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lunes, 27 de septiembre de 2010

LOS OJOS DE LA MOMIA -- Robert Bloch





LOS OJOS DE LA MOMIA

Robert Bloch

Egipto me ha fascinado siempre; Egipto, tierra de antiguos y misteriosos secretos. Había leído historias de pirámides y reyes; había soñado en vastos imperios, tan muertos ahora como los ojos vacíos de la esfinge. Durante los últimos años había escrito acerca de Egipto, ya que sus fantásticas creencias y cultos lo convertían para mí en el paraíso de todas las extravagancias.
Y no es que yo creyera en las grotescas leyendas de las épocas antiguas; no concedía el menor crédito a la fe en dioses antropomorfos, con las cabezas y los atributos de animales. Sin embargo, detrás de los mitos de Bast, Anubis, Set y Thot, captaba las implicaciones alegóricas de verdades olvidadas. Las leyendas de hombres-animales son conocidas en el mundo entero, en la erudición racial de todos los climas. La leyenda del hombre-lobo, por ejemplo, es universal y no ha cambiado desde las tímidas sugerencias de la época de Plinio. En consecuencia, y dado mi interés por lo sobrenatural, Egipto me proporcionaba una clave para el conocimiento de la antigüedad.
Pero en realidad no creía en la existencia de tales seres o animales en la época de esplendor de Egipto. Lo único que admitía, a lo sumo, era que tal vez las leyendas de aquella época procedían de otras épocas mucho más remotas, cuando la primitiva tierra podía albergar tales monstruosidades, producidas por las mutaciones de la evolución.
Luego, una noche de carnaval en Nueva Orleans, descubrí una espantosa comprobación de mis teorías. Participé, en el hogar del excéntrico Henricus Vanning, en un extraña ceremonia sobre el cadáver de un sacerdote de Sebek, el dios con cabeza de cocodrilo. Weildan, el arqueólogo, había traído la momia desde Egipto, y la examinamos, a pesar de las advertencias que nos habían hecho. Confieso que aquel día había bebido un poco más de la cuenta, y aún ahora no estoy completamente seguro de lo que ocurrió, exactamente. Los acontecimientos se precipitaron como en una pesadilla. La momia llevaba una máscara de cocodrilo. Cuando salí corriendo de la casa, Vanning habla muerto a manos del sacerdote..., o a garras del sacerdote, unas garras adheridas a la máscara (si es que era una máscara).
No puedo garantizar la autenticidad de los hechos; mejor dicho, no me atrevo. Conté la historia, y luego decidí abandonar para siempre el escribir acerca de Egipto y de sus antiguas tradiciones.
Me he atenido escrupulosamente a aquella decisión, hasta que esta noche una terrible experiencia me ha inducido a revelar lo que creo que debe de ser contado.
Ése es el motivo de este relato. Los hechos preliminares son simples; pero todos ellos parecen señalar que estoy unido a alguna espantosa cadena de experiencias relacionadas entre sí, elaboradas por un monstruoso dios egipcio del Destino. Como si los antiguos estuvieran enojados conmigo por mi curiosidad acerca de ellos, y quisieran castigarla empujándome inexorablemente hacia un horrible final.
Así lo creo, ya que después de mi experiencia de Nueva Orleans, después de mi regreso a casa decidido a abandonar para siempre las investigaciones en torno a la mitología egipcia, me vi atrapado de nuevo.


El profesor Weildan vino a visitarme. Weildan había pasado de contrabando la momia del sacerdote de Sebek que yo había visto en Nueva Orleans; le había conocido aquella increíble noche en que un dios enojado, o su emisario, había descendido aparentemente a la tierra, para vengarse. El profesor estaba enterado de mi curiosidad, y me había hablado muy seriamente de los peligros que le acechan al que se dedica a escarbar en el pasado.
Era un hombre bajito, barbudo, con aspecto de gnomo. Confieso que su visita me desagradó, ya que su presencia me traía recuerdos de cosas que me había propuesto olvidar de un modo definitivo. Pero no podía negarme a recibirle. A pesar de mis tentativas por conducir la conversación a un terreno más amplio, insistió en hablar de nuestro primer encuentro. Me contó que a consecuencia de la muerte del recluso Vanning resultó disuelto el pequeño grupo de ocultistas que aquella noche había conocido alrededor de la momia.
Pero él, Weildan, no había renunciado a sus investigaciones acerca de la leyenda de Sebek. Éste, me informo, era el motivo de su visita. Ninguno de sus antiguos asociados le ayudaría en el proyecto que tenía entre manos. Tal vez yo estuviera interesado.
Me negué en redondo a hacer algo que tuviera relación con la egiptología.
Weildan se echó a reír. Comprendía perfectamente mi actitud, dijo, pero tenía que permitirle que se explicara. Su actual proyecto no tenía nada que ver con la brujería ni con las artes mánticas. Se trataba, sencillamente, de una oportunidad para ajustar cuentas con los Poderes de las Tinieblas, si es que yo era tan ingenuo como para aplicarles ese nombre.
Se explicó. En resumen, quería que le acompañara a Egipto, a una expedición particular. No tenía que preocuparme por los gastos; necesitaba a un hombre joven como ayudante, y no podía confiar en ningún arqueólogo profesional, por motivos especiales.
En los últimos años, sus estudios se habían concentrado exclusivamente en las leyendas del Culto del Cocodrilo, y había dedicado todos sus esfuerzos a descubrir las tumbas secretas de los sacerdotes de Sebek. Ahora, por fuentes dignas de crédito, conocía el emplazamiento de una tumba subterránea en la cual reposaba la momia de un adorador de Sebek.
No iba a malgastar palabras dándome más detalles; lo esencial del asunto era que la momia podía ser extraída fácilmente de la tumba, sin necesidad de efectuar trabajos de excavación, y que no existía el menor peligro de maldiciones o de venganzas. Por lo tanto podíamos ir hasta allí solos, en el mayor secreto. Y nuestra visita sería provechosa. No sólo se apoderaría de la momia sin ninguna intervención oficial, sino que, además, su fuente de información -la cual podía garantizar con su reputación personal- le había revelado que la momia estaba enterrada con un montón de joyas sagradas. Lo que me ofrecía, pues, era una oportunidad única, segura y secreta para hacerme rico.
Tengo que admitir que la perspectiva no me desagradó. A pesar de mis anteriores experiencias, estaba dispuesto a correr un riesgo a cambio de una adecuada compensación. Y, además, aunque estaba decidido a evitar toda relación con el misticismo, el asunto tenía un aspecto de aventura que me atraía.
Weildan explotó hábilmente mis sentimientos; ahora me doy cuenta. Habló conmigo por espacio de varias horas, y volvió al día siguiente, hasta que obtuvo mi asentimiento.


