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lunes, 11 de octubre de 2010

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La Tortura de la Esperanza





La Tortura de la Esperanza
(La Torture par L'Esperance)
Villiers de L'Isle Adam
Hace ya muchos años, al caer una tarde, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, sexto prior de los Dominicanos de Segovia, el tercer gran inquisidor de España, seguido por un fray redentor, y precedido por dos familiares de Su Santidad, el último llevando un farol, hicieron su entrada en una catacumba subterránea. La cerradura de una enorme puerta crujió, y ellos ingresaron en una celda, donde la luz mortecina revelaba entre anillos sujetados a la pared un potro de tormento manchado de sangre, un brasero y una botija de barro. Sobre una pila de paja, cargado con grilletes, y con su cuello circunvalado por un aro metálico, estaba sentado un hombre muy demacrado, de edad incierta, vestido solo con harapos.
Este prisionero no era otro que Rabbi Aser Abarbanel, un judío de Aragón, quien fuera acusado de usura e impiedad por los pobres, y que había sido sometido diariamente a torturas por más de un año. Aún "su ceguera era tan densa como su recato" y se negaba a abjurar de su fe.
Orgulloso de una ascendencia que databa de cientos de años, orgulloso de sus ancestros, todos judíos dignos de su nombre, él descendía según el Talmud, de Otoniel, y consecuentemente de Ipsiboa, esposa del último juez de Israel, una circunstancia que había acrecentado su coraje entre las incesantes torturas. Con lágrimas en sus ojos, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, dirigiéndose al estremecido rabbi, le recomendó:
- Hijo mío, alégrate: tu proceso está por llegar a su fin. Si en la presencia de tal obstinación fui forzado a permitir, con profundo desagrado, el uso de gran severidad, mi tarea de fraternal corrección tiene sus límites. Tu eres la higuera que, habiendo fallado en muchas temporadas en dar sus frutos, al final se marchitó, pero solamente Dios puede juzgar tu alma. Tal vez, la Infinita Piedad brille sobre tí en el último momento. Nosotros así lo esperamos. Hay ejemplos. Entonces duerme bien por la noche. Mañana serás incluído en un auto de fe: esto es, serás expuesto al quemadero, las llamas simbólicas del Fuego Eterno: solo quema, mi hijo, a la distancia; y la Muerte tardará al menos dos (hasta tres) horas en venir, en cuenta de los vendajes húmedos y helados con los que envolvemos las cabezas y corazones de los condenados. Habrá otros cuarenta y tres contigo. Te ubicarás en la última fila, para que tengas tiempo de invocar a Dios y ofrecerle a Él tu bautismo de fuego, que será del Espíritu Santo.
Con estas palabras, habiendo señalado a los guardias para desencadenar al prisionero, el prior lo abrazó tiernamente. Entonces fue el turno del fray redentor, quien, en un tono bajo, por el perdón para el judío por el que se lo había hecho sufrir con el propósito de redimirlo; entonces los dos familiares silenciosamente lo besaron. Luego de esta ceremonia, el cautivo fue soltado, solitario y desconcertado, en la oscuridad.
Rabbi Aser Abarbanel, con labios emparchados y el rostro consumido por el sufrimiento, al principio se quedó mirando fijamente las puertas cerradas de su celda. ¿Cerradas? La palabra inconscientemente rozó un vago capricho en su mente, el capricho que había tenido por un instante al ver la luz de las linternas a través de una grieta entre la puerta y la pared. Una mórbida idea de esperanza, debido a la debilidad de su mente, se agitó en su entera humanidad. Él se arrastró a través de la extraña visión. Entonces, muy cautelosamente, deslizó un dedo en la hendidura, provocando la apertura de la puerta delante suyo. ¡Maravilloso! Por un extraordinario accidente el familiar que la cerró había girado la pesada llave de manera que el pestillo no había entrado en el hueco, y las puertas giraron sobre sus bisagras.
El Rabbi se aventuró con su mirada hacia afuera. Con la ayuda de un polvillo luminoso, él distinguió primeramente un semicírculo de paredes a través de las que se proyectaba una escalera; y opuesto a él, en la cima de seis peldaños de piedra, una especie de portal negro, que se abría a un inmenso corredor, cuyos primeros ángulos eran visibles desde abajo.
Esperanzado se arrastró hasta el umbral. Sí, era realmente un corredor, pero parecía interminable. Una anémica luz lo iluminaba: eran lámparas suspendidas desde el abovedado cielo raso que iluminaban a intervalos deslucido matiz del ambiente, la distancia era cubierta en sombras. No había una puerta en todo el pasillo. Unicamente, a un lado, el izquierdo, había pesadas troneras enrejadas, hundidos en las paredes, lo que dejaba pasar una luz que bien podía ser de la tarde. ¡Y qué terrible silencio! La vacilante esperanza del judío era tenaz ya que podría ser la última.
Sin dubitación, se aventuró en el pabellón, siempre bajo las troneras, tratando de convertirse a sí mismo en parte de la oscuridad de las paredes. Él avanzó lentamente, arrastrándose cuerpo a tierra, acallando los gritos de dolor cuando alguna herida abierta enviaba una aguda punzada a través de su cuerpo.
Súbitamente el sonido de unos pasos que se acercaban alcanzó su oído. Él tembló violentamente, y el miedo se reprimió, su vista se nubló. Bien, eso fue todo, no había duda. Se comprimió en un hueco, y medio muerto de miedo, esperó.
Era un familiar que venía apresurado. Él pasó velozmente, llevando en su mano fuertemente asido un instrumento de tortura, una espantosa figura, y luego desapareció. El pánico en que el rabbi entró pareció haber suspendido sus funciones vitales, y él estuvo cerca de una hora incapaz de moverse. Temiendo que las torturas se reiniciaran si era atrapado, pensó en regresar a su calabozo. Pero la vieja esperanza susurraba en su alma ese divino "tal vez" que nos consuela en las horas de peor dolor. Un milagro se había operado. Él no tenía que dudar ya más. Comenzó a reptar hacia su chance de escapar. Exausto por el sufrimiento y hambriento, estremecido del dolor, él se apuró a continuar. El sepulcral corredor pareció extenderse misteriosamente, mientras él, aún avanzando, miraba en la oscuridad en donde había más posibilidades de escape.
