas, pesadas, amenazadoras.
     Cuando hubieron tomado el café en la terraza, la marquesa preguntó:
     —Oye, hijita, ¿vas a salir hoy también con Servigny? La tarde convida.
     Yvette lanzó a su madre una mirada profunda; fué un momento nada más, porque inmediatamente dirigió hacia otra parte la vista, y dijo:
     —No, mamá; hoy no saldré de casa.
     La marquesa, contrariada, insistió:
     —Vete a dar un paseo, hija mía; te conviene mucho andar.
     Entonces Yvette dijo bruscamente:
     —No, mamá; hoy no pienso salir de casa; ya sabes el motivo, puesto que anoche te lo dije.
     La señora Obardi no lo recordaba ya, embebecida en el deseo de quedar sola con Laval. Se ruborizó, se turbó, inquietándose por si misma, no sabiendo cómo podría procurarse una o dos horas de absoluta libertad.
     —Es verdad; lo había olvidado; tienes razón. Tengo la cabeza perdida.
     La muchacha, cogiendo una labor de bordado que llamaba «la salud pública» y en la cual trabajaba seis o siete veces al año en los días de calma chicha, se sentó junto a su madre, mientras los dos hombres, a horcajadas en sillas de tijera, fumaban sus cigarros.
     El tiempo transcurría en una conversación perezosa y mortecina. La marquesa, impaciente, lanzaba sobre Laval rayos de pasión, clavando en él sus ojos, buscando un pretexto para separarse de su hija. Comprendió al fin que no conseguiría su propósito y, no sabiendo qué recurso adoptar, dijo:
     —Sepa usted, señor duque de Servigny, que no consentiré que se vayan esta noche. Quiero que almorcemos juntos mañana, en el restaurante Fournaise, de Chatou.
     Comprendiendo la femenil astucia, sonriendo, contestó:
     —Estamos a sus órdenes, marquesa.
     Y la tarde avanzaba lenta, perezosamente, bajo los preparativos de tempestad.
     Llegó la hora de comer. El cíelo se cubrió de nubes lentas y pesadas. Ni un soplo de aire refrescaba el ambiente.
     La comida fué silenciosa. Una molestia, una turbación, una especie de temor vago parecía enmudecer a los dos hombres y a las dos mujeres.
     Cuando terminaron, siguieron en la terraza, hablando poco y  con largos intervalos de silencio. y la noche cerraba, terriblemente bochornosa. De pronto, rasgó el horizonte una inmensa línea de fuego, que iluminó con claridad alucinadora y amarillenta los cuatro rostros que ya se hallaban hundidos en la sombra. Luego un ruido lejano, un ruido sordo y débil, semejante al rodar de un coche por un puente, cruzó la tierra, y parecía que el calor aumentaba, que la atmósfera se hacía más densa y el silencio de la noche más profundo.
     Yvette se levantó y dijo:
     —Me voy a la cama, la tormenta me hace daño.
     Y ofreciendo la frente a su madre y las manos a los dos amigos, se retiró.
     Como su habitación caía sobre la terraza, las boj as de un gran castaño que había frente a la puerta se iluminaron de pronto con una verde claridad. Servigny fijó los ojos en aquel reflejo pálido, en el cual parecíale, de cuando en cuando, ver cruzar una sombra. pero pronto la luz se apagó. La señora Obardí, suspirando profundamente, dijo:
     —Mi hija se ha acostado ya.
     Servigny se levantó.
     —Yo pienso hacer otro tanto.marquesa, con su permiso.
     Le besó la mano que ella le ofrecía y se retiró.
     La señora Obardi quedaba sola con Laval. Se enlazaban, se oprimían; luego, aunque. trató el tunante de evitarlo, ella se arrodilló a sus pies, murmurando:
     —Quiero contemplarte a la luz de las estrellas.
     Pero Yvette, después de apagar la bujía, volvió a la ventana con los pies descalzos, deslizándose como una sombra, y escuchaba, roída por una sospecha dolorosa y confusa.
     No podía verlos hallándose sobre el mismo techo de la terraza. Oía solamente un susurro de voces, y su corazón palpitaba con tal violencia, que llenaba de murmullos sus oídos. Una ventana se cerró en el. piso de más arriba. Esto la hizo suponer que Servigny había subido. Su madre quedaba sin duda sola con el otro.
     Un segundo relámpago, rasgando el cielo, hizo surgir por un instante la campiña, que Yvette conocia bien, inundándola de una claridad violada y siniestra, y vio e1 río, de color de plomo fundido, como los ríos que se imaginan en los paises fantásticos. Al mismo tiempo, una voz decía en la terraza:
     —¡Te adoro!
     Nada más oyó. Un extraño temblor había estremecido todo su cuerpo, y su espíritu flotaba en una turbación espantosa. 
     Un silencio abrumador, infinito, que parecía el silencio eterno, pesaba sobre la tierra. Yvette respiraba difícilmente; le oprimía el pecho algo desconocido y horrible. Otro nuevo relámpago brilló en el espacio, iluminando el horizonte un instante. Después otro, y otro más. 
     Y la misma voz, exaltándose, repetía:
     —¡Oh! ¡Cómo te adoro! ¡Cómo te adoro! 
     Yvette reconoció entonces aquella voz; no había duda; era la voz de su madre. 
     Una gruesa gota cayó sobre su frente y se agitaron las hojas del castaño, estremecidas por la lluvia. 
     Luego se produjo un rumor lejano, un rumor confuso, que se acercaba, semejante al bramido del viento entre los árboles. Era un chubasco azotando la tierra, el rio, los árboles. En pocos minutos, el agua chorreaba por todas partes, la cubría, la salpicaba, la empapaba como un baño; Yvette no apartó. Pensaba sólo en lo que ocurría en la terraza. 
     Los oyó que se incorporaban, que subían a sus habitaciones, y se cerraron algunas puertas, y la niña, obedeciendo a una curlosidad irresistible que la enloquecía el y la torturaba, salió a la escalera, y abriendo con tiento la puerta del jardin, salió, azotada por la lluvia furiosa, para ocultarse tras un macizo de verdura y mirar desde allí las ventanas. 
     En una veía luz: en la de su madre. Y, de pronto, aparecieron dos sombras en el cuadro luminoso; estaban muy juntas; luego se acercaron más aun, confundiéndose al fin en una sola, y a la luz de un relámpago, que proyectó sus resplandores en la fachada, Yvette vio a los dos enamorados besándose, unidos apasionadamente.
     Sin reflexionar, sin saber lo que hacía, lanzó un grito, una voz potente: «¡Mamá!», como se grita para prevenir a cualquiera de un peligro mortal.