Embarcamos en el mes de marzo, y llegamos a El Cairo tres semanas más tarde, después de una breve escala en Londres. La excitación del viaje nubla los recuerdos de mis contactos personales con el profesor; sé que se mostró muy obsequioso y tranquilizador en todo momento, insistiendo en que nuestra pequeña expedición era completamente inofensiva. Disipó por completo mis escrúpulos acerca de la inmoralidad que representaba el saquear una tumba; cuidó de nuestros visados, e inventó no sé qué historia para que nos permitieran viajar al interior.
Desde El Cairo fuimos en tren hasta Karthum. Allí era donde el profesor Weildan proyectaba reunirse con su «fuente de información»: un guía nativo, que no era más que un espía al servicio del arqueólogo.
La revelación no me afectó tanto como podía haberme afectado en parajes más vulgares. La atmósfera del desierto parecía un fondo adecuado para la intriga y la conspiración, y por primera vez comprendí la psicología del vagabundo y del aventurero.
Resultó muy emocionante vagar por las retorcidas callejas del barrio árabe la noche en que visitarnos la choza del espía. Weildan y yo entramos en un patio oscuro y silencioso, y fuimos introducidos en una lóbrega habitación por un beduino alto, de nariz de halcón. El hombre acogió calurosamente al profesor. Unos billetes cambiaron de dueño. Luego, el árabe y mi compañero se retiraron a una habitación interior. Oí el leve susurro de sus voces: la excitada de Weildan, en tono interrogante, mezclándose con el gutural inglés del indígena. Permanecí sentado en la oscuridad, esperando. Las voces subieron de tono, como si discutieran. Parecía como si Weildan tratara de aplacar o tranquilizar, en tanto que la voz del guía tenía una nota de advertencia y de temor.
Luego oí pasos. La puerta de la habitación interior se abrió, y apareció el indígena en el umbral. Su rostro tenía una expresión suplicante cuando me miró, y de sus labios brotó un torrente de palabras incomprensibles, como si en sus excitados esfuerzos para advertirme hubiera recurrido inconscientemente a su idioma natal. Ya que me estaba advirtiendo contra algo, indudablemente.
La cosa duró unos segundos; luego, la mano de Weildan cayó sobre su hombro, obligándole a girar en redondo. La puerta volvió a cerrarse, y se oyó de nuevo la voz del árabe, subiendo de tono, hasta convertirse en un grito. Weildan gruñó algo ininteligible; a continuación se oyó el rumor de una pelea, un ahogado estampido, luego silencio.
Transcurrieron varios minutos antes de que la puerta se abriera y apareciera Weildan, secándose la frente. Sus ojos evitaron los míos.
-Ese tipo ha armado una trifulca por la recompensa -explicó, mirando al suelo-. Pero tengo la información. Quería más dinero. Y ha salido a pedírselo a usted. Me he visto obligado a disparar un tiro para asustarle; estos indígenas son muy excitables.
Cuando nos marchamos de allí no dije nada, ni hice ningún comentario ante la actitud apresurada y furtiva de Weildan mientras regresábamos a nuestro hotel a través de las oscuras callejas.
Asimismo, fingí estar distraído cuando mi compañero se secó las manos con su pañuelo y volvió a meterse éste apresuradamente en el bolsillo.
Pensé que podía resultarle embarazoso explicar la presencia de aquellas manchas rojas...