¡Oh, oh! Nuevamente escuchaba pasos, pero esta vez eran más lentos, más pesados. Las formas negra y blanca de dos inquisidores aparecieron, emergiendo de la oscuridad. Estaban conversando en tono bajo, y parecían discutir sobre algún asunto importante, ya que gesticulaban con vehemencia.
En vista de este espectáculo, Rabbi Aser Abarbanel cerró sus ojos; su corazón latía tan violentamente que casi lo estaba sofocando; sus harapos se humedecieron con el sudor frío de la agonía; él permaneció inmóvil pegado a la pared, su boca abierta, bajo los rayos de una lámpara, rezando al Dios de David.
Justamente enfrente a él, los dos inquisidores tomaron una pausa bajo la luz de la lámpara, indudablemente debido a algún accidente durante el curso de sus argumentaciones. Uno, mientras escuchaba a su compañero, contempló al rabbi. Y, bajo su vista, él se imaginó de nuevo sintiendo las ardientes tenazas quemando sus carnes, él era una vez más un hombre torturado. Desfalleciente, casi sin aliento, con párpados trémulos, él tembló al contacto con la sotana del monje. Pero, extrañamente aunque por un hecho natural, el vistazo del inquisidor no fue otro que el de un hombre evidentemente absorto en su conversación, fascinado por lo que estaba escuchando; sus ojos se clavaron y pareció mirar al judío sin llegar a verlo.
De hecho, luego del lapso de un par de minutos, las dos oscuras figuras lentamente siguieron su camino, aún conversando en tono bajo, hacia el mismo lugar del que el prisionero venía. Él no había sido visto. Entre la horrible confusión en la mente del rabbi, la idea se disparó en su cerebro: '¿Puedo estar muerto que ellos no llegan a verme?' Una horrible impresión lo atacó desde su letargo: mirando hacia la pared contra la cual su cara se pegó, él imaginó estar en presencia, dos feroces ojos que le miraban. Volvió su cabeza hacia atrás en un súbito frenesí de pavor, su cabello se encrespó. ¡Aún no! No. Su mano estuvo a tientas sobre las piedras: era el reflejo de los ojos del inquisidor, aún impresionados en su retina.
¡Adelante! Él tenía que apurarse hacia su ilusión de salvación, a través de la oscuridad, ya que estaba a unos treinta pasos de distancia. Él puso más velocidad a sus rodillas, sus manos, para poder verse a salvo de aquella pesadilla, y pronto entró en la porción de penumbra del terrible corredor.
Súbitamente el pobre miserable sintió una ráfaga de aire frío en las manos; venía desde bajo la pequeña puerta que estaba al final de las dos paredes.
Oh, Cielos, si esta puerta pudiera ser abierta. Todos los nervios del miserable cuerpo del fugitivo se tensaron en la esperanza. Examinó la puerta desde el piso hasta el marco superior, apenas era capaz de distinguir su contorno a pesar de la oscuridad reinante. Él pasó su mano sobre la puerta: no tenía cerradura, ¡no había cerradura! ¡Un picaporte! La empujó, el picaporte cedió a la presión de su pulgar: la puerta silenciosamente se abrió delante de él.
- ¡Halleluia! -murmuró el rabbi en una muestra de gratitud que, estando en el umbral, mientras contemplaba la escena delante de él.
La puerta se había abierto a un jardín, enmarcado en un cielo astrífero, ¡en primavera, libertad, vida! Se revelaban los campos vecinos, donde se dilataban las sierras, cuyas sinuosas líneas azules se recortaban contra el horizonte. ¡Por fin la libertad! ¡Oh, el escape! Él podría pasar toda la noche bajo los limoneros, cuyas fragancias lo embargaban. Una vez en las montañas estaría libre y seguro. Inhaló el delicioso aire; la briza lo revivió, sus pulmones se expandieron. Sintió en su corazón las Veniforas de Lázaro. Y para agradecer una vez más a Dios que le había otorgado su Gracia, él extendió sus brazos, elevando sus ojos al Cielo. ¡Fue un éxtasis de felicidad!
Entonces él imaginó que veía la sombra de sus brazos acercarse a sí, creyendo que estos oscuros brazos lo rodeaban, y como que era afectuosamente presionado contra el pecho de alguien. Una figura alta estaba frente a él. Él bajo sus ojos, y permaneció inmovil, jadeando para respirar, deslumbrado, con la vista fija, atontado por el terror.
¡Horror! Él estaba en el abrazo del Gran Inquisidor, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, que lo contemplaba con ojos húmedos de lágrimas, como un buen pastor que ha encontrado a su oveja descarriada.
El oscuro sacerdote presionó al desventurado judío contra su corazón con enorme fervor, con un arranque de amor, que el filo de la toga friccionó el pecho del domínico. Y mientras Aser Abarbanel con ojos desorbitados gemía en agonía del abrazo del místico, vagamente comprendió que todas las fases de su fatal tarde fueron únicamente parte de una tortura premeditada, la de la Esperanza. El Gran Inquisidor, con un acento de reprobación y una mirada de consternación, murmuró en su oído, su respiración árida y ardiente de un largo ayuno:
- ¡Qué, hijo mío! En la víspera, probablemente, de tu salvación, deseas dejarnos?

LA MÚSICA DE ERICH ZANN -- H. P. LOVECRAFT





LA MÚSICA DE ERICH ZANN
H. P. LOVECRAFT

He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a encontrar la Rue d´Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en persona todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera responder a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d´Auseil. Pero a pesar de todos mis esfuerzos , no deja de ser una frustración que no haya podido dar con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos meses de mi depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la música de Erich Zann.
Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi estancia en la Rue d´Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he encontrado a nadie que haya estado en la Rue d´Auseil.
