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viernes, 8 de octubre de 2010

EL VAMPIRO ESTELAR -- ROBERT BLOCH





EL VAMPIRO ESTELAR
ROBERT BLOCH

Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable
atractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo sinientro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles. En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fuí haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños.
El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.
Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.
Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencéa dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad.Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.
Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido Los vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imagenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte, y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostíles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenasde amenazas, e incluso una llamda telefónica verdadramente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas.... ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules. La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis , "Misterios del Gusano". El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción.
Yo me marché apresudaramente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían coniderando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero. Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen , en forma un tanto evasiva, que era asistido por "compañeros invisibles" y "servidores enviados de las estrellas". Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban cierton ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición , nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas.... todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra. Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del Gusano. Nadie se explica como pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos.
Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo.
Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresudaramente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.
Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La plantabaja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible. Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos... y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, enpezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés.
Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y exitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares,había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar, él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:
"Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum"...
El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaescencia del horror.
Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.
Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?
Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo.... sangriento. Muy despacio, pero en forma contínua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano.
Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.
Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensagrentada vuelta hacia las estrellas.
Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.
Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda.
Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.


La Casa Maldita H.P. Lovecraft





La Casa Maldita

H.P. Lovecraft



Rara vez deja de haber ironía incluso en el mayor de los horrores. Algunas veces forma parte directa de la trama de los sucesos, mientras que otras sólo atañe a la Posición fortuita de éstos entre las personas y los lugares. ,Un magnífico ejemplo de este último caso puede encontrarse en la antigua ciudad de Providence, donde acostumbraba a ir Edgar Allan Poe, a mediados del siglo pasado, durante su infructuoso galanteo a Mrs. Whitman, Poeta de excelentes dotes. Poe solía parar en la Mansión House -nuevo nombre de la Hostería de la Bola de Oro, cuyo techo cobijó a Washington, a Jefferson y a Lafayette-, y su paseo preferido era hacia el Norte, por la misma calle, donde se encontraban la casa de Mrs. Whitman y el vecino cementerio de St. John, situado en la falda de la colina cuyo recoleto recinto' con abundancia de lápidas del siglo XVIII, le fascinaba de manera especial.
Lo irónico del caso es que en el curso de aquel paseo, tantas veces repetido, el más grande maestro de lo terrible y de lo fantástico tenía que pasar por delante de cierta casa situada en el lado oriental de la calle, un edificio deslucido y anticuado que se hallaba posado sobre la brusca subida de la ladera de la colina, con un amplio y descuidado jardín que databa de la época en ¡que la región era en parte campo abierto. No parece que Poe escribiera o hablara nunca de la casa, m se tiene noticia de que hubiera reparado en ella. Y, sin embargo, aquella morada para las dos personas en posesión de cierta información, iguala o supera en horror a las más descabelladas fantasías del genio que con tanta frecuencia pasó por delante de ella sin saber lo que ocultaba y se alza con mirada maliciosa y rígida como símbolo de todo lo que es indeciblemente espantoso.
La casa era -en realidad, continúa siendo- de las que atraen el interés de los curiosos. Originalmente granja, por lo menos en parte, tenía el habitual aspecto colonial - de las casas prósperas de tejado puntiaguado de la Nueva Inglaterra de mediados del siglo xviii, con dos pisos y ático, pórtico georgiano y paredes interiores recubiertas de madera, como dictaba la evolución del gusto en esa época. Estaba orientada hada el Sur y tenía un elevado tejado cuyos dos aleros daban, respectivamente,, a la ladera de la colina y a la calle. Su construcción, de hace más de siglo y medio, se había adaptado al nivelado y al enderezamiento del camino en aquella vecindad particular, pues Benefit Street, llamada originalmente Back Street, se trazó como sinuoso sendero entre los sepulcros' de los primeros colonos y sólo se enderezó cuando el traslado de los cadáveres al Cementerio del Norte permitió abrir camino a través de los antiguos predios familiares.
En un principio, el muro posterior se alzaba sobre un campo de hierba que quedaba como a veinte pies por encima del nivel de la calle, pero un ensanchamiento de ésta, aproximadamente en tiempos de la Guerra de la Independencia, absorbió casi todo el espacio intermedio y dejó los cimientos al aire, por lo que hubo que construir en él sótano un muro de ladrillo, que dio a esta hundida parte de la casa una fachada dotada de puerta y dos ventanas por encima del nivel del suelo, casi a la altura de la calle nueva. Cuando se construyó la acera hace un siglo, se eliminó el resto del espacio intermedio, y en sus paseos Poe debió de ver sólo un muro vertical de ladrillo que nacía del borde de la acera, coronado a una altura de diez pies por la pesada silueta de la antigua casa entejada propiamente dicha.
Los terrenos, propiedad de la familia, se extendían por la parte trasera y subían un buen trecho por la loma, hasta casi llegar a Wheaton Street. El espacio al sur de la casa, el que lindaba con Benefit Street, quedaba, naturalmente, muy por encima del nivel de la actual acera, formando una plataforma que acababa en un muro de guijas húmedas y mohosas horadado por un tramo muy inclinado de estrechos escalones que conducía al interior, entre paredes que formaban una especie de desfiladero, y desembocando en la parte superior en un despeinado macizo de césped, muros de ladrillo rezumantes y jardines descuidados, cuyas desmanteladas urnas de cemento, tiestos herrumbrosos caídos de trípodes de nudosas patas y objetos parecidos hacían parecer más atractiva, por contraste, la puerta principal, maltratada por la intemperie, con su montante roto, pilastras jónicas podridas y carcomida cornisa triangular.
Lo que oí de muchacho acerca de la Casa Maldita fue simplemente que la gente moría en ella en cantidad alarmante. Esa había sido la razón, me decían, por la que sus primeros propietarios la habían abandonado unos veinte años después de haberla construido. La casa era, evidentemente, malsana, tal vez a causa de la humedad y de los hongos que crecían en el sótano, del tufo enfermizo que lo contaminaba todo, de las corrientes de los pasillos o de la calidad del agua de la bomba y del pozo. Estas. cosas ya eran lo bastante malas y a ellas culpaban, las personas que yo conocía, de las desgracias de la casa. Únicamente los cuadernos de notas de mi tío el anticuario, Dr. Elihu Whipple, me revelaron detalladamente las más oscuras y vagas suposiciones que formaban una corriente folklórica subterránea entre los sirvientes más antiguos y la gente humilde, conjeturas que nunca llegaron muy lejos y fueron en su mayor parte olvidadas cuando Providence se convirtió en ciudad importante con una población moderna y cambiante.
En realidad, los habitantes serios de la ciudad nunca consideraron la casa como «encantada» exactamente. No se hablaba de ruidos de cadenas, ni de heladas corrientes de aire, ni de apagones de luces, ni de caras en las ventanas. Los extremistas decían que traía «mala suerte», pero no pasaban de ahí. Lo indiscutible era que en ella morían gran número de personas, o, mejor dicho, que en ella habían muerto un gran número de personas, pues después de ciertos peculiares acontecimientos ocurridos allí hace más de sesenta años, el edificio había quedado abandonado debido a la imposibilidad de alquilarlo. Aquellas personas no murieron todas repentinamente por una, causa determinada; parecía más bien que su vitalidad iba sien-
do minada de un modo insidioso y que su resistencia dependía de su mayor o menor fortaleza natural. Y las que no morían mostraban en diversos grados un tipo de anemia o consunción, y a veces una decadencia de las facultades mentales, que no hablaban a favor de la salubridad del edificio. Debe añadirse que las casas vecinas parecían estar completamente libres de aquella perniciosa condición.
Esto es cuanto sabía antes que mis insistentes preguntas llevaran a mi tío a mostrarme las notas que finalmente nos embarcaron en nuestra espantosa investigación. En mi niñez, la Casa Maldita estaba vacía, con sus árboles desnudos, nudosos y viejos, su alta hierba de una palidez extraña y cizaña de aspecto de pesadilla en el abandonado patio en el que jamás se posaban los pájaros. Los muchachos solíamos invadir la finca, y aún recuerdo mi terror juvenil provocado no sólo por la morbosa calidad de aquella siniestra vegetación, sino ante la atmósfera y el olor de la ruinosa casa, cuya puerta abierta cruzábamos frecuentemente en busca de emociones. Los cristales de las ventanas estaban rotos en su mayoría, y una indescriptible desolación rodeaban los precarios paneles dé madera que cubrían las paredes, los desvencijados postigos interiores, el papel de los muros que colgaba a tiras, la escayola que se desmoronaba, las inseguras escaleras y los pocos muebles estropeados que todavía quedaban. El polvo y las telarañas daban un mayor matiz de abandono a aquel ambiente atemorizador, y muy valiente tenía que ser el muchacho que se aventuraba por la escalera que conducía al desván, una pieza espaciosa y alargada, con vigas al descubierto, iluminada solamente por la incierta luz de las pequeñas buhardillas de sus extremos y repleta de un montón de arcones, sillas y ruecas rotas que infinitos años de abandono habían cubierto y adornado de formas monstruosas y diabólicas.