Debí sospechar entonces, debí abandonar el proyecto inmediatamente. Pero no podía saber, cuando a la mañana siguiente Weildan propuso que diéramos un paseo a caballo a través del desierto, que nuestro punto de destino era la tumba.
Los preparativos fueron de lo más inocente. Dos caballos, con un ligero almuerzo en las alforjas; una pequeña tienda «contra el calor del mediodía», dijo Weildan; y emprendimos la marcha, solos. Como si saliéramos de merienda al campo. Weildan no liquidó la cuenta del hotel ni dijo una palabra a nadie.
Salimos de la ciudad y cabalgamos por la llanura arenosa que se extendía bajo un cielo intensamente azul. Cabalgamos por espacio de una hora. Weildan parecía estar preocupado; no cesaba de escrutar el monótono horizonte, como si buscara algo; pero ni por un instante sospeché sus verdaderos propósitos.
Casi tropezamos con las piedras antes de que yo las viera; un gran montón de rocas blancas surgiendo del centro de una pequeña duna. Su forma parecía indicar que las rocas visibles formaban un fragmento infinitesimal de las piedras ocultas debajo de la arena; aunque ni en su tamaño ni en su forma había nada anormal. Surgían de la duna, semejantes a una docena de otros montones de rocas que habíamos visto antes.
Weildan sugirió que desmontáramos, plantáramos la pequeña tienda y almorzáramos. Clavamos las estacas en el suelo arenoso, arrastramos unas cuantas piedras planas al interior de la tienda para que nos sirvieran de mesa y de asientos, y nos dispusimos a almorzar.
Entonces, mientras comíamos, Weildan hizo estallar la bomba. Las rocas situadas delante de nuestra tienda, dijo, ocultaban la entrada a la tumba. La arena, el viento y el polvo del desierto habían realizado su tarea a la perfección, ocultando el santuario a los intrusos. Su cómplice indígena, guiado por suposiciones y rumores, había descubierto el lugar de un modo que no había querido explicar.
Pero la tumba estaba allí. Ciertos manuscritos y pergaminos atestiguaban el hecho de que no estaba sujeta a vigilancia. Lo único que temamos que hacer era apartar las piedras que bloqueaban la entrada y descender. Weildan volvió a subrayar el hecho de que yo no corría el menor peligro.
Me había cansado de representar el papel de tonto. Interrogué a Weildan estrechamente ¿Por qué había de estar enterrado en un lugar tan solitario un sacerdote de Sebek? 
Porque, afirmó Weildan, él y los suyos huían probablemente hacia el sur en el momento de producirse su muerte. Quizás había sido expulsado de su templo por un nuevo faraón; en aquella época, además, los sacerdotes eran también magos y brujos, y a menudo se veían perseguidos o cxpulsados de las ciudades por los enfurecidos ciudadanos. Al huír, había muerto y le habían enterrado allí.
Éste, explicó Weildan, era el motivo de la escasez de tales momias. Habitualmente, el corrompido culto de Sebek enterraba a sus sacerdotes bajo las bóvedas secretas de sus propios templos ciudadanos. Aquellos santuarios habían sido destruidos hacía muchísimo tiempo. Por lo tanto, sólo en circunstancias especiales como ésta, un sacerdote expulsado era enterrado secretamente en un lugar donde su momia difícilmente podía ser localizada.
-Pero, ¿y las joyas? -insistí.
Los sacerdotes eran ricos. Un brujo fugitivo llevaría encima sus riquezas. Y al morir era enterrado con ellas, naturalmente. Era una peculiaridad de ciertos sacerdotes renegados la de ser momificados con los órganos vitales intactos, debido a que tenían alguna superstición acerca de la resurrección terrenal. Ese era el motivo de que sus momias resultaran tan difíciles de descubrir. Probablemente, la cámara mortuoria no era más que un agujero del tamaño de la caja que contenía la momia excavado en la pared de piedra. Podíamos entrar con toda tranquilidad. En el séquito de tales sacerdotes había siempre varios expertos artífices capaces de embalsamar adecuadamente el cadáver; hacer un buen trabajo sin extraer los órganos vitales exigía mucha habilidad, y los principios religiosos hacían indispensable aquella operación final. Por lo tanto, no teníamos por qué preocuparnos: encontraríamos a la momia en buenas condiciones.
Weildan se mostró muy locuaz. Demasiado locuaz. Me explicó la facilidad con que pasaríamos subrepticiamente la caja con la momia envuelta en la tela de nuestra tienda de campaña; cómo se las arreglaría para sacar la momia y las joyas del país, con la ayuda de una empresa de exportación indígena.
Redujo a polvo cada una de las objeciones que formulé; y sabiendo que, al margen de su carácter personal como hombre, era un reputado arqueólogo, me vi obligado a admitir su autoridad en la materia.
Había un solo punto que me preocupaba vagamente: su accidental referencia a alguna superstición relativa a la resurrección terrenal. El entierro de una momia con los órganos intactos parecía una extravagancia. Sabiendo lo que sabía acerca de las actividades de los sacerdotes en relación con los ritos de nigromancia y brujería, quería evitar la más leve de las posibilidades de atraer la desgracia sobre mi cabeza.
Sin embargo, Weildan acabó por convencerme, y después de almorzar abandonamos la tienda. Las rocas que ocultaban la entrada de la tumba no nos causaron grandes dificultades. Habían sido colocadas hábilmente, de modo que parecía que formaban un solo cuerpo con las rocas del terreno, pero nosotros descubrimos las intersecciones. Tuvimos que apirtar cuatro grandes piedras que formaban un bloque delante de una negra abertura que descendía hacia las entrañas de la tierra.
¡Habíamos encontrado la tumba!
A la vista de aquel oscuro agujero, recordé todo lo que sabía acerca del corrompido culto de Sebek, con su mescolanza de mito, fábula y espantosa realidad.
Pensé en los ritos subterráneos bajo templos que ahora se habían convertido en polvo; en la espantosa adoración de grandes ídolos de oro: ídolos con cuerpo de hombre y cabeza de cocodrilo. Recordé las historias sobre adoraciones paralelas, con una relación entre sí equivalente a la del satanismo respecto al cristianismo; sacerdotes que invocaban a dioses con cabeza de animal que más parecían demonios que deidades benéficas. Sebek era un dios dual, y sus sacerdotes le habían dado a beber sangre. En algunos templos había criptas, y en aquellas criptas se encontraban ídolos del dios en forma de cocodrilo de oro. El animal tenía unas mandíbulas provistas de colmillos, y en sus fauces eran introducidas muchachas vírgenes. A continuación las mandíbulas eran cerradas, y los colmillos de marfil llevaban a cabo el sacrificio, de modo que la sangre se deslizara por la garganta de oro y el dios quedara apaciguado. No era extraño que aquellos sacerdotes hubieran sido expulsados de sus templos y que aquellos santuarios del pecado hubieran sido destruidos.
Uno de aquellos sacerdotes había huido hasta aquí y había muerto. Ahora reposaba en su tumba, debajo de mis pies, protegido por la cólera de su antigua divinidad. La idea no resultaba tranquilizadora, ni mucho menos.
Tampoco resultaban tranquilizadoras las emanaciones que ahora surgían de la abertura en la roca. No era el vaho de la descomposición, sino el casi palpable olor de una increíble antigüedad.
Weildan se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo, y yo le imité.
A continuación encendió su lámpara de bolsillo y penetró en la tumba. Su tranquilizadora sonrisa se desvaneció en la oscuridad a medida que descendía por el suelo de piedra que conducía al pasadizo interior.
Le seguí, dejando que abriera el camino. Si habla alguna trampa, algún artificio para castigar a los intrusos, era justo que se cebara en Weildan, y no en mí. Además, de este modo podía mirar hacia atrás y ver el tranquilizador espacio de cielo azul recortado por la abertura rocosa.
Pero no por mucho tiempo. El pasadizo formaba una curva a medida que descendía. No tardamos en vernos rodeados de profundas sombras que se espesaban alrededor de la débil claridad proyectada por la linterna.
Weildan había acertado en su suposición; el lugar era simplemente una larga caverna rocosa que conducía a una cámara interior apresuradamente excavada. Allí encontramos las losas que cubrían el féretro. El rostro de Weildan tenía una expresión de triunfo cuando se volvió hacia mí gesticulando excitadamente.
Había sido fácil..., demasiado fácil, ahora me doy cuenta. Pero en aquel momento no sospechamos nada. Incluso yo estaba empezando a desechar mis recelos iniciales. Después de todo, el asunto resultaba de lo más vulgar; el único elemento enervante era la oscuridad..., pero en una galería excavada en la roca no cabía esperar otra cosa.
Finalmente, perdí todo temor. Weildan y yo apartamos las losas y contemplamos el bello féretro que había debajo. Lo sacamos y lo colocamos de pie contra la pared. El profesor se inclinó para examinar la abertura en la roca que había contenido el sarcófago. Estaba vacía.
-¡Qué raro! -murmuró-. ¡No hay ninguna joya! Deben de estar en el ataúd.
Colocamos la pesada caja de madera en el suelo. El profesor empezó a trabajar. Operaba lenta, cuidadosamente, rompiendo los sellos y el encerado exterior. El dibujo que adornaba el féretro era muy complicado, y estaba realizado a base de láminas de oro y plata. Había numerosas inscripciones y jeroglíficos, que el arqueólogo no se entretuvo en descifrar.
-Esto puede esperar -dijo-. Veamos primero lo que hay dentro.
Transcurrió algún tiempo antes de que consiguiera levantar la primera tapadera. Weildan trabajaba delicada y cuidadosamente. La linterna empezaba a perder su potencia: la pila se estaba consumiendo.
La segunda tapadera era un duplicado más pequeño de la primera, pero el rostro que aparecía dibujado en ella era más detallado. Parecía un intento de reproducir más concienzudamente los verdaderos rasgos del sacerdote momificado.
-La hicieron en el templo -explicó Weildan-. Se la llevaron en la huída.
Nos inclinamos sobre la tapadera, examinando aquel rostro a la mortecina claridad de la linterna. Bruscamente, y casi al mismo tiempo, hicimos un extraño descubrimiento. ¡El rostro carecía de ojos!
-Era ciego -comenté.
Weildan asintió, luego miró el rostro más de cerca.
-No -dijo-. El sacerdote no era ciego, si este retrato es exacto. ¡Le arrancaron los ojos!
Examiné las cuencas, que estaban vacías, confirmando aquella espantosa verdad. Weildan señaló excitadamente una hilera de figuras jeroglíficas que adornaban los lados del féretro. Mostraban al sacerdote en los estertores de la muerte. Dos esclavos armados con unas pinzas estaban inclinados sobre él.
Una segunda escena mostraba a los esclavos arrancando los ojos del muerto. En una tercera, los esclavos insertaban unos objetos brillantes en las cuencas ahora vacías. El resto de la serie eran escenas de las ceremonias fúnebres, con una espantosa figura con cabeza de cocodrilo en último término: el dios Sebek.
-Extraordinario -fue el comentario de Weildan-. ¿Comprende el significado de esos dibujos? Fueron hechos antes de la muerte del sacerdote. Demuestran que había decidido que le arrancaran los ojos antes de morir, y que en su lugar colocaran esos objetos brillantes. ¿Por qué se sometió voluntariamente a semejante tortura? ¿Qué son esas cosas brillantes?
-La respuesta debe de estar dentro -contesté.