La Rue d´Auseil quedaba al otro lado de un oscuro río bordeado de empinados almacenes de ladrillo con los cristales de las ventanas empañados, y se accedía a ella por un macizo puente de piedra ennegrecida. Estaba siempre lóbrego el curso de aquel río, como si el humo procedente de las fábricas vecinas impidiera el paso de los rayos del sol a perpetuidad. Las aguas despedían, asimismo, un hedor que no he vuelto a percibir en ninguna otra parte y que quizás algún día me ayude a dar con el lugar que busco, pues estoy seguro de que reconocería ese olor al instante. Al otro lado del puente podían verse una serie de calles adoquinadas y con raíles; luego venía la subida, gradual al principio, pero de una pendiente increíble a la altura de la Rue d´Auseil.
Jamás he visto una calle más angosta y empinada como la Rue d´Auseil. Cerrada a la circulación rodada, casi era un precipicio consistente en algunos lugares en tramos de escaleras que culminaban en la cresta en un impresionante muro cubierto de hiedra. El pavimento era irregular: unas veces losas de piedra, otras adoquines y a veces pura y simple tierra con incrustaciones de vegetación de un color verdoso y grisáceo. Las casas altas, con los tejados rematados en pico, increíblemente antiguas y estaban inclinadas a la buena de Dios hacia delante o hacia un lado. De vez en cuando podían verse dos casas con las fachadas frente por frente e inclinadas hacia delante, hasta el punto de formar casi un arco en medio de la calle; lógicamente, apenas luz alguna llegaba al suelo que había debajo de ellas. Entre las casas de uno y otro lado de la calle había unos cuantos puentes elevados.
Los vecinos de aquella calle me producían una extraña impresión. Al principio pensé que era debido a su natural silencioso y taciturno, pero luego lo atribuí al hecho de que todos allí eran ancianos. No sé cómo pude ir a parar a semejante calle, pero no fui yo ni mucho menos el único que se mudó a vivir a aquel lugar. Había vivido en muchos sitios destartalados, de los que siempre me había visto desalojado por no poder pagar la renta, hasta que finalmente un día me di de bruces con aquella casa medio en ruinas de la Rue d´Auseil que guardaba un paralítico llamado Blandot. Era la tercera casa según se miraba desde la parte superior de la calle, y la más alta de todas con diferencia.
Mi habitación estaba en el quinto piso. Era la única habitada en aquella planta, pues la casa estaba prácticamente vacía. La noche de mi llegada oí una música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, y al día siguiente inquirí al viejo Blandot por el intérprete de aquella música. Me dijo que la persona en cuestión era un anciano violinista de origen alemán, un hombre mudo y un tanto extraño, que firmaba con le nombre de Erich Zann y que por las noches tocaba en una orquestilla teatral. Y añadió que la afición de Zann a tocar por la noches a la vuelta del teatro era el motivo que le había llevado a instalarse en aquella alta y solitaria habitación abuhardillada, cuya ventana de gablete era el único punto de la calle desde el que podía divisarse el final del muro en declive y la panorámica que se ofrecía del otro lado del mismo.
En adelante no hubo noche que no oyera a Zann, y, aunque su música me mantenía despierto, había algo extraño en ella que me turbaba. No obstante ser yo escasamente conocedor de aquel arte, estaba convencido de que ninguna de sus armonías tenía nada que ver con la música que había oído hasta entonces, de lo que deduje que tenía que tratarse de un compositor de singular talento. Cuanto más la escuchaba más me atraía aquella música, hasta que al cabo de una semana decidí darme a conocer a aquel anciano.
Una noche, cuando Zann regresaba del trabajo, le salí al paso del rellano de la escalera y le dije que me gustaría conocerle y acompañarle mientras tocaba. Era pequeño de estatura, delgado y andaba algo encorvado, con la ropa desgastada, ojos azules, una expresión entre grotesca y satírica y prácticamente calvo. Su reacción ante mis primeras palabras fue violenta a la vez que temerosa. Con todo, el talante amistoso de mis maneras acabó por aplacarle, y a regañadientes me hizo señas para que le siguiera por la oscura, agrietada y desvencijada escalera que llevaba a la buhardilla. Su habitación, una de las dos que había en aquella buhardilla de techo inclinado, estaba orientada al oeste, hacia el muro que formaba el extremo superior de la calle. Era de grandes dimensiones, y aun parecía mayor por la total desnudez y abandono en que se encontraba. Por todo mobiliario, había una delgada armadura metálica de cama, un deslustrado lavamanos, una mesita, una gran estantería, un atril y tres anticuadas sillas. Apiladas en desorden por el suelo se veían multitud de partituras. Las paredes eran de tableros desnudos, y lo más probable es que no hubieran sido revocadas en la vida; por otro lado, la abundancia de polvo y telarañas por doquier hacían que el lugar pareciese más abandonado que habitado. En suma, el bello mundo de Erich Zann debía sin duda encontrarse en algún remoto cosmos de su imaginación.
Indicándome por señas que me sentara, mi anciano y mudo vecino cerró la puerta, echó el gran cerrojo de madera y encendió una vela para aumentar la luz de la que ya portaba consigo. A continuación, sacó el violín de la apolillada funda y, cogiéndolo entre las manos, se sentó en la menos incómoda de las sillas. No utilizó para nada el atril, pero, sin darme opción y tocando de memoria, me deleitó por espacio de más de una hora con melodías que sin duda debían ser creación suya. Tratar de describir su exacta naturaleza es prácticamente imposible para alguien no versado en música. Era una especie de fuga, con pasajes reiterados verdaderamente embriagadores, pero en especial para mí por la ausencia de las extrañas notas que había oído en anteriores ocasiones desde mi habitación.