     Su grito desesperado se perdió entre los repiqueteos de la lluvia, pero los amantes se apartaron uno de otro, inquietos. Y una de las sombras desapareció, mientras la otra se esforzába por descubrir algo entre las negruras del jardín.
     Entonces, temiendo que la sorprendiesen, temiendo la presencia de su madre, Yvette corrió a la casa y subió precipitadamente la escalera, dejando tras de si un reguero de agua que corría de escalón en escalón. Se encerró por dentro y decidió no abrir para nadie la puerta de su cuarto.
     Sin quitarse la ropa empapada y pegada a sus carnes, cayó de rodillas, uniendo las manos, implorando en su aflicción algún remedio sobrehumano, algún socorro misterioso del Cielo, esa desconocida ayuda que reclaman los atribulados en las horas de llanto y desesperación.
     Los relámpagos iluminaban frecuentemente con reflejos lívidos el cuarto, y ella se veía en el espejo, con los cabellos en desorden, chorreando y con tan dolorosas apariencías que no se reconocía. 
     Estuvo así mucho tiempo; tanto, que cesó la tempestad sin que se diese cuenta.
     
     VI
     
     No llovía. Una tenue claridad inundó el cielo aún oscurecido por las nubes, y una frescura tibía, deleitosa, deliciosa, una frescura de hierba y de hojas humedecidas entró por la ventana abierta.
     Yvette se puso en pie, se quitó las ropas empapadas y frías y, sin pensar siquiera en lo que hacía, se metió en la cama. Quedó así con los ojos fijos en las claridades del naciente día. Luego lloró de nuevo, reflexionando.
     ¡Su madre! ¡Un amante! ¡Qué vergüenza! Pero había leído tantos libros en que las mujeres, las madres inclusive, se abandonaban así para renacer al honor en las últimas páginas, que acabó por no impresionarle mucho aquella situación, tan semejante a las de muchos personajes de sus lecturas. La violencia de su primer disgusto, el espanto cruel de la sorpresa, ya se atenuaban un poco mezclándose con el recuerdo confuso de accidentes análogos. Su pensamiento se había de tal modo sumergido en aventuras trágicas, poéticamente conducidas por los noveladores, que el horrible descubrimiento le parecía poco a poco la natural continuación de algún folletín leído la vispera.
     Y se dijo:
     «Yo salvaré a mamá.»
     Serenándose casi por completo con esta resolución de heroína, se sentía fuerte, poderosa, dispuesta desde luego al sacrificio y a la lucha. Y pensaba los medios que le sería preciso emplear. La agradó uno sólo, en consonancia con su temperamento novelesco. Y preparó, como un actor ensaya la escena que debe representar, la entrevista que se proponía tener con su madre.
     Había salido el sol. Los criados circulaban por la casa. La doncella entró con el chocolate; Yvette se lo hizo dejar sobre la mesilla y le dió el recado siguiente:
     —Diga usted a mamá que no estoy buena, que no me levantaré hasta que se hayan ido esos caballeros; que no me ha sido posible dormir en toda la noche y que le ruego que me dejen tranquila porque deseo descansar.
     La doncella, sorprendida, vio sus vestidos mojados, caídos como pingajos en el suelo, y exclamó:
     —Pero ¿la señorita ha salido en la lluvia?
     —Sí, bajé a pasear para refrescarme.
     La doncella recogió las faldas, las enaguas, las medias, los zapatos enlodados y salió, llevando con precauciones para no mancharse aquellas ropas que parecían las vestiduras de un ahogado.
     Yvette aguardó, segura de que su madre subiría.
     Y así fué. Al oír las primeras palabras de la doncella, saltó de la cama y se vistió de prisa. No tenía quietud completa desde que oyó en la sombra del jardín aquel grito: «¡Mamá!»
     La marquesa, subiendo al cuarto de su hija, le preguntó:
     —¿Qué sientes?
     Yvette la miraba, murmurando:
     —Siento..., siento...
     Y poseida por una emoción terrible, comenzó a sollozar.
     Sorprendida su madre le preguntó de nuevo:
     —¿Qué sientes? Dimelo.
     Entonces, olvidando todos sus proyectos y sus frases preparadas, la muchacha, ocultando su rostro entre las manos, balbució:
     —¡Mamá! ¡Oh! ¡Mamá!
     La señora Obardi estaba en pie junto a la cama, de sobra conmovida para comprender bien aquello, pero adivinándolo casi, por el instinto sutil que siempre la guió.
     Como Yvette no pudiese hablar, ahogada por sus lágrimas; la arquesa, inquietándose al fin y sintiendo que llegaba la hora de una explicación molesta, preguntó bruscamente:
     —Acabemos. ¿Dirás a tu madre lo que te sucede?
     Yvette pudo pronunciar difícilmente:
     —Anoche... vi... tu ventana.
     La marquesa, palideciendo, interrogó
     —¿Y qué?
     La hija repetía entre gemidos;
     —¡Mamá! ¡Oh! ¡Mamá!...
     La señora Obardi, cuyas turbaciones y sobresaltos convirtiéronse ya en cólera, encogiéndose de hombros, hizo ademán de irse:
     —Veo que te has vuelto loca del todo. Cuando estés más tranquila, si quieres algo, avísame.
     Pero la muchacha, de pronto, apartó de sus manos el rostro cubierto de lágrimas, diciendo:
     —¡No te vayas!... Oyeme... Tenemos que hablar... Oyeme... Prométeme una cosa. Que nos iremos las dos en seguida, muy lejos..., al campo, a vivir allí como labradoras, y nadie sabrá en donde nos ocultamos... Di, mamá, ¿quieres? Te lo ruego; te lo suplico. Mamá, ¿quieres? 
     La marquesa, irresoluta, se detuvo en el centro del cuarto. Corría por sus venas sangre plebeya, sangre irascible. Además, la vergüenza, un pudor de madre se había mezclaban a un miedo vago, a una exasperación de mujer apasionada. cuyo amor se ve amenazado. Estremecíase, no sabiendo si pedir perdón o mostrarse violenta. Y dijo:
     —No te comprendo. 
     Yvette insistió:
     —Mamá..., te vi... anoche... No lo puedes negar... Si tú supieras... Vayámonos las dos. Te querré tanto, que mi cariño te lo hará olvidar todo.
     La señora Obardi, con voz temblorosa, dijo:
     —¡Escucha, hija mía. Ciertas cosas no puedes comprenderlas aun. Y nunca olvides que te prohibo… que te prohibo hablarme de todo eso.