Sin hacer más comentarios, Weildan reanudó su trabajo. Sacó la segunda tapadera. La linterna se estaba apagando. En una oscuridad casi absoluta, el profesor se enfrentó con la tercera tapadera. Finalmente, consiguió levantarla.
El féretro quedó abierto.
A la mortecina claridad de la linterna, vimos la momia.
Una ola de vapor surgió del ataúd: un horrible olor a especias y a gases que traspasó los pañuelos anudados alrededor de la nariz y garganta. El poder de conservación de aquellas emanaciones gaseosas era evidentemente enorme, ya que la momia no estaba vendada ni amortajada. Ante nuestros ojos apareció un cadáver desnudo y moreno, en un sorprendente estado de conservación. Inmediatamente, concentramos nuestra atención en sus ojos..., o en el lugar donde habían estado.
Dos grandes discos amarillos ardían hacia nosotros a través de la oscuridad. No eran diamantes, ni zafiros, ni ópalos, ni ninguna piedra conocida; su enorme tamaño descartaba toda posibilidad de incluirlas en una categoría corriente. No estaban cortadas ni talladas, y sin embargo cegaban con su brillo: un centelleo que hería nuestras retinas como fuego. 
Aquéllas eran las joyas que habíamos venido a buscar..., y valía la pena haberlo hecho. Me disponía a arrancarlas, pero la voz de Weildan me contuvo.
-No lo haga -me advirtió--. Las sacaremos más tarde, sin dañar la momia.
Oí su voz como si llegara de muy lejos. No tuve conciencia de volver a incorporarme. En realidad, permanecí inclinado sobre aquellas centelleantes piedras. Contemplándolas fijamente.
Parecían estar creciendo hasta convertirse en dos lunas amarillas. El contemplarlas me fascinaba: todos mis sentidos parecían concentrados en su belleza. Y ellas, a su vez, concentraban su fuego sobre mí, bañando mi cerebro en un calor que me aturdía y me debilitaba insensiblemente. Mí cabeza ardía. 
No podía apartar la mirada, aunque tampoco deseaba hacerlo. Aquellas gemas eran fascinantes.
Hasta mis oídos llegó débilmente la voz de Weildan. Me pareció notar que palmeaba mi hombro.
-¡No mire! -Su voz sonaba absurdamente excitada-. No son..., piedras naturales. Son un presente de los dioses..., por eso el sacerdote quiso que sustituyeran a sus ojos cuando muriera. Son hipnóticas..., aquella teoría de la resurrección...
Apenas me di cuenta de que rechazaba bruscamente al profesor. Pero aquellas piedras dominaban mis sentidos, obligándome a rendirme. ¿Hipnóticas? Desde luego que lo eran; podía sentir el cálido fuego amarillo inundando mi sangre, latiendo en mis sienes, deslizándose hacia mi cerebro. La linterna se había apagado definitivamente, lo sabía, y sin embargo la cámara estaba bañada en la radiante claridad amarilla que despedían aquellos deslumbrantes ojos. ¿Amarilla? No..., ahora era roja; una brillante luminosidad escarlata, en la cual leí un mensaje.
¡Las piedras estaban pensando! Poseían una mente, o, mejor dicho, una voluntad. Una voluntad que anulaba mis sentidos. Una voluntad que me hacía olvidar mi cuerpo y mi cerebro, en un esfuerzo para perderme a mí mismo en el éxtasis rojo de su ardiente belleza. Deseaba ahogarme en el fuego; en el fuego que me estaba conduciendo fuera de mí mismo, hasta el punto que experimenté la sensación de precipitarme hacia las piedras..., de penetrar en ellas..., en otro cuerpo...
Y luego quedé libre. Libre, y ciego en la oscuridad. Con un repentino sobresalto, me di cuenta de que debía de haberme desmayado. Por lo menos me había caído, ya que ahora estaba tendido de espaldas contra el suelo de piedra de la caverna. ¿Contra el suelo de piedra? No..., contra un suelo de madera.
Era muy raro. Podía notar la madera al tacto. La momia reposaba sobre madera. No podía ver. La momia estaba ciega.
Noté el contacto de mi piel seca, escamosa, leprosamente desconchada.
Mi boca se abrió. Una voz -una voz que era la mía pero que no era la mía- gritó: 
-¡Dios mio! ¡Estoy dentro del cuerpo de la momia!
Oí una exclamación y el ruido de un cuerpo chocando contra el suelo. Weildan.
Pero, ¿qué era aquel otro sonido crujiente? ¿Quién tenía mi forma?
Aquel maldito sacerdote, soportando la tortura para que sus cuencas pudieran contener las piedras hipnóticas, presentes de los dioses como prenda de resurrección eterna..., enterrado con fácil acceso a la tumba... Las piedras me habían hipnotizado, habíamos cambiado de formas, y ahora él andaba.
El supremo éxtasis de horror fue lo único que me salvó. Me incorporé a ciegas sobre unos miembros marchitos, y unos brazos en descomposición ascendieron hasta mi frente, buscando lo que yo sabía que tenía que haber allí. Mis dedos muertos arrancaron las piedras de mis ojos.
Luego me desmayé.