No se me iban de la cabeza aquellas obsesivas notas, e incluso a menudo las tarareaba y silbaba para mis adentros aun sin gran precisión, así que cuando el solista depuso finalmente el arco le rogué que me las interpretara. Nada más oír mis primeras palabras aquella arrugada y grotesca faz perdió la expresión benigna y ausente que había tenido durante toda al interpretación, y pareció mostrar la misma curiosa mezcolanza de ira y temor que cuando le abordé por vez primera. Por un momento intenté recurrir a la persuación, disculpando los caprichos propios de la senilidad; hasta traté de despertar los exaltados ánimos de mi anfitrión silbando unos acordes de la melodía escuchada la noche precedente. Pero al instante hube de interrumpir mis silbidos, pues cuando el músico mudo reconoció la tonada su rostro se contorsionó de repente adquiriendo una expresión imposible de describir, al tiempo que alzaba su larga, fría y huesuda mano instándome a callar y no seguir la burda imitación. Y al hacerlo demostró una vez más su rareza, pues echó una mirada expectante hacia la única ventana con cortinas, como si temiera la presencia de algún intruso; una mirada doblemente absurda pues la buhardilla estaba muy por encima del resto de los tejados adyacentes, lo que la hacía prácticamente inaccesible, y además, por lo que había dicho el portero, la ventana era el único punto de la empinada calle desde el que podía verse la cumbre por encima del muro.
La mirada del anciano me hizo recordar la observación de Blandot, y de repente se me antojó satisfacer mi deseo de contemplar la amplia y vertiginosa panorámica de los tejados a la luz de la luna y las luces de la ciudad que se extendían más allá de la cumbre, algo que de entre todos los moradores de la Rue d´Auseil sólo le era dado ver a aquel músico de avinagrado carácter. Me acerqué a la ventana y estaba ya a punto de correr las indescriptibles cortinas cuando, con una violencia y terror aún mayores que los de hasta entonces había hecho gala, mi mudo vecino se abalanzó de nuevo sobre mí, esta vez, indicándome con gestos de la cabeza la dirección de la puerta y esforzándose agitadamente por alejarme de allí con ambas manos. Ahora, decididamente enfadado con mi vecino, le ordené que me soltara, que no pensaba permanecer allí ni un momento más. Viendo lo agraviado y disgustado que estaba, me soltó a la vez que su ira remitía. Al momento, volvió a agarrarme con fuerza, pero esta vez en tono amistoso, y me hizo sentarme en una silla, luego, con aire meditabundo, se acercó a la desordenada mesa, cogió un lápiz y se puso a escribir en le francés forzado propio de un extranjero.
La nota que finalmente me extendió era una súplica en la que reclamaba tolerancia y perdón. En ella, Zann decía ser un solitario anciano afligido por extraños temores y trastornos nerviosos relacionados con su música, amén de otros problemas. Le encantaba que escuchara su música, y deseaba que volviera más noches y no le tomara en cuenta sus rarezas. Pero no podía tocar para otros sus extraños acordes ni tampoco soportar que los oyeran; asimismo, tampoco podía aguantar que otros tocaran en su habitación. No había sabido, hasta nuestra conversación en el rellano de la escalera, que desde mi habitación podía oír su música, y me rogaba encarecidamente que hablase con Blandot para que me diera una habitación en un piso más bajo donde no pudiera oírle por la noche. Cualquier diferencia en el precio del alquiler correría de su cuenta.
Mientras trataba de descifrar el execrable francés de aquella nota, mi compasión hacia aquel pobre hombre fue en aumento. Era, al igual que yo, víctima de trastornos físicos y nerviosos, y mis estudios de metafísica ma habían enseñado que en tales casos se requería compresión más que nada. En medio de aquel silencio se oyó un ligero ruido procedente de la ventana; el viento nocturno debió hacer resonar la persiana, y por alguna razón que se me escapaba di un respingo casi tan brusco como el de Erich Zann. Cuando terminé de leer la nota, le di la mano a mi vecino y salí de allí en calidad de amigo suyo.
Al día siguiente Blandot me dio una habitación algo más cara en el tercer piso, situado entre la pieza de un anciano prestamista y la de un honrado tapicero. En el cuarto piso no vivía nadie.
No tardé en darme cuenta de que el interés mostrado por Zann en que le hiciera compañía no era lo que creí entender cuando me persuadió a mudarme del quinto piso. Nunca me llamó para que fuera a verle, y cuando lo hacía parecía encontrarse a disgusto y tocaba con desgana. Las veladas siempre tenían lugar de noche, pues durante el día dormía y no admitía visitas. Mi afecto hacia él no aumentó, aunque parecía como si aquella buhardilla y la extraña música que tocaba mi vecino ejercieran una extraña fascinación sobre mí. No se me había ido de la cabeza el indiscreto deseo de mirar por aquella ventana y ver qué había por encima del muro y abajo, en la invisible pendiente con los rutilantes tejados y chapiteles que debían divisarse desde allí. En cierta ocasión subí a la buhardilla en horas de teatro, mientras Zann estaba fuera, pero la puerta tenía echado el cerrojo. Para lo que sí me las arreglé, en cambio, fue para oír las interpretaciones nocturnas de aquel anciano mudo. Al principio, iba de puntillas hasta mi antiguo quinto piso, y con el tiempo me atreví incluso a subir el último y chirriante tramo de la escalera que llevaba hasta la buhardilla. Allí, en el angosto rellano, al otro lado de la atrancada puerta que tenía el agujero de la cerradura tapado, pude oír con relativa frecuencia sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y misterioso que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos, pues ciertamente no lo eran, sino que sus vibraciones no guardaban parangón alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad sinfónica que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico. No había duda, Erich Zann era un genio de irresistible talento. A medida que pasaban las semanas las interpretaciones fueron adquiriendo un ritmo más frenético, y el semblante del anciano músico fue tomando un aspecto cada vez más demacrado y huraño digno de la mayor compasión. Ya no me dejaba pasar a verle, fuese cual fuese la hora a que llamara, y me rehuía siempre que nos encontrábamos en la escalera.