Pero, después de todo, el desván no era la parte más terrible de la casa. Lo que nos provocaba mayor repulsión era el húmedo sótano, aunque quedaba completamente por encima del nivel del suelo en el lado que miraba a la calle, separado de la concurrida acera por un endeble tabique de ladrillo en el que se abrían una puerta y una ventana. No sabíamos si frecuentarlo atraídos por su estímulo fantasma], o rehuirlo para bien del alma y la cordura. En primer lugar, el mal olor de la casa era más pronunciado allí; y, además, no nos gustaban la blanca fungosidad que brotaba algunas veces del duro suelo de tierra en los veranos lluviosos. Aquellos hongos, de grotesco parecido con la vegetación del patio exterior, tenían formas verdaderamente horribles, detestables caricaturas de setas de especies desconocidas. Se pudrían pronto y en determinada fase de su descomposición adquirían una leve fosforescencia, de modo que los transeúntes nocturnos hablaban, a veces, de los fuegos fatuos que brillaban detrás de los destrozados cristales de las ventanas, por las que se esparcía el mal olor.
Nunca, ni siquiera en las más descabelladas vísperas de Todos los Santos, bajamos al sótano de noche, pero en algunas de nuestras visitas diurnas pudimos percibir la fosforescencia, especialmente si el día era oscuro y húmedo. También captábamos a menudo una cosa más sutil, algo muy extraño que era, sin embargo, y en el mejor de los casos, apenas una sugestión. Me refiero a una mancha nebulosa y blanquecina en el suelo de tierra, un depósito, vago y cambiante de moho y nitro que, en ocasiones, creíamos ver entre la esparcida fungosidad cerca del inmenso fogón de la cocina del sótano. Algunas veces nos parecía que aquella mancha tenía una extraña semejanza con la figura de una persona encorvada, aunque generalmente no existía tal parecido, y con frecuencia ni siquiera la veíamos. Cierta tarde de lluvia en que aquella sensación fue particularmente intensa y en que, además, había creído ver una especie de emanación tenue, amarillenta y temblorosa que brotaba del dibujo en dirección a la campana de la chimenea, le hablé a mi tío del asunto. Se limitó a sonreír ante aquella curiosa fantasía, pero me pareció que había en su sonrisa un matiz de reminiscencia. Más tarde me enteré de que en algunas de las antiguas leyendas que circulaban por la región había una idea similar a la mía, una idea que también aludía a las formas de vampiro y de lobo que tomaba el humo de la gran chimenea, y de los anómalos contornos adoptados por algunas de las retorcidas raíces de árbol que se abrían camino hasta el sótano por entre las piedras sueltas de los cimientos.
II
M tío no me dio a conocer las notas e informes que había reunido acerca -de la Casa Maldita hasta que fui un hombre adulto. El Dr. Whipple era un médico sensato y conservador de la antigua escuela, y a pesar del interés que le inspiraba la casa no deseaba alentar a un muchacho a pensar en cosas anormales. Sus propias opiniones, en el sentido de que el edificio había sido construido en un paraje insalubre, no tenían nada de anormal, pero se daba cuenta de que el pintoresquismo de lo que había suscitado su propio interés podría asociarse en la mente fantástica de un muchacho con toda clase de macabras imaginaciones.
Mi tío era un solterón, un hombre de pelo blanco, de rostro rasurado vestido a la antigua e historiador local notable, que había roto frecuentemente una lanza contra guardianes de la tradición tan polémicos como Signey S. Rider y Thomas W. Bicknell. Vivía con un criado en una antigua casa georgiana de aldabón, escalinata y barandal de hierro que se alzaba amenazadoramente en North Court, calle de empinada pendiente, junto a la mansión colonial de ladrillo en la que su abuelo -primo de un famoso corsario, el capitán Whipple, que en 1772 quemó la goleta Gaspee de Su Majestad-, había votado el 4 de mayo de 1776 por la independencia de la colonia de Rhode Island. A su alrededor, en la húmeda biblioteca de techo bajo y blancos paneles que la humedad hacía amarillear, de pesada repisa tallada sobre la chimenea y ventanas de pequeños cristales color vino, se guardaban las reliquias y documentos de su antigua familia, entre los cuales había muchas ambiguas alusiones a la Casa Maldita de Benefit Street. Ese malsano lugar no se encuentra lejos, pues Benefit Street corre a lo largo del borde de la precipitada pendiente por encima del Tribunal, por donde treparon las primeras casas de los colonizadores.
Cuando mi tío me consideró lo bastante maduro como para digerirla, puso ante mis ojos una crónica realmente extraña. A pesar de la longitud de su contenido, lleno de estadísticas y monótonas genealogías, corría por ella una hebra continua de tenaz y persistente horror y de malignidad preternatural que me impresionaron más que al buen doctor. Sucesos independientes encajaban entre sí de manera asombrosa, y detalles al parecer insignificantes prometían un potencial de espantosas posibilidades. Una nueva y ardiente curiosidad brotó en mí, comparada con la cual la que sentí de muchacho era débil y rudimentaria. La primera revelación me llevó a realizar una investigación a fondo y finalmente a aquella estremecedora búsqueda que resultó tan desastrosa para mí y para los míos. Pues mi tío insistió en unirse a las pesquisas -que yo había iniciado, y tras haber estado cierta noche en aquella casa, no volvió a salir conmigo. Ahora estoy solo, sin aquel espíritu amable cuyos largos años estuvieron llenos de honor, virtud, buen gusto, benevolencia y erudición. He erigido una urna de mármol en memoria suya en el cementerio de St. John --el lugar bien amado de Poe-, el recogido soto de altísimos sauces que queda sobre la loma, en donde tumbas y lápidas se agrupan serenamente entre la mole blanquecina de la iglesia, las casas y los muros de contención de Benefit Street.
La historia de la casa, que se abría paso entre un laberinto de fechas, no revelaba nada siniestro en lo referente a su construcción, ni en lo referente a la honorable familia que la edificó. Y, sin embargo, desde sus comienzos la rodeó un aura de calamidades, que pronto adquirió proporciones de mal agüero. La historia, cuidadosamente recopilada por mi tío comenzaba con la construcción del edificio en 1763, y desarrollaba el tema con una desacostumbrada cantidad de detalles. Sus primeros moradores fueron William Harris, su esposa Rhoby Dexter y sus hijos, Elkanah, nacida en 1755; Abigail, nacida en 1757; William, junior, nacido en 1759, y Ruth, nacida en 1761. Harris era un adinerado mercader y marino, dedicado al comercio con las Indias Occidentales y relacionado con la firma de Obadiah Brown y sus sobrinos. Después de la muerte de Brown en 1761, la nueva casa de Nicholas Brown & Co. le nombró capitán del bergantín Prudence, construido en Providence, de 120 toneladas, lo que le permitió construir la nueva casa que había anhelado tener desde que contrajo matrimonio.
El lugar que había elegido -una parte de la recientemente enderezada Báck Street, calle nueva y de buen vecindario, que corría a lo largo de la ladera de la colina que dominaba el populoso Cheapside- reunía todo lo que pudiera desearse, y la casa hacía honor al solar que ocupaba. Era todo lo buena que podía ser dada una fortuna moderada, y Harris se apresuró a mudarse a ella antes que naciera el quinto hijo que esperaba la familia. Este hijo, un varón, llegó en diciembre, *pero nació muerto. Durante un siglo y medio no iba a nacer en aquella casa ningún niño vivo.