El despertar fue espantoso, ya que yo ignoraba lo que iba a encontrar. Temía adquirir conciencia de mí mismo..., de mi cuerpo. Pero mi alma se albergaba de nuevo en carne cálida, y mis ojos podían ver a través de la amarillenta oscuridad. La momia estaba tendida en su féretro, y resultaba espantoso contemplar las cuencas vacías; la cambiada posición de sus miembros era una horrible confirmación de lo sucedido.
Weildan estaba en el mismo lugar en que había caído, con el rostro amoratado por la muerte. La impresión habla sido demasiado fuerte.
Junto a él estaban las fuentes de la luminosidad amarilla: la diabólica llama de las piedras gemelas.
Aquello fue lo que me salvó: el arrancar aquellos monstruosos instrumentos de transferencia de mis sienes. Sin la voluntad de la momia detrás de ellos, era evidente que no conservaban su permanente poder. Me estremecí al pensar en semejante transferencia al aire libre, donde el cuerpo de la momia se hubiera descompuesto rápidamente, sin ser capaz de arrancar las piedras. Entonces, el alma del sacerdote de Sebek, metida en mi cuerpo, hubiera regresado a la tierra, realizándose así la resurrección. Era una idea horrible.
Recogí apresuradamente las gemas y las envolví en mi pañuelo. Luego me marché de allí, dejando a Weildan y a la momia tal como estaban, y regresando a la superficie con la ayuda de la claridad proporcionada por unas cerillas.
Fue muy agradable contemplar el cielo nocturno dc Egipto, ya que por entonces había oscurecido.
Cuando vi aquella limpia oscuridad, la pesadilla de mi reciente experiencia en la diabólica negrura de la tumba me sacudió de nuevo, y eché a correr como un loco a través de la arena hacia la pequeña tienda.
En las alforjas había whisky; me serví una dosis generosa y di gracias al cielo por la lámpara de petróleo que acababa de encontrar. Luego colgué un espejo de la pared de la tienda y permaneqí más de tres minutos contemplándome a mí mismo, asegurándome de mi propia identidad. Después saqué la máquina de escribir portátil y la coloqué sobre la mesa de piedra.
Sólo entonces me di cuenta de mi subconsciente propósito de manifestar la verdad por escrito. Durante algún tiempo luché conmigo mismo..., pero aquella noche no podía pensar en dormir, ni en regresar a través del desierto. Al final, recobré la serenidad.
Escribí el presente relato.