Una noche, mientras escuchaba desde la puerta, oí al chirriante violín dilatarse hasta producir una caótica babel de sonidos, un pandemonium que me habría hecho dudar de mi propio juicio si desde el otro lado de la atrancada puerta no me hubiera llegado una lastimera prueba de que el horror era auténtico: el espantoso e inarticulado grito que sólo la garganta de un mudo puede emitir, y que sólo se alza en los momentos en que la angustia y el miedo son más irresistibles. Golpeé repetidas veces en la puerta, pero no percibí respuesta. Luego, aguardé en el oscuro rellano, temblando de frío y miedo, hasta que oí los débiles esfuerzos del desventurado músico por incorporarse del suelo con ayuda de una silla. Creyendo que recuperaba el sentido tras haber sufrido un desmayo, renové mis golpes al tiempo que profería en voz alta mi nombre con objeto de tranquilizarle. Oí a Zann tambaleándose hasta llegar a la ventana y cerrar las cortinas y el bastidor, y luego dirigirse dando traspiés hacia la puerta, que abrió de forma vacilante para dejarme paso. Esta vez saltaba a la vista que estaba encantado de tenerme a su lado, pues su descompuesta cara resplandecía de alivio mientras me agarraba del abrigo, como haría un niño de las faldas de su madre.
Presa de patéticos temblores, el anciano me hizo sentarme en una silla mientras él se dejaba caer en otra, junto a la que se encontraban tirados por el suelo el violín y el arco. Durante algún tiempo permaneció inactivo, haciendo extrañas inclinaciones de cabeza, pero dando la paradójica impresión de escuchar intensa y temerosamente. A continuación, pareció recobrar el ánimo, y sentándose en una silla junto a la mesa escribió una breve nota, me la entregó y volvió a la mesa, poniéndose a escribir frenética e incesantemente. En la nota me imploraba que, por compasión hacia él y si quería satisfacer mi curiosidad, no me levantara de donde estaba hasta que él acabase de redactar un exhaustivo informe en alemán sobre los prodigios y temores que le asediaban. En vista de ello, permanecí allí sentado mientras el lápiz del anciano mudo corría sobre el papel.
Habría transcurrido ya una hora, y yo seguía allí esperando mientras el anciano músico proseguía escribiendo febrilmente y las hojas se apilaban unas sobre otras, cuando, de repente, Zann dio un respingo como si hubiera recibido una fuerte sacudida. No cabía error; sus ojos miraban a la ventana con la cortina echada y escuchaba en medio de grandes temblores. Luego, creí oír un sonido, esta vez no era horrible sino que, muy al contrario, se asemejaba a una nota musical extraordinariamente baje e infinitamente lejana, como si procediera de algún músico que habitase en alguna de las casas próximas o en una vivienda allende el imponente muro por encima del cual nunca conseguí mirar. El efecto que le produjo a Zann fue terrible, pues, soltando el lápiz, se levantó al instante, cogió el violín entre las manos y se puso a desgarrar la noche con la más frenética interpretación que había oído salir de su arco, a excepción de cuando le escuchaba del otro lado de la atrancada puerta.
Sería inútil intentar describir lo que tocó Erich Zann aquella espantosa noche. Era infinitamente más horrible que todo lo que había oído hasta entonces, pues ahora podía ver la expresión dibujada en su rostro y podía advertir que en esta ocasión el motivo era el temor llevado a su máxima expresión. Trataba de emitir un ruido con el fin de alejar, o acallar algo, qué exactamente no sabría decir, pero en cualquier caso debía tratarse de algo pavoroso. La interpretación alcanzó caracteres fantásticos, histéricos, de auténtico delirio, pero sin perder ni una sola de aquellas cualidades de magistral genio de que estaba dotado aquel singular anciano. Reconocí la melodía - una frenética danza húngara que se había hecho popular en los medios teatrales -, y durante unos segundos reflexioné que aquélla era la primera vez que oía a Zann interpretar una composición de otro autor.
Cada vez más alto, cada vez más frenéticamente, ascendía el chirriante y lastimero alarido de aquel desesperado violín. El solista emitía unos ruidos extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un mono, sin dejar de mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos acordes creía ver sombríos faunos y bacantes que bailaban y giraban como posesos en abismos desbordantes de nubes, humo y relámpagos. Y luego me pareció oír una nota más estridente y prolongada que no procedía del violín; una nota pausada, deliberada, intencional y burlona que venía de algún lejano lugar en dirección oeste.
En este trance, la persiana comenzó a batir con fuerza debido a un viento nocturno que se había levantado en el exterior, como si fuese en respuesta a la furiosa música que se oía dentro. El chirriante violín de Zann se superó a sí mismo y se lanzó a emitir sonidos que jamás pensé que pudieran salir de las cuerdas de un violín. La persiana trepidó con más fuerza, se soltó y comenzó a golpear con estrépito la ventana. Como consecuencia de los persistentes impactos en su superficie el cristal se hizo añicos, dejando entrar una bocanada de aire frío que hizo chisporrotear la llama de las velas y crujir las hojas de papel que había sobre la mesa en que Zann intentaba poner por escrito su abominable secreto. Eché una mirada a Zann y comprobé que estaba totalmente absorto en su tarea. Sus ojos estaban inflamados, vidriosos y ausentes, y la frenética música había acabado transformándose en una orgía desenfrenada e irreconociblemente automática que ninguna pluma podría siquiera intentar describir.
Una repentina bocanada, más fuerte que las anteriores, arrebató el manuscrito y se lo llevó hacia la ventana. Preso de la desesperación, me lancé tras las cuartillas que volaban por la habitación, pero ya se las había llevado el viento antes de conseguir llegar yo a als abatidas hojas de la ventana. En aquel momento recordé mi deseo aún insatisfecho de mirar desde aquella ventana, la única de la Rue d´Auseil desde la que podía verse la ladera que había al otro lado del muro y la urbe extendida a sus pies. La oscuridad era total, pero las luces de la ciudad estaban continuamente encendidas de noche por lo que esperaba poder verlas por entre la cortina de lluvia y viento. Pero cuando miré desde la ventana más alta de la buhardilla, mientras las velas seguían chisporroteando y el enajenado violín competía con los aullidos del nocturnal viento, no vi ciudad alguna debajo de mí ni percibí el resplandor de ninguna luz cordial procedente de calles conocidas, sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un espacio lleno de música y movimiento, sin parecido alguno con ningún otro rincón de la tierra. Y mientras permanecía allí de pie contemplando con espanto aquel inimaginable espectáculo, el viento apagó las dos velas que iluminaban aquella vieja buhardilla, sumiéndolo todo en la más brutal e impenetrable oscuridad. Ante mí no tenía sino el caos y el pandemonium más absoluto; a mi espalda, la endiablada enajenación de aquellos nocturnales desgarros de las cuerdas de violín.
