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domingo, 10 de octubre de 2010

HIPNOS -- H. P. LOVECRAFT





HIPNOS

H. P. LOVECRAFT


A propósito del sueño, esa siniestra aventura de todas nuestras noches, podríamos decir que los hombres se acuestan diariamente con una osadía incompren­sible, si no supiéramos que es a causa de la ignoran­cia del peligro.
(Baudelaire)





¡Ojalá los dioses misericordiosos, si existen efecti­vamente, protejan esas horas en que ningún poder de la voluntad, ni las drogas inventadas por el ingenio del hombre, pueden mantenerme alejado del abismo del sueño! La muerte es misericordiosa, ya que de ella no hay retorno; pero para aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y consciente, no vuelve a haber paz. Fui un loco al sumergirme con tan inmoderado frenesí en misterios que nadie ha inten­tado penetrar; y fue un loco, o un dios, este único amigo mío que me guió y fue delante de mí, ¡y entró al fin en terrores que pueden llegar a ser los míos!
Recuerdo que nos conocimos en una estación de fe­rrocarril, donde era el centro de atención de una multi­tud de vulgares curiosos. Estaba inconsciente, y había caído en una especie de convulsión que había sumido su cuerpo flaco y vestido de negro en una extraña rigi­dez. Creo que por entonces frisaba en los cuarenta, ya que había profundas arrugas en su cara pálida y consu­mida — aunque oval y verdaderamente hermosa—-, gri­ses estrías en su cabello ondulado y espeso, y una barba corta y ancha que en otro tiempo fue negra como un ala de cuervo. Tenía la frente blanca como el mármol de Pentélico, y alta y ancha casi como la de un dios.
Me dije a mí mismo, con todo mi ardor de escultor, que este hombre era la efigie de un fauno sacada de la antigua Hélade, desenterrada de entre las ruinas de un templo, y animada de alguna forma en nuestra época sofocante, sólo para que sintiese el frío y la tensión de los años devastadores. Y cuando abrió sus inmensos, hundidos, extraviados ojos negros, supe que en ade­lante seria mi único amigo — el único amigo de quien jamás había tenido amigo alguno.—.; porque me di cuenta de que aquellos ojos habían contemplado ple­namente la grandeza y el terror de regiones que esta­ban más allá de la conciencia normal y de la realidad; regiones que yo había amado en mi fantasía, aunque buscaba en vano. Así que aparté a la multitud y le dije que debía venir a casa conmigo, y ser mi maestro y mi guía por los misterios insondables; y él asintió sin pro­ferir una sola palabra. Después, descubrí que su voz era música: una música de profundas violas y de esferas cristalinas. Hablamos con frecuencia por la noche y durante el día, mientras yo esculpía bustos suyos y ta­llaba en marfil miniaturas de su cabeza para inmortali­zar sus diversas expresiones.
Es imposible hablar de nuestras conversaciones, ya que tenían muy poco que ver con las cosas del mundo que los hombres conocen. Se referían a ese universo inmenso y sobrecogedor, de brumosa entidad y con­ciencia, que está por debajo de la materia, el tiempo y el espacio, y cuya existencia vislumbramos tan sólo en determinados sueños... en esos sueños raros que están más allá de los sueños que jamás visitan a los hombres ordinarios, y tan sólo una o dos veces en la vida a los hombres con imaginación. El cosmos de nuestra con­ciencia vigil nace de ese universo como nace una bur­buja de la pipa de un bromista: lo toca como puede tocar la burbuja su sardónica fuente al ser reabsorbida por el bromista caprichoso. Los hombres de ciencia sospechan algo sobre ese mundo, pero lo ignoran casi todo. Los sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen. Un hombre de ojos orientales ha dicho que todo tiempo y espacio son relativos, y los hombres se han reído. Pero incluso ese hombre de ojos orientales no ha llegado más que a sospechar. Yo había querido e intentado ir más allá; en cuanto a mi amigo, lo había intentado y conseguido parcialmente. Así que lo inten­tamos juntos; y con drogas exóticas buscamos terribles y prohibidos sueños en el estudio que yo tenía en la torre de la casa solariega del viejo Kent.
Entre las angustias de los días que siguieron está el mayor de los suplicios: la inefabilidad. Jamás podré ex­plicar lo que vi y conocí durante esas horas de impía ex­ploración, por falta de símbolos y capacidad de sugeren­cia de los idiomas. Digo esto porque de principio a fin, nuestros descubrimientos sólo participaban de la natu­raleza de las sensaciones; sensaciones que nada tenían que ver con ninguna de las impresiones que el sistema nervioso de la humanidad normal es capaz de recibir. Eran sensaciones; pero dentro de ellas había elementos increíbles de tiempo y de espacio... cosas que en el fondo poseen una existencia clara y definida. Los tér­minos que mejor pueden sugerir el carácter general de nuestras experiencias son los de inmersiones o ascen­siones; pues en cada revelación, una parte de nuestra mente se separaba de cuanto es real y presente, y se precipitaban etéreamente en espantosos, oscuros y so­brecogedores abismos, traspasando a veces ciertos obs­táculos definidos y característicos que sólo podría des­cribir como viscosas y groseras nubes de vapor.