Ahora, ya he contado la historia. Mañana abandonaré Egipto para siempre..., abandonaré aquella tumba, después de cubrir la entrada de modo que nadie pueda penetrar nunca en aquella subterránea cámara de horror.
Mientras escribo, me siento agradecido a la luz que borra el recuerdo de la silenciosa oscuridad y del sonido sombrío. Agradecido, también, a la tranquilizadora imagen del espejo que desvanece la idea de aquellos terribles instantes en que las gemas que el sacerdote de Sebek tenía por ojos me contemplaron fijamente y yo cambié. ¡A Dios gracias, las arranqué a tiempo!
Tengo una teoría acerca de aquellas gemas: eran una trampa. Resultaba espantoso creer en la capacidad de hipnosis de un cerebro muerto hace tres mil años. Pero no cabe otra explicación. Cuando al sacerdote moribundo le arrancaban los ojos, para colocar en su lugar las piedras preciosas, su mente estaba concentrada en una sola idea: vivir, usurpar de nuevo la carne. Aquella idea, transmitida a las gemas, fue conservada por ellas a través de los siglos hasta que los ojos de un descubridor se posaran en su hipnótico brillo. Entonces, el sacerdote muerto asumió la forma del hombre, y la conciencia del hombre penetró en el cuerpo de la momia. ¡Y pensar que el hombre en cuestión era yo!
Las gemas están en mi poder; tengo que examinarlas. Quizá las autoridades arqueológicas de El Cairo puedan clasificarlas; en cualquiera de los casos, son bastante valiosas. Pero, Weildan está muerto; no debo hablar de la tumba... ¿Cómo puedo explicar el asunto? Las dos gemas son tan raras, que van a despertar la natural curiosidad. Hay algo extraordinario en ellas, aunque la suposición del pobre Weildan en el sentido de que eran un presente del dios Sebek es completamente absurda. Sin embargo, el cambio de color que se produce en ellas no es normal; como tampoco es normal el brillo hipnótico que poseen...
¡Acabo de efectuar un sorprendente descubrimiento! He sacado las gemas de mi pañuelo y las he mirado. ¡Parecen estar aún vivas!
Su brillo no ha cambiado..., su luminosidad es tan intensa aquí como lo era en la oscuridad de tumba; como lo era en las cuencas vacías de la momia. Son amarillas, y al mirarlas percibo aquella misma presciencia de vida interior...
¿Amarillas? No..., ahora están enrojeciendo..., enrojeciendo. No debo mirarlas; me recuerdan demasiado aquella otra vez. Pero son, tienen que ser, hipnóticas.
Ahora, el rojo es vivísimo, y arde furiosamente. Al contemplarlas, me siento bañado en un fuego que no quema tanto como acaricia. Ahora ya no me importa; es una sensación agradable. No tengo por qué apartar la mirada.
No tengo por qué apartarla..., a menos que...
¿Conservarán las gemas su poder incluso sin estar en las cuencas de los ojos de la momia?
Vuelvo a sentirlo..., deben de conservarlo... No quiero volver al cuerpo de la momia..., ahora no podría arrancar las piedras y volver a adquirir mi propia forma..., al arrancarlas aprisioné la idea en las gemas.
Tengo que apartar la mirada. Puedo escribir, puedo pensar..., pero esos ojos delante de mí..., crecen y crecen hasta convertirse en lunas amarillas..., apartar la mirada.
¡No puedo! Más rojas..., más rojas..., tengo que luchar contra ellas, evitar que me dominen. Mi cabeza está ardiendo..., no experimento ninguna sensación..., tengo que luchar..., tengo que luchar...
Ahora puedo apartar la mirada. He vencido a las gemas. Me encuentro perfectamente.
Puedo apartar la mirada... pero no puedo ver. ¡Estoy ciego! Ciego..., las gemas no están ya en las cuencas..., la momia está ciega.
¿Qué es lo que me ha sucedido? Estoy sentado en la oscuridad, escribiendo a máquina a ciegas. ¡Ciego, como la momia! Tengo la sensación de que ha sucedido algo; una sensación muy rara. Mi cuerpo parece más ligero.
Ahora lo sé.
Estoy en el cuerpo de la momia. Lo sé. Las gemas..., la idea que conservaban..., y ahora, algo está saliendo de aquella tumba abierta.
Está andando hacia el mundo de los hombres. Lleva mi cuerpo, y buscará presas y sangre para ofrecerlas en acción de gracias por la resurrección.
Y yo estoy ciego. ¡Ciego... y desmenuzándome!
El aire..., ésta es la causa de la desintegración. Los órganos vitales intactos, dijo Weildan, pero yo no puedo respirar. No puedo ver. Tengo que escribir..., avisar. Quienquiera que vea esto debe enterarse de la verdad. Avisar.
El cuerpo se desintegra rápidamente. Ahora no puedo levantarme. Maldita magia egipcia ¡Aquellas gemas! Alguien tiene que matar a la cosa que salió de la tumba.
Los dedos..., apenas puedo golpear las teclas. Se niegan a funcionar. Se están desmenuzando. Despacio. Tengo que avisar. No puedo hacer retroceder el carro... ahora.
no puedo pulsar la tecla de las mayúsculas. los dedos se van desintegrando. desmenuzándose a causa del aire. los dedos tengo que avisar contra la magia de sebek los dedos apenas puedo escribir con los nudillos
 maldito sebek sebek sebek sebek sebe seb seb seb se s s sssssss s s s



domingo, 26 de septiembre de 2010

EL ELIXIR DE LARGA VIDA








EL ELIXIR DE LARGA VIDA
(L'élixir de longue vie, 1830)
                                                                                   Honoré de Balzac