Tambaleándome, volví al oscuro interior de la habitación. Sin poder encender una cerilla, derribé una silla y, finalmente, me abrí paso a tientas hasta el lugar de donde provenían los gritos y aquella increíble música. Debía tratar de escapar de aquel lugar en compañía de Erich Zann, cualesquiera que fuesen las fuerzas que hubiera de vencer. En cierto momento me pareció como si algo frío me rozara y lancé un grito de espanto, pero éste fue sofocado por la música que salía de aquel horrible violín. De repente, en medio de aquella oscuridad total me rozó el arco que no cesaba de rasgar violentamente las cuerdas, con lo que pude advertir que me encontraba cerca del músico. Tanteé con las manos hasta tocar el respaldo de la silla de Zann, seguidamente, palpé y agité su hombro en un intento de hacerle volver a sus cabales.
Pero Zann no respondió, y, mientras, el violín seguía chirriando sin mostrar la menor intención de parar. Puse la mano sobre su cabeza, logrando detener su mecánica inclinación y le grité al oído que debíamos escaparnos los dos de aquellos ignotos misterios que acechaban en la noche. Pero ni percibí respuesta ni Zann redujo el frenesí de su indescriptible música. Entre tanto, extrañas corrientes de aire parecían correr de un extremo a otro de la buhardilla en medio de la oscuridad y el desorden reinantes. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando le pasé la mano por el oído, aunque no sabría bien decir por qué... no lo supe hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara helada, tersa, sin la menor señal de respiración, cuyos vidriosos ojos sobresalían inútilmente en el vacío. Y a renglón seguido, tras encontrar milagrosamente la puerta y el gran cerrojo de madera, me alejé a toda prisa de aquel ser de vidriosos ojos que habitaba en la oscuridad y de los horribles acordes de aquel maldito violín cuya furia incluso aumentó tras mi precipitada salida de aquella estancia.
Salté, conservé el equilibrio, descendí volando las interminables escaleras de aquella tenebrosa casa; me lancé a correr sin rumbo fijo por la angosta, empinada y antigua calle de escalones y desvencijadas casas. Como una exhalación descendí las escaleras y salté por encima del adoquinado pavimento, hasta llegar a las calles de la parte baja y al hediondo y encajonado río; resollando, crucé el gran puente oscuro que conduce a las amplias y saludables calles y bulevares que todos conocemos... todas ellas son terribles impresiones que me acompañarán donde quiera que vaya. Aquella noche recuerdo, no había viento ni brillaba la luna, y todas las luces de la ciudad resplandecían.
A pesar de mis afanosas pesquisas e indagaciones, no he vuelto a localizar la Rue d´Auseil. Pero no puedo decir que lo sienta demasiado, ya sea por todo esto o por la pérdida en insondables abismos de aquellas hojas con apretada letra que únicamente la música de Erich Zann podría haber explicado.


SERVIR AL AMO -- Philip K. Dick





SERVIR AL AMO
Philip K. Dick



Applequist tomó un atajo por un campo desierto, subió por un estrecho sendero que corría paralelo a la grieta bostezante de un precipicio, y entonces oyó la voz.
Se paró en seco y empuñó la pistola. Escuchó durante largo rato pero sólo captó el lejano roce del viento entre los árboles truncados que bordeaban el risco, un murmullo que se confundía con el crujido de la hierba reseca bajo sus pies. La voz procedía del barranco Su fondo se veía enmarañado y lleno de desperdicios. Se acuclillo en el borde y trató de localizar la voz.
No percibió ni un movimiento, nada que revelara el origen. Las piernas empezaron a dolerle. Las moscas zumbaron a su alrededor y se posaron en su frente sudorosa. El sol le producía dolor de cabeza. Las nubes de polvo habían sido bastante finas durante los meses pasados.
Su reloj a prueba de radiaciones le informó de que eran las tres.
Por fin, se encogió de hombros y se levantó con dificultades A la mierda. Que envíen una patrulla armada. No era su problema. Era un cartero de cuarta categoría, y un civil, por añadidura.
Mientras trepaba por la colina en dirección a la carretera volvió a escuchar el sonido. Y ahora, desde un lugar que dominaba el barranco, captó un fugaz movimiento. Experimentó temor e incredulidad. No era posible..., pero lo había visto con sus propios ojos. No era un rumor propagado por las circulares de noticias.
¿Que hacia un robot en el barranco desierto? Todos los robots habían sido destruidos años antes. Sin embargo, allí estaba, entre los desperdicios y las malas hierbas. Un amasijo oxidado medio corroído. Le había llamado con voz débil cuando pasaba por el sendero.
El anillo defensivo de la Compañía le permitió salvar los tres controles y penetrar en la zona del túnel. Descendió lentamente, absorto en sus pensamientos, hasta llegar al nivel de organización. Mientras se quitaba la saca de correos, el supervisor asistente Jenkins se acercó a toda prisa.
—¿Dónde coño se ha metido? Son casi las cuatro.
—Lo siento. —Applequist devolvió la pistola al guardia más cercano—. ¿Qué posibilidades tengo de obtener un permiso de cinco horas? Me gustaría investigar algo.
—Ni una. Ya sabe que el ala derecha está desguarnecida. Es necesario que todo el mundo esté en alerta las veinticuatro horas.
Applequist procedió a separar las cartas. La mayoría eran de tipo personal, intercambiadas entre supervisores principales de Empresas Norteamericanas. Cartas dirigidas a mujeres de vida alegre, más allá de la periferia de la Compañía. Cartas dirigidas a familias, así como peticiones a oficiales de menor rango.