Estos vuelos negros e incorpóreos los realizábamos unas veces en solitario, y otras veces juntos. Cuando lo hacíamos juntos, mi amigo iba siempre muy delante de mí; podía percibir su presencia a pesar de nuestra ca­rencia de forma, por una especie de memoria gráfica me­diante la cual se me representaba su rostro, dorado por una extraña luz y de una belleza sobrecogedora, con sus mejillas excepcionalmente juveniles, sus ojos ardientes, su frente olímpica, su cabello oscuro y su barba crecida.
No teníamos constancia del paso del tiempo, porque el tiempo se había convertido para nosotros en una mera ilusión. Sólo sé que había en todo ello algo muy singular, dado que finalmente comprobamos maravilla­dos que no envejecíamos. Nuestras conversaciones eran impías y siempre espantosamente ambiciosas: nin­gún dios ni demonio podía haber aspirado a descubri­mientos y conquistas como los que nosotros planeába­mos en voz baja. Me estremezco al hablar de ellos, y no soy capaz de detallarlos; aunque si quiero decir aquí que mi amigo escribió sobre el papel un deseo que no se atrevió a formular con palabras; después me hizo quemar el papel, y se asomó asustado a la ventana para observar el cielo tachonado de la noche. Pero quiero indicar —-indicar tan sólo—- que sus proyectos implica­ban el gobierno del universo y mucho más; proyectos en los que la tierra y las estrellas se moverían a su antojo, y serían suyos los destinos de todos los seres vivientes. Afirmo — juro.—- que yo no compartí tan ex­tremadas aspiraciones. Cualquier cosa que haya dicho o escrito mi amigo en sentido contrario, debe ser consi­derado un error, pues no soy un hombre tan fuerte como para exponerme a las inefables esferas, ya que seria el único medio de conseguirlo.
Hubo una noche en que los vientos de los espacios desconocidos nos hicieron girar de forma irresistible hacia los vacíos ilimitados que se abren más allá de todo pensamiento y entidad. Sobre nosotros se precipi­taron en tropel percepciones enloquecedoramente inexpresables; percepciones de infinitud que entonces nos estremecieron de gozo, y cuyo recuerdo en parte he perdido, y en parte soy incapaz de transmitir a los demás. Desgarramos viscosos obstáculos al traspasarlos en rápida sucesión, y finalmente sentí que habíamos alcanzado las regiones más lejanas de cuantas habíamos visitado anteriormente.
Mi amigo me llevaba una inmensa ventaja cuando nos precipitamos en ese océano pavoroso de éter vir­gen, y pude ver la siniestra exultación de su joven, flotante y luminoso rostro-recuerdo. De pronto, dicho rostro perdió consistencia, desapareció, y muy poco después me sentí proyectado contra un obstáculo que no me fue posible penetrar. Era como los demás, pero incalculablemente más denso; parecía una masa hú­meda y pegajosa, si es que tales términos pueden apli­carse a cualidades análogas pertenecientes a una esfera no-material.
Sentí que me había detenido una barrera que mi amigo y guía había logrado traspasar. Tras nuevos es­fuerzos, llegué al final del sueño de la droga y abrí mis ojos físicos para encontrarme en el estudio de la torre, en cuyo rincón opuesto descubrí recostada, todavía in­consciente, la figura de mi compañero de sueño, pálida e insensatamente hermosa bajo la luz verde y dorada de la luna que bañaba sus marmóreas facciones.
Luego, tras un corto intervalo, la figura del rincón se agitó; y pido al cielo que no me permita ver ni oír otra escena como la que se desarrolló delante de mí. No puedo decir cómo gritaba, ni qué visiones de infiernos inexplorados brillaron durante un segundo en sus ojos negros, locos de terror. Sólo sé decir que me desva­necí, y que no me recobré hasta que él me sacudió frenéticamente para que alguien le ayudase a conjurar el horror y la desolación.
Este fue el fin de nuestras incursiones voluntarias en las cavernas del sueño.) Sobrecogido, tembloroso, lleno de presagios por cruzar la barrera, mi amigo consideró aconsejable que no nos adentráramos nunca más en esas regiones. No se atrevió a contarme lo que había visto; pero dijo juiciosamente que debíamos dormir lo menos posible; aun cuando necesitáramos tomar alguna droga para mantenernos despiertos. El terror inexpre­sable en que me sumía cada vez que perdía la concien­cia me hizo comprender muy pronto que tenía razón.
Después de cada breve e inevitable período de sueño, me sentía más viejo, mientras que mi amigo envejecía con una rapidez casi asombrosa. Es espantoso ver aparecer las arrugas y volverse blanco el cabello casi a ojos vistas. Nuestra forma de vida se había alte­rado ahora casi por completo. Persona de vida recluida por lo que yo sabia, mi amigo— cuyo nombre y origen ja­más saldrán de mis labios—- había cobrado un miedo fre­nético a la soledad. Por la noche no quería estar solo, ni le tranquilizaba la compañía de unas pocas personas. Sólo encontraba alivio en las fiestas más concurridas y bulliciosas; de modo que eran pocas las reuniones de gentes jóvenes y alegres a las que nosotros no asistía­mos.