     Pero Yvette, representando con más vehemencia que nunca el papel de redentora que se había impuesto, añadió:
     —No, mamá; ya no soy una chiquilla; tengo derecho a saberlo todo. Pues bien: sé que recibimos a personas de mala reputación, aventureros, y sé que por este motivo nadie nos respeta. Sé mucho más. Todo ha de acabarse; no puede ser que vivamos así. Nos iremos. Venderás tus joyas, trabajaré si hace falta para vivir honradamente, lejos de aquí, en cualquier parte. Y si puedo casarme, tanto mejor.
     Su madre la miraba con sus ojos negros encendidos, y exclamó:
     —Estás loca. Levántate, vístete y baja como todos los días al comedor cuando nos llamen para el almuerzo.
     —No, mamá; eso, no. Le vería sentado a la mesa y no quiero verle. Si no le arrojas de tu casa, me iré yo. Elige.
     Se había sentado en la cama, y hablaba gesticulando y alzando la voz, como las actrices en escena, planteándose al fin el drama que había imaginado, olvidada casi de su disgusto para cuidar de su misión.
     La marquesa, estupefacta, no sabiendo qué decirle, repetía:
     —Estás loca; pero loca del todo.
     Yvette pronunció con acento muy teatral:
     —No, mamá. Si ese hombre no abandona esta casa, me iré yo. Estoy resuelta; no cedo.
     —Y ¿adónde irás tú? ¿Qué harías tú?
     —No lo sé, ni me importa en este momento. Sólo aspiro a que vivamos como viven las mujeres honradas.
     Al oír «mujeres honradas», la marquesa desbordóse con todo el furor de una prostituida.
     —Cállate; no tolero que me hables así. Yo valgo lo que otra cualquiera. ¿Lo entiendes tú? Soy una cortesana, verdad, y no me avergüenzo; las «mujeres honradas» valen menos que yo.
     Yvette la miraba, horrorizándose de lo que oía, y balbuciendo:
     —¡Mamá! ¡Mamá! 
     Pero la marquesa iba exaltándose y excitándose.
     —Bién. Sí, es cierto; soy una cortesana. ¿Y qué? Si yo no fuese cortesana, tú serías cocinera;¡tú!, como lo he sido yo; y ganarías un jornal mezquino fregando platos, yendo a la compra con el cesto, y el ama te despediría si te distrajeras; mientras que ahora te distraes y te diviertes día y noche, porque yo soy una cortesana. Sí, no hay remedio; cuando una es humilde criada, con cincuenta francos de ahorro por todo capital, necesita industriarse para no morir hambrienta; y no hay más que un modo para salir de penas; no es fácil escoger; uno solamente para buscar fortuna: la propia carne; sólo nuestra carne.
     Se golpeaba el pecho como un penitente que se confiesa, exaltándose, acalorándose y acercándose a la cama.
     —Joven y hermosa..., es preciso vivir de la hermosura y de la juventud o pasar penas toda la vida; no hay otro remedio.
     Después, volviendo a su idea bruscamente:
     —Por supuesto que las «mujeres honradas» tampoco se privan. Ellas, aún son más bribonas, porque nada las obliga. Tienen dinero, tienen de qué vivir y gozar y admiten amantes por vicio. Son más bribonas, mucho más.
     En pie, junto a la cama, imponía su presencia, y la muchacha, llorando a gritos como lloran los pequeños cuando les pegan, estaba a punto de huir o de pedir «socorro».
     La marquesa calló, miró a su hija y hallándola tan descensolada, sintióse dolorida; el remordimiento, la ternura, la piedad la vencieron, y arrojándose hacía Yvette con los brazos abiertos, comenzó también a llorar, balbuciendo:
     —¡Mi pobre niña, pobre niña; si tú supieras qué daño me hiciste!
     Y lloraron las dos largo tiempo.
     Luego la marquesa, cuyos disgustos no eran duraderos nunca, se incorporó dulcemente, y dijo en voz baja:
     —Vamos, nenita; las cosas del mundo son como son. Ya no hay remedio. Hay que tomar la vida como se ofrece.
     Yvette seguía llorando. El golpe fué muy rudo, brutal, inesperado. No era fácil reflexionar y tranquilizarse de pronto.
     Su madre continuó:
     —Vaya, levántate, baja almorzaremos todos juntos; que nadie note nada.
     La muchacha decía que «no» con la cabeza, sin poder hablar. Al fin, dijo con voz lenta, conteniendo el llanto:
     —No, mamá. Te lo dije; no cambio de parecer. No quiero salir de mi cuarto hasta que hayan ido. No quiero ver a ahora; y a gentes como ésos…, nunca, nunca... Si vuelven, yo… no los veré.
     La marquesa ya tenía enjutos los ojos y, fatigada por la emoción, murmuró:
     —Hija, reflexiona; sé razanable.
     Y, después de un minuto de silencio, añadió:
     —Bueno, mejor será que descanses y te tranquilices. Por la tarde subiré a verte.
     Y dando un beso a su hija, fue a vestirse para el almuerzo, ya del todo repuesta.
     En cuanto su madre desapareció, levantóse la muchacha correr el cerrojo de la puerta para sentirse apartada, sola, enteramente sola, y comenzó a feflexionar. 
     Llamó la doncella a eso de las once, preguntando a través de la puerta:
     —La señora marquesa me hace subir por si la señorita desea cualquier cosa o quiere almorzar.
     Yvette respondió:
     —No tengo apetito. Sólo que me dejen tranquila, que no me importunen.
     Y no se movió de la cama como si estuviese de verdad enferma.
     Llamaron de nuevo hacia las tres. Yvette preguntó:
     —¿Quién?
     Era su madre.
     —Yo, nenita; vengo a ver cómo sigues.
     Yvette dudó. ¿Qué respondería? 
     Se levantó y volvió a la cama después de abrir.
     La marquesa se fué acercando, hablándola como a un convaleciente, a media voz:
     —¿Cómo estás? ¿Mejor? ¿No quieres unos huevos pasados por agua?
     —No, gracias; no tengo apetito.
     La señora Obardi se sentó junto a la cama.
     Estuvieron silenciosas buen rato; luego, como Yvette seguía inmóvil, con los brazos inertes y tendidos por encima de la colcha, la marquesa preguntó:
     —¿No quieres levantarte? 
     Yvette dijo:
     —Sí; en seguida.
     Y añadió con tono grave y lento:
     —He reflexionado mucho, mamá, y estoy resuelta..., resuelta del todo. Lo pasado, pasado; no se hable más. Pero el porvenir, será diferente... Si no..., ya sé lo que debo. hacer. Por ahora, no digamos nada; esto acabó.
     La marquesa, que ya daba por terminado el incidente, se impacientó bastante. Aquello era excesivo. La gansa de su hija debió mucho antes hacerse cargo de todo. Reprimiéndose, limitóse a decir:
     —¿Te levantarás pronto?
     —En seguida.
     Su madre la sirvió, dándole unas medias, un corsé..., una falda y un beso.