En el mes de abril, cayeron enfermos los niños, y Abi. gail y Ruth murieron poco después. El Dr. Job Ives diagnosticó el mal como una clase de fiebre infantil, aunque hubo otros que hablaron de simple debilitación y decaimiento. En cualquier caso, la enfermedad parecía ser contagiosa, pues en el mes de junio Hannah Bowen, una de las dos criadas de la casa, murió de la misma dolencia. El¡ Lideason, la otra criada, se quejaba constantemente de debilidad, y hubiera regresado a la granja de su padre de no haber sido por el gran cariño que le cobré a Mehitabel Rehoboth, que había reemplazado a Hannah. Eli falleció al año siguiente, año triste en verdad, pues en él murió el mismo William Harris, debilitado por el clima de la Martinica, donde sus ocupaciones lo habían retenido durante largas temporadas en la década anterior.
Rhoby, su viuda, nunca se repuso de la pérdida de su marido, y la muerte de su primogénita, Elkanah, ocurrida dos años después, significó el golpe decisivo a su razón. En 1768 fue víctima de una locura benigna, y quedó recluida en el piso superior de la casa; su hermana mayor, Mercy Déxter, soltera, llegó a la casa para cuidar de la familia. Mercy era una mujer muy poco agraciada, huesuda y de gran fortaleza física; pero su salud empeoró visiblemente desde su llegada. Profesaba un profundo afecto a su desventurada hermana y un cariño especial al único sobrino que le quedaba, William, que luego de haber sido un niño fuerte y robusto se había convertido en un muchacho flacucho y enfermizo. Ese mismo año murió Mehítabel, y el otro criado, Preserved Smith, se marchó sin dar una explicación coherente, o aduciendo simplemente algunas historias poco razonables y diciendo que no le gustaba el olor de la casa. Durante algún tiempo, Mercy no pudo conseguir más ayuda, pues siete muertes y un caso de locura, todo ello en un período de cinco años, habían comenzado a fomentar habladurías, repetidas primeramente junto a la lumbre, y convertidas luego en absurdos rumores. Finalmente, consiguió unos criados que no eran del pueblo: Ann White, una mujer melancólica de la parte de North Kingstown que hoy forma la villa de Exeter, y un hombre competente venido de Boston que se llamaba Zenas Low.
Ann White fue la primera en dar forma definida a los rumores. Mercy nunca debió tomar a criada alguna de la comarca de Nooseneck Hill, pues esas tierras remotas y atrasadas eran entonces, como hoy, semillero de las más inquietantes supersticiones. En 1892, fecha relativamente reciente, las gentes de Exeter desenterraron un cadáver y quemaron ceremonialmente el corazón para impedir ciertas supuestas apariciones nocivas para la salud y la paz de la población, y puede imaginarse cuál era el punto de vista de esa comarca en 1768. Ann habló mucho e indiscretamente, y al cabo de unos meses Mercy la despidió reemplazándola con una fiel y amable criada de Newport, María Robbins.
Mientras tanto, la infortunada Rhoby Harris, en su locura, daba rienda suelta a sueños y falsas aprensiones de la más horrible especie. Había veces en que sus gritos se hacían insoportables y durante largos períodos decía tales horrores que su hijo tuvo que ser enviado a casa de su primo, Peleg Harrís, que vivía en Presbyterian Lane, cerca del nuevo edificio del colegio universitario. El muchacho parecía mejorar después de estas visitas, y de haber sido Mercy tan inteligente como bien intencionada, hubiera dejado que el chico se quedara a vivir permanentemente en casa de Peleg. La tradición no está de acuerdo en lo que Mrs. Harris gritaba en sus estallidos de violencia, o, mejor dicho, los relatos son tan absurdos que se
invalidan a sí mismos. Pues resulta, efectivamente, absurdo oír que una mujer que solamente tenía rudimentarios conocimientos del francés, gritara durante horas enteras empleando un francés grosero y coloquial, o que la misma persona, en la vigilada soledad de su habitación, se quejara amarga y excitadamente de una presencia que la miraba fijamente y la atormentaba con dentelladas y mordiscos. Zena, el criado, murió en 1772, y cuando Mistress Harris se enteró lo celebró con risas y alborozo, algo incomprensible en ella. Al año siguiente falleció, siendo enterrada en el Cementerio del Norte, junto a su marido.
Cuando comenzó la guerra con Inglaterra en 1775, William Harris, a pesar de sus dieciséis años y de su endeble constitución, consiguió alistarse en el Ejército de Observación a las órdenes del general Greene, y a partir de entonces empezó a mejorar de salud y a ganar en prestigio. En 1780, siendo capitán de las fuerzas de Rhode Island en Nueva jersey, mandadas por el coronel Angell, conoció a Phebe Hetfield, de Elizabethtown, contrajo matrimonio con ella y la llevó consigo a Providence al año siguiente cuando le licenciaron honrosamente en el ejército.
El regreso del joven soldado no fue un acontecimiento feliz. La casa, es cierto, se encontraba aún en buen estado la calle se había ensanchado y le habían cambiado el nombre de Back Street por el de Benefit Street. Pero el antes robusto cuerpo de Mercy Dexter se había encogido y desmejorado curiosamente, y ahora era una patética figura encorvada de voz cavernosa y desconcertante palidez, característica singularmente compartida por María, la única criada que quedaba. En el otoño de 1782, Phebe Harris dio a luz una hija muerta, y el día 15 del siguiente mes de mayo, Mercy fallecía tras una vida laboriosa, austera y virtuosa.
William Harris, convencido por fin de la naturaleza radicalmente malsana de su casa, decidió abandonarla y cerrarla para siempre. Consiguió alojamiento provisional para su esposa y para él en la Hostería de la. Bola de Oro, recientemente abierta, y dispuso la construcción de una casa nueva y mejor en Westminster Street, en el ensanche de la ciudad, al otro lado del Gran Puente. Allí nació en 1785 su hijo Dutee, y allí vivió la familia hasta que el desarrollo y necesidades, del comercio los llevaron a instalarse al otro lado del río, y más allá de la loma en Angell Street, en el nuevo barrio residencial del Este, en donde el desaparecido Archer Harris construyó su suntuosa y fea residencia con tejado a la francesa en 1876. William. y Phebe murieron víctimas de la epidemia de fiebre amarilla en 1797, pero Dutee fue criado por su primo Rathbone Harris, hijo de Peleg.
Rathbone era un hombre práctico y arrendó la casa de Benefit Street, a pesar del deseo de William de conservarla desalquilada. juzgó que tenía la obligación hacia su pupilo de sacar el máximo beneficio del patrimonio del muchacho, y no le importaron las muertes y enfermedades que ocasionaron continuos cambios de inquilinos, ni la creciente aversión que la casa generalmente inspiraba. Es probable que sintiera únicamente enojo cuando, en 1804, las autoridades municipales le dieron orden de fumigarla con azufre, alquitrán y alcanfor como consecuencia del comentado fallecimiento de cuatro personas, probablemente causado por un brote de fiebre epidémica. Se dijo que el lugar olía a fiebre.
El propio Dutee no pensó gran cosa en la 5 asa, pues llegó a ser oficial de un barco corsario y presto servicios con distinción en el Vigilant, mandado por el capitán Cahoone en la guerra de 1812. Regresó ileso, contrajo matrimonio en 1814 y fue padre aquella memorable noche del 23 de septiembre de 1815, en que una gran tormenta arrastró las aguas de la bahía hasta que cubrieron la mitad de la ciudad lanzando una gran balandra a buena altura de Westminster Street de modo que sus mástiles casi golpearon las ventanas de los Harris en simbólica afirmación de que el recién nacido, We1come, era hijo de marino.
WeIcome no sobrevivió a su padre, pero sí vivió lo suficiente para morir gloriosamente en Fredericksburg en 1862. Ni él ni su hijo Archer supieron nada de la Casa Maldita, sino que era un engorro casi imposible de arrendar, tal vez a causa de la perniciosa humedad y del olor a viejo y a abandono. En realidad, no volvió a ser alquilada después de una serie de muertes que culminaron en 1861, y que pasaron inadvertidas a causa de la emoción de la guerra. Carrington Harris, el último descendiente varón de la familia, la conocía sólo como un lugar abandonado, pintoresco y centro de leyendas hasta que yo le conté mi experiencia. Se proponía derribarla y construir en el solar un nuevo edificio de apartamentos, pero después de mi relato decidió dejarla en pie, instalar cañerías y alquilarla. No se ha tropezado todavía con ninguna dificultad para encontrar inquilinos. El horror ha desaparecido.