 AL lector: al comienzo de su carrera literaria recibió el autor, de manos de un amigo muerto hacía tiempo, el tema de esta obra, que más tarde encontró en una antología a principios de este siglo; y, según sus conjeturas, se trata de una fantasía creada por Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque alemán y olvidada por sus editores. La Comédie Humaine es lo suficientemente original para que el autor pueda confesar una copia inocente; como La Fontaine ha tratado a su manera, y sin saberlo, un hecho ya contado. Esto no ha sido una broma como estaba de moda en 1810, época en la que todo autor escribía cosas atroces para complacer a las jovencitas. Cuando el lector llegue al elegante parricidio de don Juan, intente adivinar cuál sería la conducta, en situaciones más o menos semejantes, de gentes honestas que en el siglo diecinueve toman dinero de rentas vitalicias con la excusa de un catarro, o que alquilan una casa a una anciana por el resto de sus días. ¿Resucitarían a sus arrendatarios? Desearía que «pesadores‑jurados» examinasen concienzudamente qué grado de similitud puede existir entre don Juan y los padres que casan a sus hijos por interés. La sociedad humana, que según algunos filósofos avanza por una vía de progreso, ¿considera como un paso hacia el bien el arte de esperar pasar a mejor vida? Esta ciencia ha creado oficios honestos, por medio de los cuales se vive de la muerte. Algunas personas tienen como ocupación la de esperar un fallecimiento, la abrigan, se acurrucan cada mañana sobre el cadáver, lo convierten en almohada por la noche: se trata de los coadjutores, cardenales supernumerarios, tontineros, etc. Hay que añadir gente elegante presurosa por comprar una propiedad cuyo precio sobrepasa sus posibilidades, pero que consideran lógica y fríamente el tiempo de vida que les queda a sus padres o a sus suegras, octogenarias o septuagenarias diciendo: «Antes de tres años heredaré seguramente, y entonces...» Un asesino nos desagrada menos que un espía. El asesino lo es quizá por un arrebato de locura, puede arrepentirse, ennoblecer. Pero el espía es siempre un espía; es espía en la cama, en la mesa, andando, de noche, de día; es vil a cada momento, ¿qué es, pues, ser un asesino, cuando un espía es vil? Pues bien, ¿no acabamos de reconocer que hay en la sociedad unos seres que llevados por nuestras leyes, por nuestras costumbres y nuestros hábitos piensan sin cesar en la muerte de los suyos y la codician? Sopesan lo que vale un ataúd mientras compran cachemira para sus mujeres, subiendo la escalera del teatro, queriendo ir a la Comedia o deseando un coche. Asesinan en el momento en que los seres queridos, llenos de inocencia, les dan a besar por la noche frentes infantiles, mientras dicen:
 ‑Buenas noches, padre.
 A todas horas ven los ojos que quisieran cerrar, y que cada mañana se abren a la luz como el de Belvídero en esta obra. ¡Sólo Dios sabe el número de parricidios que se cometen con el pensamiento! Imaginemos a un hombre que tiene que pagar mil escudos de renta vitalicia a una anciana, y que ambos viven en el campo, separados por un riachuelo, pero tan extraños uno a otro como para poderse odiar cordialmente, sin faltar a las humanas conveniencias que colocan una máscara sobre el rostro de dos hermanos, de los cuales uno obtendrá el mayorazgo y otro una legitimación. Toda la civilización europea reposa en la herencia como sobre un eje, sería una locura suprimirla; pero, ¿no se podría hacer como con las máquinas que son el orgullo de nuestra época, es decir, perfeccionar el engranaje principal?
 Si el autor ha conservado la vieja fórmula AL LECTOR en una obra en la que trata de representar todas las formas literarias, es para incluir una observación relativa a algunos trabajos, y sobre todo a éste. Cada una de sus composiciones está basada en ideas más o menos nuevas cuya expresión le parece útil, puede haber considerado la prioridad de ciertas fórmulas, de ciertos pensamientos que, más tarde, han pasado al campo literario, y una vez allí quizá se han vulgarizado. Las fechas de la publicación primitiva de cada obra no deben, pues, serles indiferentes a aquellos lectores que quieran hacerles justicia. La lectura proporciona amigos desconocidos y ¡qué amigo, el lector! tenemos amigos conocidos que no leen nada nuestro. El autor espera haber pagado su deuda dedicando esta obra DIIS IGNOTIS. (1846)