     —¿Querrás pasearte un poco antes de comer?
     —Sí, mamá.
     Y fueron las dos a la orilla del río, hablando solamente de cosas triviales.
     
     VII
     
     A la mañana siguiente, Yvette salió sola y fué a sentarse donde Servigny había leído para ella la historia de las hormigas, pensando:
     «Es indispensable que tome pronto una resolución.»
     Frente a ella, casi a sus pies, corría el agua, llena de susurros y de remolinos que huían rápidos.
     Yvette ya tenía meditados todos los aspectos de la situación y todos los recursos para resolverla.
     ¿Qué decidiría ella si la madre no respetaba escrupulosamente la condición propuesta, si no quería renunciar a su mundo, a sus placeres, a todo, para ocultarse y vivir sólo del amor de su hija en un país lejano?
     Podia irse, abandonarla, huir.
     Pero ¿adónde? ¿Cómo? ¿De qué viviría?
     ¿Trabajando? ¿En qué? ¿A quién dirigirse para encontrar labor? Además, la existencia humilde y oscura de las pobres obreras le parecía un poco vergonzosa, indigna de ella. Pensó en hacerse institutriz como las heroínas de ciertas novelas; la enamoraría y se casaría luego con ella el señorito de la casa. Pero era necesario, para este final, ser de una familia noble y poder exclamar, cuando el padre la increpara por haber conseguido el amor del joven: «Me llamo Yvette Obardi.»
     No podía, y, además, era éste un recurso muy visto, muy gastado.
     El convento no resultaba mucho mejor. No sentía inclinaciones hacia la vida religiosa, teniendo sólo una devoción intermitente y fugaz. Nadie podía redimirla por el matrimonio, siendo hija de quien era. ¡Ningún socorro podía prometerse de un hombre, ningún arbitrio posible, ningún recurso definitivo!
     Y además ella intentaba resolver algo que probase mucha energía, fuerza y voluntad; algo que sirviese de ejemplo. Y aceptó la idea del suicidio.
     Decidióse de pronto, como si se tratara de un viaje, tranquilamente, sin reflexionar qué cosa es morir, sin ocurrírsele que aquello era el final de lo que ya nunca esperab.a, la marcha sin regreso posible y el adiós eterno a la tierra y a la vida.
     Se dispuso inmediatamente a esta determinación extrema, con la sencillez irreflexiva de las almas exaltadas y jóvenes. Pensando qué medio emplearía, todos le parecieron difíciles, inseguros y dolorosos; todos exigían un impulso violento que la repugnaba.
     Rechazó desde luego el puñal, y el revólver, que pueden herir sin matar, estropeando y desfigurando, que requieren una mano robusta y experta. La cuerda, tampoco; ahorcarse resulta muy vulgar, feo y ridículo: es el recurso de los pobres. El agua, imposible sabiendo nadar. Quedaba el veneno. Pero ¿qué veneno? Casi todos hacen padecer y provocan vómitos. Ella no quería padecer ni vomitar. Entonces recordó el cloroformo, habiendo leído en un periódico en qué forma se asfixió una pobre mujer por este procedimiento.
     Y al resolverse, al fin, sintió una especie de alegría, un orgullo íntimo, una sensación de arrogancia. Se vería pronto de cuánto era capaz.
     Entró en el pueblo de Bugival, fué a casa del farmacéutico y le pidió cloroformo para una muela que le dolía. El hombre, que la conocía, le dió en un frasquito un poco del narcótico.
     Entonces fué a otro pueblo cercano, Croissy, donde se procuró, con la misma excusa, otra pequeña porción. Obtuvo luego una tercera en Chatou y una cuarta en Reuil, llegando a la villa muy pasada la hora del almuerzo. Después de la caminata sintió bastante apetito y almorzó mucho.
     Su madre, satisfecha mirándola comer de aquel modo, tranquilamente, dijo cuando se levantaron de la mesa:
     —Todos nuestros amigos vendrán a vernos el domingo. He invitado al príncipe, al caballero Valreali y al señor de Belvigne.
     Yvette palideció algo, pero no respondió nada.
     Salió en seguida, fué a la estación y pidió billete para Paris.
     Durante toda la tarde recorrió farmacias, comprando en cada una un poquito de cloroformo.
     Regresó por la noche, con muchos frascos en los bolsillos.
     Al día siguiente hizo también otro tanto, y habiendo entrado por casualidad en un almacén de drogas, pudo conseguir de un solo golpe un cuarto de litro.
     El sábado no salió de casa: era un día nublado y bochornoso; estuvo en la terraza tendida sobre una butacona de mimbre.
     No se preocupaba por nada, muy resuelta y muy tranquila. Vistióse a la mañana siguiente con un traje azul que le sentaba muy bien; quería estar hermosa.
     Y mirándose al espejo, se dijo de pronto: «Mañana estaré muerta.» Y un temblor extraño estremeció todo su cuerpo. «¡Muerta! ¡No hablaré, no pensaré, no existiré; nadie me verá.., y no veré a nadie!»
     Atentamente se contemplaba como si nunca se hubiera visto, examinando principalmente sus ojos, descubriendo mil cosas en ella, un carácter, oculto hasta entonces, de su fisonomía, y asombrándose de verse, como si tuviese ante si una persona desconocida, pensaba:
     «Soy la misma en el espejo. ¡Qué cosa tan extraña, verse a sí misma! Sin el espejo no llegaríamos a conocernos jamás. Y sabrían todos como éramos y nosotros no lo sabríamos nunca.»
     Deshizo su peinado y dejó caer sobre su pecho toda la cabellera, sin perder ninguno de sus movimientos y actitudes.
     «¡Qué bonita soy!—pensaba—. Mañana estaré muerta.»
     Miró su cama, pareciéndole que ya estaba rígida en ella, pálida, entre cirios.
     «Muerta. Dentro de ocho días mi cara, estos ojos y estas mejillas no serán más que podredumbre. Y estaré metida en una caja debajo de la tierra.»
     Una horrible angustia oprimía su corazón.
     Un sol espléndido se derramaba por la campiña, y entró por la ventana un aire apacible.
     Sentóse pensando en esto:
     «¡Muerta!» Y reflexionaba.
     Era como si el mundo fuese a desaparecer para ella. Pero no; en el mundo nada cambiaría con su muerte; ni siquiera su cuarto. Si; hasta su cuarto y su cama quedarían allí, con todos los muebles. Hasta los frascos de su tocador. Y ella, sólo ella, desaparecería para siempre. Exceptuando tal vez a su madre, ninguno sentiría tristeza.
     Dirían, sin duda: «¡Qué lástima! ¡Era tan bonita...!»