III
Puede imaginarse lo profundamente que me impresionaron los anales de los Harris. En esta ininterrumpida historia parecía anidar una persistente maldad superior a todo lo que yo había conocido en la naturaleza; una maldad claramente relacionada con la casa, y no con la familia. Confirmó esta impresión la colección menos sistemática de heterogéneos datos de mi tío -leyendas procedentes de habladurías de criados, recortes de periódicos, copias, certificados de defunción extendidos por médicos colegas suyos y cosas semejantes. No puedo reproducir todo esa material, pues mi tío fue un incansable investigador del pasado y sintió gran interés por la Casa Maldita; pero puedo referirme a diversos puntos destacados que llaman la atención por su repetición en muchos informes procedentes de diversas fuentes. Por ejemplo, los rumores de la servidumbre coincidían casi unánimemente en atribuir al sótano, con sus hongos y su mal olor, la supremacía en la perniciosa influencia. Hubo criadas -Ann White especialmente- que se resistían a usar la cocina del sótano, y por lo menos tres leyendas muy concretas hablaban de las extrañas formas, casi humanas o diabólicas, que tomaban las raíces de los árboles y las manchas de moho en esa parte de la casa. Estas últimas me interesaban profundamente recordando lo que yo había visto de chico, pero tuve la sensación de que la mayor parte de lo importante había quedado en cada caso oscurecido en buena parte por añadiduras sacadas del común acerbo de cuentos locales de fantasmas.
Ann White, con su superstición típica de Exeter, había difundido la más estrambótica y al mismo tiempo más coherente de las historias o patrañas según la cual tenía que estar enterrado bajo la casa uno de esos vampiros, o muertos que conservan la forma corporal y viven de la sangre o del aliento de los seres vivos, cuyas espantosas huestes envían sus formas o espíritus acechantes al exterior durante la noche. Para acabar con un vampiro, dicen las comadres, hay que desenterrarlo y quemarle el corazón, o por lo menos atravesárselo con una estaca, y la tenaz insistencia de Ann en que debía cavarse el suelo del sótano en busca de cadáveres había sido la causa principal de que la despidieran.
Pero sus historias encontraron un amplio auditorio, y se aceptaron más fácilmente porque la casa estaba edificada efectivamente en un lugar que en otra época sirviera de cementerio. Para mí esto tenía menos importancia que ciertos detalles realmente desconcertantes -la queja del criado, Preserved Smith, que había precedido a Ann sin oír jamás hablar de ella, de que algo «le chupaba el aliento» por la noche; los certificados de defunción de las víctimas de la fiebre en 1804, expedidos por el Dr. Chad Hopkins, es que se mencionaba que las cuatro personas carecían inexplicablemente de sangre; y los oscuros desvaríos de la pobre Rhoby Harris cuando se quejaba de los agudos dientes y ojos vidriosos de una presencia semivisible.
Aunque libre de vanas supersticiones, estas cosas me producían una extraña sensación que se intensificó al leer dos recortes de periódico de fechas muy distintas relativos a muertes acaecidas en la Casa Maldita -uno de la Providence Gazette and Country-journal, del 12 de abril de 1815, y el otro del Daily Transcrípt and Chronicle, del 27 de octubre de 1845-, y que detallaban un espeluznante suceso cuya repetición resultaba extraña Parece ser que en ambos casos la persona agonizante, en 1815 una dulce anciana llamada Stafford, y en 1845 un maestro de mediana edad llamado Eleazer Durfee, se transfiguró horriblemente, vidriándose su mirada e intentando morder la garganta del médico que le atendía. Todavía más extraño fue el caso que puso término al alquiler de la vivienda, una serie de muertes por anemia precedidas de locura en el curso de la cual los enfermos atentaban contra la vida de sus parientes mediante incisiones en el cuello o en las muñecas
Esto ocurrió en 1860 y 1861, cuando mí tío comenzaba a ejercer su profesión de médico; y antes de partir para el frente oyó hablar mucho del caso a sus colegas más viejos. Lo que resultaba verdaderamente inexplicable era la forma en que las víctimas -gente ignorante, pues aquella casa maloliente y rehuida no podía alquilarse a otra clase de personas-, balbuceaban imprecaciones en francés, lengua que era imposible que hubieran estudiado verdaderamente. Aquello hacía pensar en la pobre Rhaby Harris de casi den años antes, y tanto impresionó esto a mi tío que empezó a reunir datos históricos acerca de la casa a su regreso de la guerra, después de escuchar los relatos personales de los doctores Chase y Whitmarsh. Realmente, comprobé que mi tío había pensado mucho en el asunto y de que se alegraba de mi propio interés abierto y comprensivo que le permitía discutir conmigo cosas de las que otros se hubieran reído. Su imaginación no había llegado tan lejos como, la mía, pero presentía que el lugar tenía algo de raro por su potencial para la imaginación y que merecía ser tenido en cuenta como inspiración en el terreno de lo grotesco y lo macabro.
Por mi parte estaba dispuesto a tomar todo el asunto con gran seriedad y empecé inmediatamente no sólo a revisar las pruebas, sino a acumular tantos datos como pudiera reunir. Hablé muchas veces con Archer Harris, el anciano propietario de la casa, antes que muriera en 1916, y obtuve de él y de su hermana soltera, todavía viva, una auténtica corroboración de todos los datos que mi tío había reunido acerca de la familia. Pero cuando les pregunté qué relación pudo tener la casa con Francia o con su lengua, se confesaron tan desconcertados e ignorantes respecto a ese asunto como yo. Archer nada sabía, Y lo único que pudo decir su hermana era que posiblemente su abuelo, Dutee Harris, había oído hablar de algo capaz de arrojar alguna luz sobre el tema. El viejo marino, que sobrevivió dos años a su hijo muerto en la guerra, no conoció por sí mismo la leyenda, pero recordaba que su primera niñera, la anciana María Robbins, parecía estar vagamente enterada de algo que podía haber dado cierto extraño significado a los desvaríos franceses de Rhoby Harris que tantas veces había oído en los últimos días de aquella desgraciada mujer. María había vivido en la Casa Maldita desde 1769 hasta que la familia se mudó en 1783 y había visto morir a Mercy Dexter. Una vez le insinuó algo a Dutee, aún niño, sobre un detalle algo extraño de los últimos momentos de Mercy, pero el chico lo había olvidado todo excepto que se trataba de algo raro. La nieta recordaba aquel detalle de un modo confuso. Ni ella ni su hermano estaban tan interesados en la casa como Carrington, el hijo de Archer y actual propietario, con quien hablé después de lo que me pasó.
Una vez que conseguí de la familia Harris. todos los datos que sabían, me dediqué a investigar los antiguos archivos y documentos de la ciudad con más cuidado y minuciosidad que lo había hecho mí tío. Lo que buscaba era una historia completa del solar en que se construyó la casa desde la fundación de la ciudad, ocurrida en 1636, o aun desde tiempos anteriores, si es que podía desenterrar alguna leyenda de los indios Narragansett con el fin de obtener los datos. Encontré, para empezar, que aquellos terrenos formaron parte de una larga franja de tierra otorgada originalmente a John Throckmorton, una de las muchas similares que comenzaban en Tcvwn Street, junto al río, y se extendían sobre la colina hasta un lugar que coincidía aproximadamente con la de la moderna Hope Street. La propiedad de Throckmorton, naturalmente, se había subdividido posteriormente, y dediqué mucho tiempo y trabajo a investigar qué había sido de aquella parte por la que luego correría Back o Benefit Street. Parece, según rumores, que había sido el cementerio de los Throckmorton, pero cuando estudié más cuidadosamente los documentos, descubrí que todas las tumbas habían sido trasladadas en una fecha anterior al Cementerio del Norte, situado en la Pawtucket West Road.
Y de pronto encontré, por pura casualidad, pues no estaba en los legajos principales y muy bien pudo pasarme inadvertido, algo que me emocionó profundamente, pues encajaba con algunos de los aspectos más extraños del caso. Era un documento de arrendamiento de 1697, relativo a un pequeño trozo de tierra, y otorgado a un tal Etienne Roulet y a su esposa. Al fin había aparecido el elemento francés, y también otro más profundamente horripilante que el nombre evocó extrayéndolo de mis insólitas y heterogéneas lecturas, lo que me llevó a estudiar febrilmente el plano del lugar tal como había sido antes del trazado de la Back Street entre 1747 y 1758. Encontré lo que a medias -esperaba; en el solar donde se alzaba ahora la Casa Maldita, detrás de una casita de planta baja, los Roulets habían enterrado a sus muertos, sin que existiera constancia de ningún traslado de tumbas. El documento terminaba de un modo confuso y tuve que buscar en los archivos de la Sociedad Histórica de Rhode Island y en la Biblioteca Shepley hasta encontrar una referencia local al nombre de Etienne Roulet. Por fin encontré algo y de tan vago y monstruoso significado que decidí investigar inmediatamente el sótano de la Casa Maldita con una nueva y emocionada minuciosidad.