—En ese caso —dijo con aire pensativo—, tendré que ir como sea.
Jenkins escrutó al joven con suspicacia.
—¿Qué sucede? ¿Ha encontrado algún aparato incólume, un escondite subterráneo?
Applequist estuvo a punto de contárselo, pero no lo hizo.
—Tal vez —contestó con indiferencia—. Es posible.
Jenkins le dedicó una mueca de odio y abrió las puertas de la cámara de observación. Los oficiales estaban examinando las actividades del día ante un gran plano mural. Media docena de hombres maduros, la mayoría calvos, con el cuello de la camisa sucio y manchado, derrumbados en butacas. En una esquina, el supervisor Rudde dormía, sus gordas piernas extendidas frente a él. La camisa abierta dejaba al descubierto el vello del pecho. Estos eran los hombres que dirigían la compañía de Detroit. Diez mil familias, todo el refugio subterráneo, dependían de ellos.
—¿Qué tiene en mente? —retumbó una voz en el oído de Applequist. El director Laws había entrado en la cámara y pillado a todo el mundo desprevenido, como de costumbre.
—Nada, señor —respondió Applequist, pero los ojos acerados, azules como la porcelana, sondearon sus pensamientos—. La fatiga habitual. Me ha subido la tensión. Tenía la intención de tomar unas horas de permiso, pero con tanto trabajo...
—No trate de engañarme. No se necesitan carteros de cuarta categoría. ¿Cuál es su auténtica intención? 
—Señor, ¿por qué fueron destruidos los robots? —preguntó Applequist de sopetón.
Se hizo el silencio. El rostro rotundo de Laws transparentó sorpresa, y después hostilidad. Applequist se apresuró a continuar antes de que el hombre pudiera hablar.
—Sé que está prohibido a mi clase hacer preguntas teóricas, pero es muy importante que lo averigüe.
—El tema está cerrado —replicó Laws en tono amenazador—. Incluso para el personal de máximo nivel.
—¿Cuál fue la relación de los robots con la guerra? ¿Por qué se declaró la guerra? ¿Cómo era la vida antes de la guerra?
—El tema está cerrado —repitió Laws.
Caminó con parsimonia hacia el plano mural y Applequist se quedó solo entre el ruido de las máquinas, entre los murmullos de los oficiales y burócratas.
Reanudó la selección de cortes como un autómata. Había estallado la guerra y los robots se vieron mezclados en ella. Eso lo sabía. Algunos habían sobrevivido. De niño, su padre le había llevado a un centro industrial y los había visto, trabajando en sus máquinas. En otro tiempo habían sido muy complejos. Ya habían desaparecido; pronto acabarían con los sencillos. Ya no se fabricaba ni uno más.
—¿Qué ocurrió? —había preguntado, cuando su padre se lo llevó a rastras—. ¿Adónde han ido a parar todos los robots?
No obtuvo ninguna respuesta. Eso había sucedido dieciséis años antes, y ahora ya no quedaba ninguno. Hasta el recuerdo de los robots estaba desapareciendo. Dentro de unos años, la palabra se borraría del diccionario. Robot. ¿Qué había pasado?
Terminó con las cartas y salió de la cámara. Ningún supervisor se dio cuenta; estaban discutiendo algún punto erudito de estrategia. Maniobras y contramaniobras entre las compañías. Tensión e intercambio de insultos. Encontró un cigarrillo arrugado en el bolsillo y lo encendió con mano inexperta.
—Llamada a cenar —anunció el altavoz del pasadizo—. Una hora de descanso para el personal de máximo nivel.
Algunos supervisores pasaron ruidosamente a su lado. Applequist apagó el cigarrillo y se dirigió a su puesto. Trabajaría hasta las seis. Después, sería su hora de cenar. Ningún otro descanso hasta el sábado. Claro que si no iba a cenar.

El robot debía de ser de poca categoría, perteneciente al grupo final liquidado. El tipo inferior que había visto de niño. No podía ser uno de los complicados robots de la guerra. Haber sobrevivido en el barranco, haberse oxidado y podrido durante todos aquellos años transcurridos desde la guerra...
Su mente mantuvo a raya la esperanza. Entró en un ascensor, el corazón acelerado, y apretó el botón. Al anochecer lo sabría.
El robot yacía entre montones de escoria metálica y males hierbas. Fragmentos mellados y oxidados dificultaron la progresión de Applequist, a medida que descendía con cautela por el barranco, la pistola en una mano y la máscara antirradiación ceñida a su cara.
El contador cliqueteó ruidosamente; el fondo del barranco estaba caliente. Charcos de contaminación sobre los fragmentos rojizos de metal, las mesas apiladas de acero, plástico y componentes de maquinaria fundidos. Apartó a puntapiés bolas de ennegrecidos cables enmarañados y se alejó con cautela del depósito de combustible bostezante de alguna máquina antigua, ahora invadido por plantas trepadoras. Una rata salió corriendo. El sol estaba a punto de ponerse. Sombras oscuras se extendían por doquier.
El robot le miró en silencio. La mitad ya no existía; sólo quedaba la cabeza, los brazos y el tronco, un círculo mellado irregular, como si le hubieran arrancado de cuajo la parte inferior. Estaba inmovilizado. Tenía toda la superficie agrietada y corroída. Faltaba una lente ocular. Algunos dedos estaban torcidos de manera grotesca. Yacía de espaldas, cara al cielo.
Era un robot de los tiempos de la guerra, desde luego. En su único ojo brillaba una conciencia arcaica. No era el simple obrero que había visto de niño. La respiración de Applequist se aceleró. Era auténtico. Seguía sus movimientos sin descuidar detalle. Estaba vivo.
Todo este tiempo, pensó Applequist. Todos estos años. Se le erizó el vello de la nuca. Todo estaba en silencio, las colinas, los árboles, las mesas de ruinas. Nada se movía; los únicos seres vivos eran el viejo robot y él. Tirado en el barranco, esperando a que alguien apareciera.