     Y al ver su mano apoyada en el brazo del sillón, pensó de nuevo en la miseria, en la podredumbre que había de consumir su carne. Y nuevamente sintió un estremecimiento y cierta repugnancia; y no comprendía cómo era posible desaparecer así del mundo, sin que todo el mundo se aniquilara. De tal manera se creía integrada en todo: en el campo, en el aire y en el sol y en la vida.
     En el jardín estallaron risas, voces, gritos, el desconcierto alegre y ruidoso de los invitados y la voz sonora del señor de Belvigne, que cantaba:
     Asómate a la ventana para dar celos al sol.
     Se levantó sin réflexionar y asomóse. Todos apláudieron. Estaban allí los cinco y dos más a los que no conocía.
     Retrocedió bruscamente, desgarrada por una idea. Todos iban a divertirse a casa de su madre, a casa de una cortesana.
     Llamaron para el almuerzo.
     «Voy a enseñarles cómo se muere», se dijo Yvette.
     Y bajó con paso firme, con algo del ardimiento de los mártires, cuando entraban en el circo, en donde los aguardaban leones y panteras.
     Dio la mano a todos, afablemente, risueña, pero altiva.
     Servigny le preguntó:
     —¿Está usted menos regañona hoy, señorita?
     Ella respondió con tono severo y singular:
     —Quiero hacer locuras. Me siento de un humor endiablado. Guárdense de mí.
     Luego, dirigiéndose al señor de Belvigne, añadió:
     —Usted será mi «víctima» hoy. Todos me acompañarán luego a las ferias de Marly.
     Presentáronle a los dos forasteros: el conde de Tamine y el marqués de Briquetot.
     Mientras almorzaron, Yvette no habló casi nada, reservando su voluntad para mostrarse alegre luego, para que ninguno comprendiese nada, para que les cogiera más de improviso la desdicha, para que se dijese después:
     «¿Quién lo hubiera pensado? ¡Estaba tan alegre, tan satisfecha! ¡Cómo se trastornan esas cabecitas?»-
     Esforzábase para no pensar en el anochecer, hora elegida, cuando estuvieran todos en la terraza.
     Bebió mucho vino, queriendo aturdirse, y dos copitas de coñac. Se levantó de la mesa muy sofocada, con el cuerpo y el espíritu muy caldeados. Tenía fuerzas y resolución para todo.
     —¡En marcha!—dijo.
     Y apoyada en el brazo del señor Belvigne, ordenó a los otros:
     —Vaya, formen ustedes mi batallón. A Servigny le nombró sargento. Usted, fuera de línea. En primer lugar, la guardia extranjera; los dos exóticos, el caballero y el príncipe. Detrás de todos, los reclutas, los dos forasteros, que hoy toman las armas a mis órdenes. ¡Marchen!
     Y salieron. Servigny tocaba la corneta con el puño cerrado, y los los nuevos imitaban el rataplán del tambor.
     El señor de Belvigne, algo confuso, dijo en voz baja:
     —Yvette, sea usted razonable; no haga cosas que la comprometan.
     Ella respondió:
     —A usted le comprometo, y le apuro; me preocupa muy poco lo que digan de mí. Yo no pierdo nada; usted supone que puede perder algo. Peor para usted. Hay que guardarse, no ir a ferias con muj eres como yo.
     Atravesaron el pueblo de Bougival, con asombro de los paseantes.
     Todos los miraban; salían a sus puertas los vecinos; los viajeros de la vía férrea que va de Rueil a Marly, silbaron. Los hombres, en pie sobre la plataforma, gritaban:
     —¡A1 rio con ellos!... ¡Al río!... ¡Al río!
     Yvette, con paso militar, avanzaba del brazo de Belvigne, llevándole como se lleva un prisionero. Ella no reía. Bañaba su semblante una palidez grave, una especie de inmovilidad siniestra. Servigny dejó la trompeta para gritar voces de mando.
     El príncipe y el caballero se divertían mucho, encontraban aquella farsa muy agradable y muy distinguida. Los dos forasteros tocaban el tambor sin descanso.
     Cuando llegaron a la feria, dieron el golpe. Las mozas aplaudían, los hombres alborotaban; un señor gordo, que iba del brazo de su mujer, dijo, envidiándolos: 
     —Ahí tienes unos que no se aburren.
     Se acercaron a los caballitos. Yvette hizo montar a Belvigne a su derecha, mientras el batallón asaltaba lós corceles giratorios. Cuando se detuvo la máquina, ella no quiso apearse, y su escolta estuvo también a caballo durante cinco sesiones. El público reía y lanzaba pullas. El señor Belvigne, lívido, tenía dolor de estómago al apearse.
     Luego vagaron entre las barracas. Yvette les mandó apearse, rodeados por muchos curiosos y guasones. Les hizo comprar juguetes ridículos, obligándoles a mostrarlos. El príncipe y el caballero empezaban a encontrar pesda la broma. Sólo Servigny, el corneta, y los dos tambores, no se descorazonaban.
     Cuando lo hubieron recorrido todo, Yvette miró a sus acompañantes de un modo singular, con ojos burlones y malévolos, y una extraña fantasía cruzó su pensamieto. Los alineó junto a la orilla del río.
     —Quien me quiera, que se arroje al agua.
     Ninguno saltó. Apiñóse a su espalda una muchedumbre. Algunas mozas, con delantal blanco, los míraban asombrados. Y unos soldados con pantalón rojo reían estupidamente.
     Yvette repitió:
     —¿No hay uno, entre todos, capaz de satisfacer mi deseo?
     Servigny dijo:
     —¡Vamos allá!
     Y se tiró al agua vestido.
     Al caer, salpicó el traje de Yvette. Un murmullo de asombro y alegría se alzó entre la multitud. 
     Entonces Yvette, cogiendo un pedacito de tabla que había en el suelo y tirándolo a la corriente, gritó:
     —¡Búscalo, galán, búscalo!
     Servigny, nadando, cogió la tabla con la boca, y la llevó como un perro, arrodillándose al salir del agua.
     Yvette le acarició la cabeza, y dijo:
     —Bravo, galán.
     Una vieja, indignada, exclamó:
     —¡Parece increíble! 
     Otra indicó:
     —Y ¿se divierten con esas cosas?
     Un hombre clamaba:
     —¡Cualquier día me decido yo a eso por ninguna!
     Yvette volvió a tomar el brazo de Belvigne, diciéndole:
     —Es usted un estúpido; no sabe lo que se ha perdido.
     Al volver, Yvette miraba con ojos irritados a los transeúntes, murmurando:
     —Qué facha de necios tienen todos.
     Luego, fijándose con descaro en el rostro del señor de Belvigne, añadió:
     —Y usted también.