Al parecer, los Roulets llegaron en 1696 de East Greenwich a la costa occidental de la bahía de Narragansett. Eran hugonotes procedentes de Caude, y habían tropezado con una fuerte oposición antes de que se les permitiera instalarse en Providence. La impopularidad les había acosado en East Greenwich, a donde llegaron en 1686 después de la revocación del Edicto de Nantes, y decían las malas lenguas que la ojeriza procedía de algo más que de los prejuicios raciales o nacionales, o de las rencillas sobre tierras que afectaron a otros colonizadores franceses que disputaron con los ingleses, rencillas que ni siquiera el gobernador Andros pudo apaciguar. Pero su ardiente protestantismo -demasiado ardiente, según algunos- y su manifiesta aflicción cuando los echaron del pueblo hizo que les concedieran refugio; y el aceitunado Etienne Roulet, menos ducho en faenas agrícolas que en leer extraños libros y dibujar raros diagramas, logró que le dieran un puesto de oficinista en el muelle de Pardon Tillinghast, en el extremo sur de Town Street. Pero tuvo lugar un alboroto de algún tipo, tal vez cuarenta años más tarde, después de la muerte del viejo Roulet, y nadlie parecía haber vuelto a oír hablar de la familia desde entonces.
Al parecer, durante más de un siglo se recordó bien a los Roulet, y se habló frecuentemente de ellos como protagonistas de incidentes ocurridos en la vida apacible' del puerto de Nueva Inglaterra. Paul, el hijo de Etienne, muchacho tacitumo cuya conducta impredecible probablemente había provocado el escándalo que hizo desaparecer a la familia, fue especialmente motivo de conjeturas; y aunque Providence no compartió nunca los temores a la brujería de sus vecinos puritanos, insinuaban las viejas comadres que las plegarias de Paul no eran proferidas en el momento adecuado ni dirigidas a quien debían dirigir-' se. Todo esto constituyó la base de la leyenda conocida por la andana María Robbins. La relación que pudiera .tener con los desvaríos en francés de Rhoby Harris y de otros habitantes de la Casa Maldita, sólo podrían determinarlo la imaginación o algún descubrimiento futuro. Me pregunté cuántos de los que habían conocido las leyendas habían sabido de aquel eslabón más con lo terrible, que mis extensas lecturas me permitieron descubrir; un dato, significativo encontrado en los anales del horror, morboso y que habla de Jacques Roulet, de Caude, condenado en 1598 a morir en la hoguera por demoníaco, salvado luego de las llamas por el Parlament de París y encerrado en un manicomio. Fue encontrado en un bosque cubierto de sangre y de jirones de carne , poco después de que una pareja de lobos dieran muerte a un muchacho y lo despedazaran. Se había visto escapar ileso a uno de los lobos. Sin duda una bonita historia para escucharla al lado de la chimenea, con un nombre y un lugar extrañamente significativos, pero llegué a la conclusión de que no era posible que los chismosos de Providence en general pudieran conocerla. De haberse sabido, la coincidencia de los nombres hubiera provocado acciones drásticas inducidas por el miedo, aunque, ¿no pudo ,haber sido su difusión, aunque entre susurros, la causa del alboroto final que hizo desaparecer a los Roulet de la ciudad?
Comencé a visitar el lugar maldito con creciente frecuencia, a estudiar la malsana vegetación del jardín, a examinar todas las paredes de la casa y a revisar, pulgada a pulgada, el suelo de tierra del sótano. Finalmente, con permiso de Carrington Harris, me procuré una llave para la puerta del sótano que había dejado de usarse y que daba directamente a Benefit Street, pues prefería tener una salida más directa al exterior que la que brindaban las oscuras escaleras, el vestíbulo del piso bajo y la puerta principal. Allí, donde lo morboso acechaba en cada rincón, investigué y hurgué en los largos atardeceres en que el sol se filtraba por la puerta cubierta de telarañas que quedaba por encima del nivel del piso y que me situaba tan sólo a unos cuantos pies de la apacible acera de la calle. Ninguna novedad premió mi labor, sólo la deprimente y mohosa humedad y las leves sugerencias de olores desagradables y salitrosos perfiles en el suelo, y supongo que muchos transeúntes debieron de mirarme con curiosidad a través de los cristales rotos.
Finalmente, por una sugerencia de mi tío, decidí convertir en nocturnas mis visitas., y una noche de tormenta guié el rayo de luz de una linterna eléctrica por el suelo rezumante en que se dibujaban extrañas siluetas y en el que brotaban hongos semifosforescentes. El lugar me había deprimido curiosamente aquella tarde, y casi estaba preparado cuando vi -o creí ver- entre los blanquecinos sedimentos la silueta especialmente definida de la «sombra encorvada» que había imaginado desde muchacho. Su claridad era asombrosa y sin precedentes, y mientras la observaba creí ver de nuevo el tenue y tembloroso
'hálito amarillento que me había asustado una tarde lluviosa, hacía muchos años.
Se elevó por encima de la mancha antropomórfica de moho que había junto a la chimenea: era un vapor sutil, malsano, casi luminoso que mientras flotaba tembloroso en el aire húmedo parecía adoptar una forma vaga, incierta y maligna, para luego disiparse gradualmente en una desvaída nube subiendo a través de la oscuridad de la gran chimenea y dejando un repulsivo hedor a su paso. Fue en verdad horrible, y mucho más para mí, por lo que sabía del lugar. Negándome a huir, lo contemplé hasta que se desvaneció, y mientras lo miraba sentí que también aquello me observaba ávidamente con ojos más imaginables que visibles. Cuando se lo conté a mi tío le impresionó profundamente, y después de una hora de reflexión, tomó una decisión definitiva y drástica. Sopesando mentalmente la importancia de la cuestión, y el significado de nuestra relación con ella, insistió en que ambos debíamos probar, y si era posible destruir, el misterioso horror de la casa dedicándonos una noche, o varias, a vigilar juntos, dispuestos a actuar violentamente en aquella bodega mohosa y apestada de los hongos.
IV
El miércoles, 25 de junio de 1919, después de informar debidamente a Carrington Harrís, aunque sin comunicarle lo que esperábamos encontrar, mi tío y yo llevamos a la Casa Maldita dos hamacas y un catre de campaña plegables junto con unos aparatos científicos de gran peso y complejidad. Pusimos todo en el sótano durante el día y tapamos las ventanas con papel, con la intención de volver por la noche para nuestra primera guardia. Habíamos cerrado con llave la puerta del sótano que llevaba al piso bajo, y dado que teníamos llave para la puerta que daba a la calle, estábamos dispuestos a dejar allí los cos- tosos y delicados aparatos, conseguidos en secreto y a un elevado precio, tantos días corno fuera necesario. Nuestro plan era permanecer despiertos hasta muy tarde y vigilar luego por turno durante guardias de dos horas; yo me encargaría de la primera y mi compañero de la segunda; el que quedara libre descansaría en el catre.
M tío asumió la dirección de nuestra aventura y consiguió los instrumentos en los laboratorios de la Universidad de Brown y en la Armería de Cranston Street poniendo de manifiesto la gran vitalidad y resistencia de que disfrutaba a sus ochenta y un años. Elihu Whipple había vivido de acuerdo con las leyes higiénicas que había predicado como médico., y de no haber sido por lo que luego ocurrió, aún estaría entre nosotros Heno de vigor. Sólo dos personas saben o sospechan lo que ocurrió: Carrington Harris y yo. Tuve que contárselo a Harris porque era el propietario de la casa y merecía saber lo que había salido de ella. Además, habíamos hablado con él antes de iniciar nuestras investigaciones, y, al producirse la desaparición de mí tío, supe que sabría comprender y ayudarme a dar unas explicaciones públicas vitales y necesarias. Palideció al oírme, pero aceptó ayudarme y decidió que ya no habría peligro en alquilar la casa.