Nuestro aspecto y edad parecían causar en muchas ocasiones un ridículo que a mi me ofendía profunda­mente, pero que mi amigo consideraba menos malo que la soledad. Especialmente, temía encontrarse solo fuera de casa cuando lucían las estrellas; y si no era posible evitarlo, miraba furtivamente el cielo como si le persiguiese alguna monstruosa entidad del firma­mento. No siempre miraba en la misma dirección: se­gún la época, vigilaba un punto distinto. En las noches de primavera, miraba hacia el nordeste. Durante el ve­rano, casi verticalmente. En el otoño, hacia el noroeste. Y en invierno, hacia el este; especialmente, en las pri­meras horas de la madrugada.
Las noches de mediados de invierno eran para él menos terribles. Sólo unos dos años después relacioné sus temores con algo definido; pero entonces empecé a observar que miraba hacia un punto especial de la bó­veda celeste, cuya posición en las diferentes épocas correspondía a la dirección de su mirada: punto que correspondía aproximadamente a la constelación Co­rona Borealis.
Ahora teníamos un estudio en Londres; no nos sepa­rábamos nunca, y hablábamos constantemente de los tiempos en que tratábamos de sondear los misterios del mundo irreal. Las drogas, las disipaciones y el agota­miento nervioso nos habían envejecido y debilitado, y la barba y el pelo cada vez más escaso de mi amigo se habían vuelto completamente blancos. Nuestra capaci­dad para evitar un sueño prolongado era sorprendente, ya que rara vez sucumbíamos más de una hora o dos a esa oscuridad que ahora se había convertido en espan­tosa amenaza.
Entonces llegó un mes de enero cargado de niebla y de lluvia, en que escaseaba nuestro dinero y nos era difícil comprar drogas. Habíamos vendido todas nues­tras estatuas y cabezas de marfil, y no teníamos recur­sos para adquirir material nuevo, ni fuerzas para mode­lar el que nos quedaba. Sufríamos terriblemente; y cierta noche, mi amigo cayó en un sueño profundo del que no conseguí despertarle. Aún recuerdo la escena:
el estudio, en una buhardilla oscura y desolada, bajo el alero hostigado por la lluvia; los golpes acompasados de nuestro reloj de pared; el imaginado latido de nuestros relojes, encima del tocador; el vaivén de una contra­ventana, en algún lugar remoto de la casa; el rumor lejano de la ciudad, amortiguado por la niebla y el espacio, y —--lo peor de todo—- la profunda, sosegada y siniestra respiración de mi amigo tendido en la litera; una respiración rítmica que parecía medir los momen­tos de miedo y de angustia preternaturales de su espí­ritu, mientras vagaba por las esferas prohibidas, infinita y pavorosamente remotas.
La tensión de mi vigilancia se volvió opresiva, y una sucesión de impresiones y asociaciones se agolparon en mi mente casi desquiciada. Oí que un reloj -no los nuestros,.ya que no eran de campana— daba la hora en alguna parte, y mi morbosa imaginación encontró en esto un nuevo punto 4e partida para ociosas divagacio­nes. Relojes-tiempo-espacio-infinito; después, mi ima­ginación volvió a lo local, mientras pensaba que aun ahora, más allá del tejado y la niebla y la lluvia y la atmósfera, la Corona Borealis se elevaba por el nor­deste. La Corona Borealis, a la que mi amigo parecía temer, y cuyo semicírculo de estrellas titilantes res­plandecía sin duda a través de inconmensurables abis­mos de éter. De repente, mis oídos febrilmente sensi­bles, parecieron captar un componente enteramente distinto en la nueva mezcolanza de ruidos ampliados por la droga: fue un quejido ronco, lejanísimo, detes­tablemente insistente, que clamaba, se burlaba, llamaba desde el nordeste.
Pero no fue este quejido lo que me privó de mis facultades y me grabó en el alma un sello de terror del -que quizá no llegue a librarme jamás; no fue aquello lo que me hizó gritar y me produjo las convulsiones que decidieron a los vecinos y a la policía a derribar la puerta. No fue lo que oí, sino lo que vi; porque en esa habitación oscura de cortinas corridas y contraventanas cerradas apareció, desde el oscuro rincón nordeste, un haz de horrible luz roja y dorada; un haz que no difun­dió resplandor alguno entre las sombras, sino que ilu­minó tan sólo la cabeza recostada del inquieto dur­miente, extrayendo en espantoso duplicado el rostro-recuerdo, luminoso y extrañamente joven, tal como yo lo había percibido en los sueños de espacio abismal y tiempo desencadenado, al traspasar mi amigo la barrera y adentrarse en las cavernas más secretas, profundas y prohibidas de la pesadilla.
Y. mientras le observaba, le vi levantar la cabeza, con sus ojos negros, líquidos, hundidos y llenos de terror, y abrir sus labios finos y oscuros como si fuese a proferir un grito desgarrado.
Aquel rostro espantoso y flexible, brillando sin cuerpo, luminoso y rejuvenecido en la negrura, reflejó un terror más puro, sofocante y enloquecedor que nada de cuanto ha visto jamás en el cielo y en la tierra.
No sonó una palabra en medio de aquel rumor dis­tante que se acercaba más y más; pero seguir la mirada frenética del rostro­recuerdo a lo largo del detestable haz de luz hacia su fuente, de la que también procedía el gemido, vi algo fugazmente y, con un zumbido en los oídos, caí en el ataque de epilepsia y alaridos que atrajo a los inquilinos y a la policía. Jamás he sabido explicar, por mucho que lo he intentado, qué fue realmente lo