     Yvette notó que habían desaparecido el príncipe y el caballero. Servigny, chorreando, silencioso, ya no tocaba la corneta; los dos forasteros, fatigados, tampoco tocaban ya el tambor.
     Yvette, riendo con sequedad, les dijo:
     —Al parecer, se hartaron; ya no quieren más. Y a eso llaman divertirse, ¿no es cierto? Ustedes venían a eso, a divertirse, y quedan bien servidos.
     Luego, siguió andando en silencío; y de pronto, Belvigne vió lágrimas en sus ojos. Alterado, preguntó:
     —¿Qué tiene usted, señorita?
     —Déjeme: a nadie le importa.
     Pero él insistía neciamente:
     —Señorita, ¿qué tiene usted? ¿Por qué llora?
     Ella dijo, impacientáridose:
     —¡Calle usted!
     Y bruscamente, sin resistir más la tristeza profunda que se desbordaba en su corazón, echóse a llorar de tal modo que no le fué posible seguir andando.
     Cubrió su rostro con las dos manos, gemía y se ahogaba con la violencia de su desconsuelo.
     Belvigne, quieto a su lado, repetía:
     —¡Qué podrá ser!
     Pero Servigny, avanzando bruscamente, dijo:
     —Vamos a casa; que no la vean llorar en la calle. ¿Por qué hace semejantes locuras si le entristecen?
     Y cogiéndola por el codo, la hizo andar. Pero. en cuanto estuvieron frente a la villa, Yvette, corriendo escapada, cruzó el jardín, subió la escalera y encerróse por dentro en su cuarto.
     Compareció a la hora de comer, pálida y muy seria.
     Estaban todos muy alegres, y Servigny había comprado en un comercio blusa, camisa con flores, pantalón de pana; vestía como un campesino y procuraba imitar los modales de la gente del pueblo.
     Yvette sintió que le faltaban fuerzas; cuando estuvo servido el café, retiróse a su cuarto.
     Bajo su ventana todos reían. El caballero decía chuscadas, usando frases infelices y groseras. Servigny, un poco alegre, hacía de obrero borracho, llamando a la marquesa «patrona». Y de pronto dijo a Laval:
     —¡Eh! ¡Patrón!
     Fué una carcaj ada unánime.
     Yvette, en aquel momento, se resolvió. Y en una hoja de papel de cartas, puso:
     
     «Bugival. Domingo, nueve de la noche. Me mato por no ser una entretenida.
     Yvette»
     
     Luego añadió esta posdata:
     
     «Mamá, perdóname. Te quiero mucho. Adiós.»
     
     El sobre iba dirigido a la señora marquesa de Obardi.
     Acercó a la ventana un sillón y una mesa, dejando en ella el frasco del cloroformo y algodón en rama.
     Un magnífico rosal cubierto de rosas, que desde la terraza subía a su ventana, exhalaba en la noche un perfume delicado y suave. Yvette lo aspiró. La luna, en cuarto creciente, flotaba sobre un cielo negro, mordida y a veces velada por pequeñas nubes.
     Yvette se decía: «¡Voy a morir, voy a morir!»
     Y su corazón, henchdo ya de sollozos, reventaba de pena. La infeliz sentía necesidad, ansia, de que la socorriesen, de que la salvasen, de que la quisieran.
     La voz de Servigny se destacó, refiriendo una historia obscena, interrumpida por carcajadas a cada paso. La marquese reía brutalmente y repetía sin cesar:
     —Sólo él sabe decir esas cosas…Ja… ja… ja
     Yvette cogió la botella y la destapó, empapando unos algodones. Un olor fuerte, azucarado, extraño, se desprendió, y cuando lo acercó a sus labios, el sabor irritante la hizo toser.
     Cerró la boca y aspiró por las narices aquellaqs emanaciones de muerte. Cerraba los ojos, evitando pensamientos que puediesen hacerla desistir.
     Le parecía que su pecho se iba ensanchando, que su alma se aligeraba, sacudiendo el peso de sus penas; tanto se aligeraba, que parecía dispuesta para remontarse y volar…
     Percibía una sensación apacible que penetraba todo su cuerpo, sus manos y sus pies, toda su carne, una especie de borrachera vaga, de fiebre dulce.
     Los algodones ya estgaban secos y aún ella no estaba muerta. Sus sentidos se habían afinado, eran más sutiles, más despiertos.
     Oyó hasta las más leves frases pronunciadas abajo. El príncipe Kravalov refería de qué mod mató en duelo a un general austriaco.
     Luego, de lejos, de la campiña, llegaban los ruidos nocturnos, de perros y sapos, y el murmullo imperceptible casi de las hojas.
     Volvió a empapar los algodones y volvió a respirar el veneno. Durante un instante nada sintió; después, el suave y apacible bienestar volvió a invadirla.
     Dos veces más añadió cloroformo a los algodones, ansiosa de conservar la sensación física y la sensación moral, aquel desvanecimiento delicioso en que se perdía su alma.
     Pareciale que no tenía huesos ni carne; que no tenía brazos ni piernas. Se fué despojando suavemente de todo, sin que lo notara. El cloroformo había consumido su cuerpo, no dejando más que su alma despierta, más viva, más libre, más poderosa de lo que nunca fué.
     Recordaba mil detalles olvidados, pequeñeces de su infancia, que la complacían. Su pensamiento, con agilidad hasta entonces desconocida, saltaba entre ideas muy distantes, recorría mil aventuras, vagaba en el pasado y se perdía en el porvenir. Activo y negligente a un tiempo, le ofrecía un encanto sensual, un placer divino.
     No dejaba de oír las voces, pero ;sin comprender ya las palabras, que tenían para ella un valor disinto. Se hundía poco a poco en una especie de maravilla exótica variada.
     En un barco gigantesco atravesaba un país florido. Veía en las playas personas que gritaban mucho. Luego, sin saber cómo, estaba otra vez en tierra, y Servigny, en traje de príncipe, la conducía del brazo a una corrida de toros. .Estaban llenas las calles de transeuntes que hablaban, y ella oía todas las conversaciones, reconociendo las voces, porque, a través de su turbación soñadora, oía reír y hablar a los amigos de su madre abajo, en la terraza.
     Todo se hizo más vago.
     Al fin, despertó, deliciosamente abatida y recordando con dificultad.
     
     VIII
     
     Yvette se daba cuenta de que no estaba todavía muerta.
     Sentía un descanso absoluto, un bienestar físico muy agradable, una dulzura espiritual; era su anonadamiento de tal modo exquisito, que ya, sin ansia de acabar, lo hubiera prolongado por su gusto infinitamente.
     Respiraba despacio, viendo la luna frente a ella, por encima de los árboles. Algo había cambiado en su alma; ya no pensaba como antes. El cloroformo, debilitando su cuerpo y su espíritu, había calmado su pena y adormecido su deseo de morir.