Decir que no estábamos nerviosos en aquella lluviosa noche de vigilancia sería faltar a la verdad. Ninguno de los dos éramos, como he dicho, supersticiosos, pero el estudio científico y la reflexión nos habían enseñado que el conocido universo de tres dimensiones abarca una mínima parte de la sustancia y energía del cosmos total. En aquel caso, existían numerosas pruebas auténticas de la existencia de fuerzas dotadas de un gran poder y, desde el Punto de vista humano, de una excepcional maldad. Afirmar que creíamos realmente en vampiros o en hombres-lobo no sería exacto. Más bien puede decirse que no estábamos dispuestos a negar la posibilidad de ciertas modificaciones anormales y sin clasificar de la energía vital Y la materia diluida, existentes con poca frecuencia en el espacio tridimensional a causa de su más íntima relación con otras unidades espaciales, pero lo suficientemente próximas a la nuestra como para manifestarse ocasionalmente en formas que, por faltarnos una perspectiva adecuada, escapan a nuestra comprensión.
En resumen, creíamos mi tío y yo que una incontrovertible serie de factores indicaban la existencia de un influjo persistente en la Casa Maldita que se remontaba a uno u otro de los colonos franceses de hacía dos siglos y que seguía actuando según insólitas y desconocidas leyes del movimiento atómico y electrónico. La historia de la familia Roulet parecía demostrar que sus miembros habían poseído una anormal afinidad con círculos de entidades exteriores, de esferas oscuras que sólo inspiran repulsión y terror a las personas normales. ¿No habrían puesto en movimiento los alborotos de la década de 1730 ciertas configuraciones cinéticas en el morboso cerebro de alguno de sus miembros --especialmente en el del, siniestro Paul Roulet- que habrían sobrevivido misteriosamente a los cuerpos asesinados y continuado funcionando en algún espacio multidimensional con las fuerzas originales impulsadas por un odio frenético de la comunidad invadida?
Indudablemente, esto no sería una imposibilidad física o bioquímica a la luz de la ciencia moderna que incluye la teoría de la relatividad y de la acción intraatómica. Es fácil imaginar un núcleo extraño de sustancia o energía, carente o no de forma, mantenido vivo por sustracciones imperceptibles o inmateriales de fuerza vital, o de tejidos corporales y fluidos de, otros seres vivos más palpables en los cuales penetra y con cuyos tejidos llega incluso a confundirse. Puede ser hostil de manera activa, u obedecer sencillamente a impulsos ciegos de conservación. En cualquier caso, semejante monstruo ha de ser forzosamen--te, en nuestro esquema vital, una anomalía y un intruso, y su eliminación es deber primordial de todo hombre que no sea enemigo de la vida, la salud y la cordura del mundo.
Lo que nos desconcertaba era nuestra completa ignorancia randa de la apariencia bajo la cual podíamos encontrar aquello.' Ninguna persona cuerda lo había visto, y pocas lo habían sentido de manera concreta. Podía ser energía'pura -una forma etérea y ajena al reino de la sustancia-, o podía ser parcialmente material, una masa desconocida y ambigua de plasticidad, capaz de transformarse a voluntad en una nebulosa aproximación de un estado sólido, líquido, gaseoso o a cualquier otro estado tenuamente carente de partículas. La mancha antropomórfica de mohoso salitre del suelo, la configuración o silueta del amarillento vapor y la curvatura de las raíces en algunas de las antiguas leyendas, tendían a confirmar por lo menos una remota y recordada conexión con la forma humana; pero nadie podía saber con certeza hasta qué punto era representativa o permanente aquella similitud.
Disponíamos de dos armas para combatirlo: una válvula Crookes de rayos catódicos de considerable tamaño, especialmente equipada y alimentada por potentes acumuladores, con pantallas y reflectores especiales por si la cosa era intangible y sólo podía ser destruida con radiaciones de éter de gran intensidad, y un par de lanzallamas militares de los que habían sido utilizados en la Guerra Mundial, por si era parcialmente materia y susceptible de destrucción mecánica, pues, al igual que los supersticiosos labriegos de Exeter, estábamos dispuestos a quemarle el corazón, si había algún corazón que quemar. Todo este equipo de agresión quedó instalado. en el sótano en lugares cuidadosamente dispuestos con relación al catre y a las sillas y a la zona delante de la chimenea donde el moho había tomado extrañas formas. Esa incitante mancha, dicho sea de paso, era sólo levemente visible cuando instalamos el catre, las sillas y los instrumentos, y cuando regresamos por la noche para iniciar la vigilancia. Por un momento dudé haberla visto alguna vez dibujada con mayor firmeza, pero entonces recordé las leyendas.
Nuestra guardia en el sótano comenzó a las diez de la noche, y discurrió sin que el transcurso de las horas aportara ninguna novedad. El débil resplandor que se filtraba hasta el sótano procedente de las farolas de la calle azotadas por la lluvia y la tenue fosforescencia de los detestables hongos nos permitían ver la humedad de la pared de Piedra, de la que había desaparecido todo vestigio del enjalbegado original; el suelo de tierra cubierto en parte de verdín y de repulsivos hongos; los restos podridos de las que fueron mesas, banquetas y sillas, y otros muebles no identificables; los gruesos maderos del piso superior y las grandes vigas del techo; la desvencijada puerta de tablones que conducía a cuartuchos y salas situados bajo otros aposentos de la casa; la escalera de piedra medio desmoronada con su estropeado pasamanos de madera; la tosca chimenea de ladrillos ennegrecidos en la que unos herrumbrosos trozos de hierro recordaban que allí hu en otros tiempos trébedes, morillos, espetones, aguilones, y otros adminículos del cocinero cuyos nombres han caí casi en el olvido, así como la puerta del horno de ladrillo y la pesada e intrincada maquinaria destructiva que habíamos llevado.
Como en mis anteriores exploraciones, habíamos dejado abierta la puerta que daba a la calle, para tener una vía de escape práctica y directa en el caso de que tuviéramos que enfrentarnos con manifestaciones imposibles de dominar. Pensábamos que nuestra larga presencia nocturna atraería a cualquier ente maligno que allí acechara; y que, estando preparados, podríamos eliminarlo con alguno de los medios de que disponíamos, después de haberlo reconocido y observado suficientemente. No teníamos la menor idea del tiempo que exigiría evocar y destruir la cosa Sabíamos, desde luego, que la aventura era arriesgada
ya que no podíamos intuir la, fuerza con que se manifestaría el fenómeno. Pero pensábamos que el juego valía pena y lo emprendimos solos y sin vacilar, comprendiendo que buscar ayuda sólo nos expondría al ridículo y tal vez condujera al fracaso de nuestros planes. Ese era nuestro estado de ánimo mientras charlábamos, avanzada la noche, hasta que el aire soñoliento de mi tío me recordó que había llegado el momento de que fuera a descansar un par de horas.
Algo semejante al miedo me heló el corazón cuando quedé allí sentado en la madrugada y sin compañía, y digo, sin compañía porque quien permanece junto a una persona dormida está verdaderamente solo, tal vez más so de lo que pueda imaginar. M tío respiraba pesadamente el rumor de la lluvia acompañaba sus aspiraciones punteadas por otro sonido de agua que goteaba en el interior de la casa, porque ésta era muy húmeda aún en tiempo seco y con aquella tormenta parecía un pantano. Me puse a mirar detenidamente la vieja mampostería de las paredes a la luz de los hongos y de los débiles reflejos que se filtraban por las persianas; en una ocasión, cuando aquel ruido estaba a punto de hacerme perder la paciencia, abrí la puerta y miré arriba y abajo de la calle alegrando mis ojos con cosas conocidas y también el olfato con el aire puro y saludable. Pero no sucedió nada que recompensara mi vigilancia y bostecé repetidamente mientras la fatiga comenzaba a predominar sobre el temor.
Luego, el oír a mi tío moverse en sueños, atrajo mi atención. Durante la última mitad de la primera hora se había movido varias veces, intranquilo, pero ahora estaba respirando con anormal irregularidad, suspirando a veces quejosamente. Lo enfoqué con mi linterna eléctrica y lo vi con la cara vuelta hacia atrás, por lo que me levanté Y crucé hasta el otro lado del catre y lo enfoqué nuevamente para ver si parecía tener algún dolor. Vi algo que me alarmó de forma sorprendente, teniendo en cuenta su relativa nimiedad. Debió ser, sencillamente, la asociación de una circunstancia poco frecuente con la siniestra naturaleza del lugar en que nos encontrábamos y la índole de nuestra misión, ya que la situación en sí no tenía nada de espantoso ni de anormal. Simplemente, la expresión del rostro de mi tío, perturbado por los sueños extraños que nuestra situación provocaba, revelaba una gran agitación y no parecía ser propia de él. Su expresión habitual era apacible y tranquila, mientras que ahora parecían luchar dentro de él diversas emociones. Creo que lo que me inquietó principalmente fue esa variedad. Mi tío, Mientras jadeaba y se movía con creciente inquietud y con ojos que había empezado a abrir, no parecía uno, sino muchos hombres, y daba la curiosa sensación de extrañamiento de sí mismo
De repente, comenzó a murmurar, y no me gustó el aspecto de su boca y de sus dientes mientras hablaba. Al principio no pude entender las palabras que decía, pero luego mi asombro fue muy grande cuando reconocí en ellas algo que me dejó helado hasta que recordé la gran cultura de mi tío y las interminables traducciones que había hecho de artículos de antropología y temas de la antigüedad para la Revue des Deux Mondes. Pues el respetable doctor Whipple estaba murmurando en francés, y las pocas frases que pude captar parecían estar relacionadas con los más oscuros mitos que había adaptado de la famosa revista de París.