 En un suntuoso palacio de Ferrara, agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras, ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
 Una parecía decir:
 ‑Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
 Otra:
 ‑Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.
 Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
 ‑En el fondo de mi corazón siento remordimientos ‑decía‑. Soy católica, y temo al infierno. Pero os amo tanto ¡tanto! que podría sacrificaros la eternidad.
 La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:
 ‑¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.
 La mujer sentada junto a Belvídero le miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.
 ‑¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!‑ después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.
 ‑¿Cuándo serás Gran Duque? ‑preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
 ‑¿Y cuándo morirá tu padre? ‑dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
 ‑¡Ah, no me habléis de ello! ‑exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero‑. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!
 Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
 ‑Señor, vuestro padre se está muriendo.
 Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse pur un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»
 ¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
 Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirije al tribunal.
 Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa ‑decía‑ que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
 ‑Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber ‑exclamaba a veces sonriendo.
 Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
 ‑Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
 Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros le sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarle sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena, contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes, dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella miraja, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
 Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.
 ‑¡Te divertías! ‑exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
 En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Dun Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.
 Bartolomé dijo:
 ‑No te quiero aquí, hijo mío.
 Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.
 ‑¡Qué remordimientos, padre! ‑dijo hipócritamente.
 ‑¡Pobre Juanito! ‑continuó el moribundo con voz sorda‑, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?
 ‑¡Oh! ‑exclamó don Juan‑, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).
 Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.
 ‑Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo ‑exclamó el moribundo‑, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.
 «Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
 ‑Sí, padre querido, viviréis ciertamente, porque vuestra imagen permanecerá en mi corazón.
 ‑No se trata de esa vida ‑dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque le sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos‑. Escúchame, hijo ‑continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo‑, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
 «Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
 ‑Pero ‑continuó en voz alta‑, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.
 ‑Dios soy yo ‑replicó el anciano refunfuñando.
 ‑No blasfeméis ‑dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guardaos de hacerlo, habéis recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndoos morir en pecado.
 ‑¿Quieres escucharme? ‑exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
 Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.
 ‑Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.
 ‑Es el colmo del delirio ‑dijo don Juan.
 ‑He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
 ‑Ya está, padre.
 ‑Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
 ‑Aquí está.
 ‑He empleado veinte años en... ‑en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir‑: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.
 ‑Pues hay bastante poco ‑replicó el joven.
 Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
 ‑¡Vaya!, se acabó el buen hombre ‑exclamó don Juan.
 Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al fnal de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se extremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
 ‑¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? ‑dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.
 ‑Su padre era un buen hombre ‑le respondió ella.
 Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:
 ‑Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fánfarrón impío? ¡Ama a su padre!
 ‑¿Os habéis fijado en el perro negro? ‑preguntó la Brambilla.
 ‑Ya es inmensamente rico, ‑dijo suspirando Blanca Cavatolino.
 ‑¡Y eso qué importa! ‑exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.
 ‑¿Cómo que qué importa? ‑exclamó el Duque‑. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!
 Don Juan, en un principio, asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
 ‑Dejadme solo aquí ‑dijo con voz alterada‑ y no entréis hasta que yo salga.
 Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:
 ‑¡Veamos!
 El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que le acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarle a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
 ‑¡Ah! ¡Ah! ‑dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
 Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.
 ‑¡Bien podría haber vivido cien años! ‑exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
 De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.
 «¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.
 ‑¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? ‑se preguntaba.
 ‑Sí ‑dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
 ‑¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! ‑exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero‑. ¡Está ardiendo! ‑gritó sentándose.
 Aquella lucha le había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.
 Finalmente se levantó diciendo para sí:
 «¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
 «¿Sabría él el secreto?»,, se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
 Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.
 Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la calderilla de nuestras ideas vitalicias, Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrujecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»
 Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! ‑se dijo‑. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de Don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
 Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
 ‑Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
 ‑Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
 ‑¿Siempre pensáis en vuestras indulgencias? ‑respondió Belvídero‑. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
 ‑¡Ah! si es así como entiendes la vejez ‑exclamó el papa‑ corres el riesgo de ser canonizado.
 ‑Después de vuestra ascensión al papado, puede creerse todo.
 Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a San Pedro.
 ‑San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder ‑dijo el papa a don Juan‑, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...
 Don Juan y el papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verle oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
 Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.
 Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
 El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos canto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesca ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes le abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche, la apoplejía le aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonáis, verdad? Os atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo les encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.

 Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarle, había que manejarle como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
 Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección, un hijo piadoso y obediente le contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
 ‑Felipe ‑le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.
 ‑Escúchame, hijo mío ‑continuó el moribundo. Soy un gran pecador. Durante mi vida, también he pensado en mi muerte. En otro tiempo, fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.
 Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
 ‑Tú merecías otro padre, ‑continuó don Juan‑. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
 ‑¡Oh, padre!
 ‑Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
 ‑¡Oh, decídmela pronto, padre!
 ‑Tan pronto como haya cerrado los ojos ‑continuó don Juan‑, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
 Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
 ‑Coge bien el frasco ‑y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.
 Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante, la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
 ‑¡Milagro! ‑y todos los españoles repitieron‑: ¡Milagro!
 Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan‑de‑Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
 El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.
 Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex‑votos, palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de un lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que le rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.
 ‑¡Te Deum laudamus!
 Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquirectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.
 ‑¡Te Deum laudamus! ‑decía la asamblea.
 ‑¡Al diablo todos!, ¡sois unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, sois unus estúpidos con vuestro viejo Dios!
 Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.
 ‑¡Deus sabaoth, sabaoth! ‑gritaron los cristianos.
 ‑¡Insultáis la majestad del infierno! ‑contestó don Juan con un rechinar de dientes.
 Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.
 ‑El santo nos bendice ‑dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.
 Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que le elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
 Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:
 ‑Sancte Johannes ora pro nobis ‑entendió claramente‑: ‑¡Oh, coglione!
 »‑¿Qué pasa ahí arriba? ‑exclamó el deán al ver moverse el relicario.
 ‑El santo hace diabluras, ‑respondió el abad.
 Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.
 ‑¡Acuérdate de doña Elvira! ‑gritó la cabeza devorando la del abad.
 Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.
 Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.
 ‑¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? ‑gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.

 París, octubre 1830