     ¿Por qué no volver a la vida? ¿Por qué no ser amada y dichosa? Ya todo le parecía posible, fácil y cierto. Ya era todo agradable y dulce, todo era encantador.
     Queriendo soñar siempre, humedeció de nuevo los algodones, y aspiraba sólo a intervalos para no absorber demasiado, para no morir. Miraba la luna, y veía un rostro de mujer que se balanceaba en pleno cielo; después cantaba, cantaba con una voz muy conocida, la Aleluya de amor.
     La marquesa, retirándose de la terraza, se había sentado al piano.
     Yvette volaba. En el silencio de la noche, de una clara y transparente noche, volaba por encima de los árboles y del río. Volaba deliciosamente, abriendo las alas, batiéndolas, arrastrada por el viento como por una caricia. Se revolvía en el aire que besaba su piel, y deslizábase rápida; tan rápida, que no tenía tiempo de mirar abajo. Y luego se hallaba en la orilla de un lago; allí pescaba.
     Echando el anzuelo, sentía un tirón fuerte, como si un pez grande mordiera en él. Alzando la caña, sacó al extremo del hilo un magnifico y elegante collar de perlas que había deseado mucho. No la sorprendía el hallazgo, pareciéndole cosa natural aquella pesca; y clavaba los ojos en Servigny, que apareció a su lado, sin explicarse cómo, pescando también y haciendo salir del agua un caballito de madera.
     Después tuvo de nuevo la sensación de un despertar y oyó que la llamaban.
     Su madre había dicho:
     —Apaga la bujía.
     Y Servigny, fingiendo algo la voz, gritaba con entonaciones cómicas:
     —Apague usted la bujía, señorita Yvette.
     Y todos repetían a coro:
     —Señorita Yvette, apague usted la bujía.
     Ernpapó nuevamente los algodones en el cloroformo; pero como ya no quería morir, los puso a cierta distancia para respirar el aire fresco, inundando al mismo tiempo su habitación con las emanaciones asfixiantes del narcótico. Imaginaba que subirían, y tomando una postura de completo abandono, una postura de muerta, esperó.
     La marquesa dijo:
     —No estoy tranquila. Esa locuela se durmió dejando encendida la vela y abierta la ventana. Diré a Clementina que suba para que cierre los cristales y apague la luz.
     La doncella dió unos golpecitos en la puerta, llamando:
     —¡Señorita! ¡Señorita!
     Hubo un silencio, y prosiguió:
     —Señorita Yvette, la señora desea que apague usted la bujía y cierre la ventana.
     Otro silencio. Clementina esperaba escuchando. Luego dió con los nudillos más fuerte, arreciando la voz:
     —¡Señorita! ¡Señorita!
     Como Yvette no contestaba, la doncella bajó y dijo a la señora:
     —La señorita se habrá dormido, sin duda, muy profundamente. Ha cerrado por dentro y no despierta.
     La señora Obardl murmuró:
     —¡Y habrá que dejarla con los cristales abiertos y la luz encendida!
     Todos, a propuesta de Servigny, se reunieron al pie de la ventana de Yvette y gritaron a coro:
     —¡Hip! ¡Hip! ¡Hurra! ¡Señorita, señorita!
     El clamor vibró en la noche tranquila, se alzó hasta la luna en el aire transparente, repercutió en toda la campiña y fué perdiéndose como el ruido cada vez más débil de un tren en marcha que se aleja.
     Yvette no respondió, y su madre dijo:
     —Mientras no le haya sucedido algo... Empiezo a intranquilizárme.
     Servigny, cogiendo rosas y capullos del rosal que trepaba por la pared, arrojándolos al aire, los hacía entrar por la ventana.
     Al recibir el primero que la tocó, Yvette  se estremeció y estuvo a punto de gritar. Rosas y capullos cayeron sobre su falda, sobre su cabellera; otros pasaban por encima, llegando a la cama, que se cubrió de flores.
     La marquesa gritó con toda su fuerza:
     —¡Hlja mía! ¿No respondes?
     Entonces advirtió Servigny:
     —Realmente, lo que ocurre no es natural. Subiré trepando a la ventana.
     Pero el caballero se indignó.
     —Permítame. Yo reclamo para mí el favor que me parece demasiado. Es una oportunidad para obtener una cita.
     Los otros, creyendo que todo era una broma de Yvette, gritaron:
     —¡Protesto! ¡Protesto! ¡Hay añagaza! ¡ Están convenidos! ¡Que no suba! ¡Que no suba!
     Pero la marquesa, emocionada, insistió:
     —Es necesario saber lo que ocurre.
     Con dramática entonación dijo el príncipe:
     —Favorece al duque; nos hace traición.
     —Juguémoslo a cara o cruz; el que gane, subirá—objetó el caballero, sacando una moneda de cien francos.
     Y pidió primero el príncipe:
     —¡Cruz!
     Fué cara.
     El principe cogió la moneda, preguntando a Laval; éste dijo:
     —¡Cara!
     El príncipe tiró la moneda.
     Fué cruz.
     Y así, todos perdían…
     Sólo faltaba Servigny, el cual advirtió con aire insolente:
     —¡Claro  Hace trampa
     El ruso, llevándose una mano al corazón y ofreciendo a su rival con la otra la moneda, murmuró:
     —Tire usted mismo, amable duque.
     Servigny cogió la moneda y la tiró al aire, gritando:
     —¡Cara!
     Fué cruz.
     Devolvió la moneda, y señalando al príncipe los pilares de la terraza, dijo:
     —Príncipe, suba usted.
     Pero el príncipe miraba en derredor con inquietud:
     ¿Qué busca? —preguntó Valreali.
     —Busco..., busco una escalera 
     Todos rieron estrepitosamente.
     Laval, adelantándose, dijo:
     —Le ayudaremos.
     Y alzándole de pronto entre sus brazos hercúleos, añadió:
     —Agárrese a los hierros.
     Se agarró bien el Príncipe, y al dejarle Laval, quedó suspendido, puer agitando las piernas y sin avanzar. Servigny, agarrando aquellos pies que buscaban un apoyo en el vacío, tiró con fuerza, y el principe cayó como una masa inerte sobre la barriga del señor Belvigne, que se acercaba para sostenerlo.
     —¿A quién le toca por turno? —preguntó Servigny.
     Pero nadie reclamaba su dereho.
     —Valor, Belvigne
     —Gracias, le tengo mucho cariño a mis huesos.
     —Veamos, caballero Valrealí; usted acaso tenga costumbre
     —Le cedo mi vez, amable duque.
     —Vaya; la cosa no es para tanto.