De pronto, la frente de mi tío se mojó de sudor y él se incorporó bruscamente, medio despierto. Dejó de murmurar en francés para dar un grito en inglés, y exclamó en tono angustiado:
-¡Mi aliento..., mi aliento!
Despertó por completo y, recobrando su rostro la expresión normal, tomó mi mano y comenzó a relatarme u sueño cuyo espantoso significado sólo pude intuir con asombro.
Dijo que había pasado flotando desde una serie corriente de escenas soñadas a otra cuya rareza no podía relacionarse con nada que hubiera leído. Era de este mundo, y, sin embargo, ajena a él, una oscura confusión geométrica en la cual podían verse elementos de cosas familiares en las más anormales e inquietantes combinaciones Se advertía una sugerencia de imágenes extrañamente ordenadas superpuestas unas a otras; una perspectiva en la que lo esencial del tiempo, y también del espacio, parecía disuelto y mezclado de la manera más ilógica. esta caleidoscópica vorágine de imágenes fantasmales había instantáneas ocasionales si puede emplearse esta palabra, de singular claridad, pero de inexplicable heterogeneidad.
En un momento mi tío creyó yacer en una fosa red abierta, mientras una multitud de rostros con alborotados. rizos y sombreros tricornios lo miraban ceñudos desde lo alto. En otro momento le pareció estar dentro de una casa, aparentemente antigua, cuyos habitantes y detalles cambiaban continuamente y no podía recordar los rostros ni los muebles, ni siquiera la habitación, dado que puertas y ventanas cambiaban de forma y posición con la misma volubilidad que los demás objetos. Lo más raro, y mi tío se refirió a ello en el tono de quien no espera que le crean, era que muchos de los extraños rostros que había entrevisto en sueños tenían indudablemente los rasgos de la familia Harrís. Y todo el tiempo tuvo la sensación personal de ahogo, como si algo de naturaleza penetrante se hubiera esparcido por todo su cuerpo y estuviese tratando de adueñarse de sus funciones vitales. Me estremecí al pensar en esos procesos vitales, desgastados por ochenta y un años de trabajo continuo, luchando contra fuerzas desconocidas -as de las que un organismo más joven y robusto huiría con temor; pero al cabo de un momento me dije que los sueños sólo son sueños y que aquellas turbadoras visiones no eran, a lo sumo, más que la reacción de mi tío a las investigaciones y esperanzas que habían llenado nuestras mentes, con exclusión de cualquier otra
idea.
La conversación contribuyó también a disipar mi sensación di: rareza, y no tardé en rendirme a los bostezos, con lo cual aproveché mi turno para dormir. Mi tío parecía ahora muy despierto y se alegró que le hubiera llegado el turno de vigilar,
aunque la pesadilla lo había despertado mucho antes de las dos horas de descanso que an- Pronto Me dormí e inmediatamente me le correspondí vi acosado por sueños de la más inquietante naturaleza. En mis visiones experimenté una soledad cósmica y abismal, que la hostilidad me acosaba desde todos los rincones de alguna prisión en que me hallaba encerrado. Me pareció estar atado y amordazado, atormentado por los resonantes gritos de multitudes lejanas sedientas de mi sangre. Se me presentó el rostro de mi tío con expresión menos placentera que la que tenía cuando lo veía despierto, Y recuerde mis inútiles tentativas de gritar. No fue un reposo agradable, y por un instante no lamenté el alarido que atravesó las barreras del sueño v me dejó en una penetrante y sorprendida vigilia, en la `que cada objeto que tenía a la vista se destacaba con una nitidez y realidad superiores a lo natural.
V
Había estado echado de espaldas a mi tío, por lo que al despertar bruscamente sólo vi la puerta que daba a la calle, la ventana que quedaba más hada el Norte y la p red, la parte del suelo y el techo del norte de la habitación, todo ello fotografiado con mórbida inmediatez mi cerebro y con una luz más brillante que la de los hongos o la que llegaba desde la calle. No era una luz intensa ni mucho menos, ni siquiera suficiente para leer un libro corriente. Pero proyectaba la sombra de mi cuerpo y la cama sobre el suelo y tenía una fuerza penetrante: amarillenta que sugería las cosas con más fuerza que misma luminosidad. Percibí esto claramente, aunque de mis sentidos estaban violentamente trastornados. P resonaba en mis oídos el eco de aquel grito escalofriante en tanto que asqueaba mi olfato el hedor que llenaba, lugar. Mi mente, tan alerta como mis sentidos, reconoció lo anormal; y casi automáticamente salté de la cama y me volví para coger los instrumentos de destrucción que habíamos dejado instalados sobre la mancha de humedad delante de la chimenea. Mientras me volvía, temía peor, ya que el grito lo había proferido la voz de mi tío e ignoraba contra qué amenaza tendría que defenderle y defenderme.
Pero lo que vi fue peor de lo que había imaginado. Hay horrores que son más que horrendos, y aquél era de esos núcleos de horror de las pesadillas que condensaba todo el espanto que el cosmos reserva para fulminar a unos cuantos seres malditos y desgraciados. De la tierra apestada por los hongos, brotaba una luz vaporosa, amarillenta, malsana y cadavérica que se elevaba hasta tomar una vaga forma gigantesca de incierta silueta humana mitad hombre y mitad monstruo, a través de la cual pude ver la campana y el hogar de la chimenea que quedaba detrás. Era todo ojos -lupinos y burlones- y la rugosa cabeza como de insecto se desvanecía en lo alto en una tenue neblina que se enroscaba horriblemente y acababa por desaparecer por la chimenea. Digo que vi aquello, pero sólo he conseguido rastrear su abominable tentativa de forma a través del recuerdo consciente. Entonces no tuvo para mí sino el aspecto de una nube en aparente ebullición, ligeramente fosforescente, de repugnante fungosidad, que rodeaba y disolvía en horrible plasticidad el único objeto en el cual se concentraba mi atención. Ese objeto era el venerado Elihu Whipple, que con el rostro ennegrecido y las facciones desfiguradas me miraba descaradamente y murmuraba palabras incomprensibles en tanto que procuraba alcanzarme con unas garras goteantes para despedazarme con la furia que aquel horror le había inculcado.
Tan sólo la rutina me salvó de la locura. Me había preparado para el momento decisivo y este entrenamiento ciego fue lo que me ayudó. Comprendiendo que aquel burbujeante maleficio no era de sustancia vulnerable para la fuerza física o la química, hice caso omiso del lanzallamas que estaba a mi izquierda, conecté la corriente de la válvula catódica y lo enfoqué hacia aquella escena blasfema lanzando contra ella las más potentes radiaciones de éter que el artificio humano puede extraer del espacio y las corrientes de la naturaleza. Se produjo una neblina azulada y un frenético chisporroteo, y la fosforescencia amarilla perdió luminosidad. Pero me di cuenta de que la pérdida de luz era solamente efecto del contraste y que las ondas del aparato eran absolutamente ineficaces.
Entonces, en medio de aquel demoníaco espectáculo, vi un nuevo horror que me lanzó vacilante y tembloroso hacia la puerta no cerrada con llave que se abría a la calle tranquila, sin cuidarme de los anómalos horrores que desataba sobre el mundo, ni lo que los hombres pudieran pensar y juzgar de mi conducta. En aquella mezcla de penumbra azulada y amarillenta, la silueta de mi tío había comenzado uña nauseabunda licuefacción cuya esencia resuIta imposible de describir, y en el curso de la cual se producían en su rostro unos cambios de identidad que sólo la locura puede concebir. Era simultáneamente un demonio y una multitud, un matadero y una procesión. Iluminada por aquella luz híbrida e incierta, la cara de gelatina se trasmutaba y adquiría una docena, una veintena, un centenar de aspectos; y con una mueca fue cayendo al suelo coronando un cuerpo que se derretía como sí fuera de sebo y presentando en caricatura las facciones de legiones de seres que eran y no eran desconocidos.