que vi; ni ha podido explicarlo tampoco aquel rostro inmóvil; porque si bien debió de ver bastantes cosas más que yo, jamás volverá a hablar. Pero estaré siem­pre en guardia contra el insaciable y burlesco Hipnos, señor del sueño, contra el cielo nocturno, y contra las locas ambiciones del saber y la filosofía.
No se sabe exactamente qué sucedió, pues no sólo mi mente, desequilibrada por el ser horrendo y extraño, sino también otras quedaron contaminadas por un olvido que no puede significar otra cosa que la lo­cura. Dicen, no sé por qué razón, que yo nunca he tenido ningún amigo; y que el arte, la filosofía y la locura han llenado siempre mi trágica existencia. Los inquilinos y la policía me tranquilizaron esa noche, y el doctor me administró algo para calmarme; pero nadie se dio cuenta del pesadillesco suceso que tuvo lugar. No les inspiró ninguna compasión mi amigo fulminado; lo que encontraron en el lecho del estudio les movió a alabarme de una forma que me produjo náuseas, y que ahora me hace gozar de una fama que desprecio deses­peradamente, mientras sigo aquí, sentado horas y ho­ras, calvo, con la barba gris, consumido, paralítico, enloquecido por las drogas, quebrantado y en perenne adoración del objeto que descubrieron.
Pues sostienen que no vendí la última de mis esta­tuas, y me señalan extasiados lo que el resplandeciente haz de luz enfrió, petrificó e hizo enmudecer. Eso es todo lo que queda de mi amigo; del amigo que me condujo a la locura y la ruina: una cabeza divina —- de un mármol como sólo la vieja Hélade pudo producir— y joven, con una juventud que escapa al tiempo, y un rostro hermoso y barbado, oval, de labios sonrientes, frente olímpica, espesos mechones ondulados, y coro­nado de amapolas. Dicen que ese obsesivo rostro-recuerdo está modelado a imagen del mío propio, tal como era yo a los veinticinco años; en la base de mármol hay esculpido un sencillo nombre en caracteres áticos: HIPNOS.




El Caos Reptante (1920/21) -- H.P. Lovecraft y Elizabeth Berkeley



El Caos Reptante (1920/21)

H.P. Lovecraft y Elizabeth Berkeley


Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un docotor volver a darme opio.
Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, anque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos.
Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradulamente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.
Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededrores me golpeó con plena y devastadora fuerza.
Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La costrucción se alzaba sobre un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos 90 metros sobre lo que últimamemnte debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo enfurecido.
Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces contemplé más de la extraña regón a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir entre el océano hostil y el firmamemnto. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquiera, mirando tierra adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me hicieron entremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida.
Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gigantescas y omipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí.
El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrederores. La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y nuca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los alrederores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuartro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba.
No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugante, revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el hombre jamás supo.
No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.


LA LOTERÍA DE BABILONIA -- Jorge Luis Borges





Jorge Luis Borges



Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo; es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los de Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aún a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente ¿cuestión de siglos, de años? la lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales, comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todo poder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición en la lotería de «elementos no pecuniarios». El éxito fue grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria... Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar... Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.) En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho -el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B- era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas; pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla... Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos... Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Ello Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Eufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un gramo de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía... Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía... Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.


FIN