     Y Servigny trepó, abrazando la columna; luego se agarró a los hierros, hizo una contracción y saltó a la ventana.
     Todos, con la cabeza levantada, la plaudían. Servigny gritó:
     —¡Acudan pronto! Yvette está desmayada.
     La marquesa, lanzando un grito se precipitó a la escalera.
     La muchacha, con los ojos cerrados, se hacía la muerta.
     Servigny descorrió el cerrojo, y la marquesa entró desesperada:
     —¿Qué tiene? ¿Qué tiene? 
     Servigny, recogiendo el frasco del cloroformo, dijo:
     —Se asfixló.
     Y acercando el oído al pecho de Yvette:
     —Respira; la reanimaremos. ¿Hay amoníaco?
     La doncella, turbada, repetía:
     —¿Qué pide, señor? ¿Qué pide? 
     —Agua sedativa.
     —Sí; agua.
     —Tráigala corriendo y deje la puerta de par en par. Que circule el aire.
     La marquesa cayó de rodillas, gimoteando:
     —¡Yvette! ¡Yvette! ¡Hija mía! ¡Cielo mio! ¡Escúchame! ¡Contéstame! ¡Yvette! ¡Hija mía! ¡Oh!¿Qué tienes?
     Y todos, revolviéndose despavoridos, inútiles, iban y venían con agua, toallas, vasos, vinagre. 
     Alguien dijo:
     —Habrá que desnudarla.
     Y la marquesa trató de hacerlo pero no supo. Sus manos temblabanan, tropezaban, se perdían; y ella sollozaba:
     —No acierto... No sé... No sé... No acierto...
     La doncella entró con una botella. Servigny, empapando un pañuelo en el amoniaco, lo aproximó a la nariz de Yvette.
     —Respira bien. Esto no será nada.
     Y la frotó con el mismo pañuelo mejillas, nuca y sienes.
     Luego indicó a la doncella que aflojase los vestidos y le quitase el corsé, y levantándola entre sus brazos, la llevó a la cama, estremeciéndose al contacto del cuerpo casi desnudo, sintiendo el perfume de aquella carne. Cuando la hubo puesto sobre los colchones, se incorporó, muy pálido, y dijo:
     —Pronto volverá en sí. Esto no es nada.
     Había sentido su respiración ontinua y regular.
     Viendo que todos los hombres fijaban los ojos en el cuerpo de Yvette, se sintió irritado, celoso, y dirigióse a ellos, indicando:
     —Señores, aquí somos demasiados y hace falta mucho aire. Déjennos a Laval y a mi.
     Usaba un tono seco y autoritario. Los cuatro salieron.
     La señora Obardi se arrojó en los brazos de su amante, gritando:
     —¡Salvémosla! ¡Salvémosla!
     Y Servigny vió sobre la mesa la carta. Leyendo el sobre, pensó: «Mejor será que la madre no lo sepa.» Rasgando la envoltura, enteróse del contenido.
     «¡Caramba!—pensó—. Esto merece la pena.»
     Y disimuladamente se guardó la carta en un bolsillo.
     Luego, acercándose a Yvette, comprendió que la niña estaba ya en sus cabales, no atreviéndose a manifestarlo, por vergüenza y por temor a las preguntas.
     La marquesa, de rodillas, a los pies de la cama, lloraba. De pronto exclamó:
     —Un médico, en seguida; que venga un médico.
     Pero Servigny, que acababa de hablar en voz baja con Laval, dijo:
     —No; no hace falta. Déjeme sola con ella un minuto, y cuando usted vuelva su hij  la besará: lo prometo.
     Laval, cogiendo a la señora de Obardi por un brazo, salió con ella.
     —Señorita: escúcheme.
     Ella no respondió. Se sentía tan bien, tan dulcemente, allí echada, que no quería moverse, ni hablar, ni vivir de otro modo. Un bienestar infinito la invadía, un bienestar que hasta entonces nunca sintió.
     El aire tibio de la noche inundaba el cuarto en ondas tenues, oreando el rostro de la enferma de un modo exquisito y apenas perceptible. Era una caricia, era como un beso del aire, como un aliento sutil, como el soplo de un abanico formado con todas las hojas de los árboles y todos los misterios de la noche, de las brumas del rio y de las flores del jardín; porque las rosas caídas poco antes en el lecho, y las que trepando se asomaban a la ventana, mezclaban su perfume lánguido con el fecundo sabor de la brisa nocturna.
     Yvette bebía con placidez aquel aire, y conservaba los ojos cerrados y el corazón divertido aún en la persistente somnolencia del opio; no deseaba morir; al contrario: sentía un deseo poderoso de vivir, de ser dichosa, de ser querida, muy querida, mucho, mucho.
     Servigny repetía:
     —Yvette, escúcheme.
     Y ella se decidió a tener los ojos abiertos.
     Viéndola reanimada, él prosiguió:
     —¿Qué significan esas locuras? 
     Yvette murmuraba:
     —Mi pobre galán, la tristeza me vencía.
     Servigny la oprimió paternalmente.
     —Así no se adelanta nada. Veamos. ¿Promete no insistir?
     Yvette no contestó, pero movía la cabeza, sonriendo con una débil contracción, apenas visible.
     Servigny sacó del bolsillo la carta que recogió sobre la mesa.
     —¿Quiere usted que se lo digamos a mamá?
     Ella hizo un signo de negación. El no sabia qué decir, el caso era difícil. Murmuró:
     —Yvette, encantadora Yvette, es necesario resolverse, conformarse... Hay situaciones dolorosas... Yo prometo a usted...
     Ella balbució:
     —Usted es muy bueno.
     Callaron. Servigny la contemplaba. En los ojos de la mujer había mucha ternura, desfallecímiento, y de pronto ella levantó los brazos como si quisiese atraer al hombre. Servigny se inclinó y se unieron sus labios.
     Duró mucho aquel beso. Cuando él, comprenediendo que se acababa, se incorporó, ella sonreía, reteniéndole:
     —Voy a buscar a la marquesa—dijo el amante.
     Ella murmuraba:
     —¿Me querrá usted mucho?
     El, arrodillándose, besaba la nano de Yvette, ydecía:
     —¡Te adoro!
     Alguien estaba junto a la. puerta. Servigny salió, y con su acostumbrada tranquilidad, siempre algo irónica, dijo:
     —Entre usted, marquesa. Ya está salvada.
     La madre corrió hacia su hija; se abrazaron, se besaron frenéticamente, con los ojos llenos de lágrimas, y Servigny, con el corazón alborotado y la carne ansiosa, fué hacia la ventana para respirar a plenos pulmones el aire le la noche, tarareando:
     
     La mujer varia,
     como la veleta;
     nadie la comprende,
     nadie las sujeta.