Vi las facciones de la estirpe de los Harris, varones y mujeres, adultos y niños y otros rostros viejos y jóvenes, bastos y refinados, familiares y desconocidos. Durante un segundo apareció una imitación envilecida de una miniatura de la pobre Rhoby Harris que había visto en el Museo de la Escuela de Dibujo, y otra vez me pareció ver la huesuda imagen de Mercy Dexter, tal como la recordaba en un cuadro que había en la casa de Carrington Harris. Aquello sobrepasaba en horror todo lo imaginable. Hacia el final, cuando una extraña mezcla de facciones de sirvientes y niños pequeños titilaba cerca del suelo sobre el que prosperaban los hongos, tuve la impresión que los distintos rostros luchaban entre sí y procuraban formar unos rasgos semejantes a los del bondadoso rostro de mi tío. Me gusta pensar que él existió en aquel momento y que trató de decirme adiós. Creo que de mi seca garganta salió un gemido de despedida en el momento en que salía tropezando a la calle; un hilillo de grasa me siguió por la puerta hasta la acera empapada por la lluvia.
El resto es sombrío y monstruoso. En la calle mojada no había nadie y no había en todo el mundo una sola persona con la cual me hubiera atrevido a hablar. Anduve sin rumbo, pasé por College Hill y ante el Athenaeum bajé por Hopkíns Street y crucé el puente que lleva a la parte más animada de la ciudad, en donde los elevados edificios parecían protegerme, como las cosas materiales modernas protegen al mundo contra los antiguos y maléficos prodigios. Luego, la aurora gris rompió húmedamente por el Este, recortando la silueta de la loma arcaica y los venerables campanarios que sobre ella se alzaban, atrayéndome al lugar en donde mi terrible tarea estaba sin acabar. Finalmente, mojado, sin sombrero, ofuscado por la luminosidad de la mañana, entré por la puerta tremenda de Benefit Street que había dejado entreabierta y que todavía se mecía misteriosamente a la vista de la gente madrugadora con la que no me atreví a hablar.
Había desaparecido la grasa, pues el mohoso suelo era poroso. Y delante de la chimenea no quedaba vestigio de la gigantesca forma de salitre doblada sobre sí misma. Vi la cama, las sillas, los instrumentos, mi sombrero abandonado y el de paja amarillenta de mi tío. Me dominaba la incertidumbre y apenas podía recordar lo que era sueño y lo que era realidad. Luego, poco a poco, fue recobrando el sentido y supe que había presenciado cosas más espantosas que las que había soñado. Me senté y traté de conjeturar en la medida en que la razón me lo permitió, qué había acontecido y cómo podría acabar con el horror, si en realidad había existido. No parecía ser algo material, ni etéreo, ni ninguna otra cosa concebible por una mente mortal. ¿Qué podía ser, pues, sino alguna emanación exótica? ¿Algún vapor vampiresco corno el que la gente rústica de Exeter dice que flota sobre algunos cementerios? Pensé que aquélla era la clave, y volví a mirar el suelo en donde hongos y salitre habían tomado extrañas formas. Al cabo de diez minutos ya había decidido. Cogiendo mi sombrero, me marché a casa,. me bañé ,comí y encargué por teléfono un pico, una pala, una máscara antigás y seis garrafones de ácido sulfúrico, todo lo cual deberían entregarme a la mañana siguiente en la puerta del sótano de la Casa Maldita de Benefit Street. Después traté de dormir, pero, al no conseguirlo, pasé las horas leyendo y componiendo versos anodinos para serenarme.
A las once de la mañana del día siguiente comencé a cavar. Hacía un tiempo soleado, y lo celebré. Seguía solo, Ya que por mucho temor que me inspirara el horror desconocido, temía más a la idea de contárle a alguien lo sucedido. Posteriormente le revelé todo a Harris, por pura necesidad y porque él había oído ya algunas antiguas leyendas que podían predisponerle a la credulidad. Al revolver la negra tierra delante de la chimenea, la pala hizo fluir de los blancos hongos un viscoso zumo amarillo, y temblé por lo que podría descubrir. Algunos secretos del interior de la tierra no son buenos para el género humano y aquél me parecía uno de ellos.
Me temblaban las manos perceptiblemente, pero no por eso dejé de cavar; y al cabo de un rato lo hacía dentro de la gran fosa que había abierto. A medida que el agujero se hacía más hondo -tenía ya alrededor de seis pies cuadrados-, el nauseabundo olor aumentaba y no dudé más de mi inminente contacto con la cosa infernal cuyas emanaciones habían embrujado la casa durante más de un siglo y medio. Me pregunté qué aspecto tendría, cuáles serían su forma y sustancia y qué tamaño habría cobrado al cabo de tantos años de alimentarse chupando vidas ajenas. Finalmente, salí del agujero, esparcí la tierra amontonada, y luego dispuse los. garrafones de ácido alrededor de dos de los bordes, de modo que cuando fuera necesario pudiera vaciarlos todos rápidamente en la fosa, Después de eso eché tierra sobre los otros dos lados cavando más lentamente y colocándome la máscara antigás cuando el olor aumentó. Me encontraba casi acobardado por la proximidad de un algo sin nombre que tal vez encontrara en el fondo de la fosa.
De pronto la pala chocó contra algo más blando que la tierra. Me estremecí y me dispuse a salir del agujero en el cual estaba ahora hundido hasta el cuello. Pero recobré el valor y seguí sacando tierra a la luz de la linterna eléctrica que había llevado conmigo. La superficie que descubrí era semitraslúcida y vidriosa, una especie de gelatina congelada y semiputrefacta. Seguí quitando tierra y vi que tenía forma. Había una grieta sobre la cual se doblaba parte de aquella sustancia. Lo que quedó a la vista era aproximadamente cilíndrico; algo semejante a un gigantesco tubo de chimenea doblado cuya parte más gruesa mediría dos pies de diámetro. Excavé un poco más y luego salí bruscamente del agujero para apartarme de tan repugnante hallazgo. Destapé frenéticamente los pesados garrafones y vertí el corrosivo contenido uno y otro en aquella fosa sepulcral y sobre aquella increíble anormalidad cuyo gigantesco codo había visto.
El cegador torbellino de vapores amarillo-verdosos que ascendió tempestuosamente de la fosa cuando cayó el torrente de ácido, nunca se borrará de mi memoria. La gente de toda aquella colina habla del «día amarillo», en que unos vapores virulentos y horribles se elevaron desde el montón de residuos vertidos por una fábrica en el río Providence, pero yo sé lo muy equivocados que están en cuanto al origen. También hablan del espantoso rugido que brotó al mismo tiempo de alguna cañería subterránea de gas o de agua, y de nuevo podría corregirles si me atreviera. Fue algo impresionante y no comprendo cómo estoy vivo después de haber pasado por aquella experiencia. Tras vaciar el cuarto garrafón, que tuve que utilizar cuando las emanaciones habían empezado a filtrarse por la máscara, me desmayé, pero cuando me recuperé, vi que ya no salían más vapores de la fosa.
Vacié los otros dos sin ningún resultado concreto, y, al cabo de un rato, me pareció que ya no había peligro en volver a rellenar la fosa. Cuando terminé mi tarea empezaba a anochecer, pero el miedo había desaparecido del lugar. La humedad era menos fétida y los extraños hongos se habían marchitado, convirtiéndose en un polvo grisáceo que se esparcía como ceniza por el suelo. Uno de los terrores más ocultos de la tierra había desaparecido para siempre, y si hay infierno, al fin había ido a parar a él el alma diabólica de un ser maldito. Cuando apisoné la última paletada de tierra mohosa, derramé la primera lágrima de las muchas que he, vertido en sincero homenaje a la memoria de mí querido tío.
A la primavera siguiente ya no brotó una hierba pálida, ni creció cizaña de desconocida especie, en el jardín escalonado de la Casa Maldita, y poco después Carrington Harris alquiló su propiedad. Todavía tiene un aspecto fantasmal, pero su peculiaridad me subyuga y sentiré algo mezclado con una pena extraña, cuando la derríben para convertirla en un vulgar edificio de apartamentos o en una deslucida tienda. Los estériles árboles del jardín han comenzado a dar unas manzanitas dulces, y el año pasado anidaron los pájaros en sus nudosas ramas.