Se levantó un viento frío y se ajustó automáticamente el sobretodo. Algunas hojas volaron sobre el rostro inmóvil del robot. Sobre su tronco habían crecido plantas trepadoras, se habían introducido en sus entrañas. Había llovido sobre él, el cielo lo había bañado. En invierno, la nieve lo había cubierto. Ratas y animales lo habían olfateado. Los insectos habían recorrido sus restos. Y continuaba vivo.
—Te oí —murmuro Applequist—, mientras caminaba por el sendero.
—Lo sé —contestó el robot—. Vi que te parabas. —Su voz era débil y seca. Como el sonido de las cenizas al rozar entre sí. Sin tono ni matices— ¿Quieres decirme la fecha? Sufrí un corte de energía por tiempo indefinido. Las terminales de los cables se cortaron temporalmente.
—11 de junio de 2136.
El robot reunió las escasas fuerzas que le quedaban. Movió apenas un brazo, luego lo dejó caer. Su único ojo se veló, y engranajes oxidados chirriaron en su interior. Applequist comprendió de repente que el robot podía expirar en cualquier momento. Era un milagro que hubiera sobrevivido durante tanto tiempo. Se habían pegado caracoles a su cuerpo, recorrido por sendas pegajosas que se cruzaban. Un siglo...
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Desde la guerra?
—Sí.
Applequist sonrió, nervioso.
—Eso es mucho tiempo. Más de cien años.
—Así es.

Anochecía con rapidez. Applequist buscó su linterna. Apenas distinguía las laderas del barranco. A lo lejos, un ave graznó en la oscuridad. Los arbustos se agitaron.
—Necesito ayuda —dijo el robot—. La mayor parte de mi motor fue destruido. No puedo moverme.
—¿En qué estado se encuentra el resto? Tu provisión de energía. ¿Cuánto tiempo puedes...?
—Se ha destruido un número considerable de células. Sólo siguen funcionando unos pocos circuitos. Y están sobrecargados. —El ojo del robot volvió a mirarle—. ¿Cuál es la situación tecnológica? He visto volar naves aéreas. ¿Aún fabricáis equipos electrónicos?
—Tenemos en funcionamiento una unidad industrial cerca de Pittsburgh.
—Si describo unidades electrónicas básicas, ¿me entenderás?
—Carezco de conocimientos mecánicos. Estoy clasificado como cartero de cuarta categoría, pero tengo contactos en el departamento de reparaciones. Mantenemos en funcionamiento nuestras máquinas 
—Se humedeció los labios, tenso—. Es arriesgado, por supuesto. Hay leyes.
—¿Leyes?
—Todos los robots fueron destruidos. Eres el único que queda. Los demás fueron liquidados hace años.
El único ojo del robot no expresó nada.
—Por qué has venido? —preguntó. Su ojo se desvió hacia la pistola que Applequist empuñaba—. Eres un funcionario de bajo categoría en alguna jerarquía. Obedeces órdenes superiores. Un número que funciona mecánicamente dentro de un sistema más grande.
Applequist lanzó una carcajada.
—Supongo que sí. —Dejó de reír—. ¿Por qué estalló la guerra? ¿Cómo era la vida antes?
—¿No lo sabes?
—Por supuesto que no. No se permiten conocimientos teóricos, excepto al personal de máxima categoría. Ni los supervisores saben algo de la guerra. —Applequist se arrodilló y enfocó con la linterna el rostro del robot—. Las cosas eran diferentes antes, ¿verdad? No vivimos siempre en refugios subterráneos. El mundo no fue siempre una montaña de escoria. La gente no fue siempre esclava de las compañías.
—Antes de la guerra no había compañías.
Applequist lanzó un gruñido de triunfo.
—Lo sabía.
—Los hombres vivían en ciudades, que fueron arrasadas durante la guerra. Las compañías, que estaban protegidas, sobrevivieron. Altos cargos de estas compañías se convirtieron en el gobierno. La guerra se prolongó durante mucho tiempo. Todo lo valioso fue destruido. Has salido de un cascarón carbonizado. —El robot guardó silencio unos instantes y luego prosiguió—. El primer robot fue fabricado en 1979. En el año 2000, los robots realizaban todos los trabajos rutinarios. Los seres humanos gozaban de libertad para hacer lo que les apetecía. Arte, ciencia, espectáculos, lo que más les gustaba.
—¿Qué es el arte? —preguntó Applequist.
—Trabajo creativo, dirigido hacia la realización de una aspiración personal. Toda la población de la Tierra tenía libertad para desarrollarse culturalmente. Los robots mantenían el mundo; el hombre lo disfrutaba.
—¿Cómo eran las ciudades?
—Los robots reconstruyeron y rediseñaron nuevas ciudades a tenor de planos trazados por artistas humanos. Limpias, higiénicas, atractivas. Eran ciudades de dioses.
—¿Por qué estalló la guerra?
El único ojo del robot centelleó.
—Ya he hablado demasiado. Mi suministro de energía está peligrosamente bajo.
Applequist tembló.
—¿Que necesitas? Lo traeré.
—Ahora mismo necesito una cápsula atómica A, capaz de proporcionar diez mil unidades f.
—Sí.
—A continuación, necesitaré herramientas y secciones de aluminio. Cables de bajo resistencia. Trae papel y lápiz... Te daré una lista. No la entenderás, pero alguien del departamento de mantenimiento electrónico lo hará. Lo primero que necesito es suministro de energía.
—¿Y me hablarás de la guerra?
—Por supuesto.
El robot se sumió en el silencio. Las sombras se arrastraban a su alrededor. El frío aire de la noche agitó las hierbas y los arbustos.
—Date prisa. Mañana, si es posible.

—Debería dar parte de usted —dijo el ayudante de supervisión Jenkins—. Media hora de retraso, y ahora esto. ¿Qué está haciendo? ¿Quiere que le despidan de la compañía?
Applequist se acercó al hombre.
—He de conseguir este material. El... escondite está bajo la superficie. He de construir un acceso seguro. De lo contrario, todo quedará sepultado bajo los escombros.
—¿Es muy grande el escondite? —El rostro abultado de Jenkins expresaba codicia y suspicacia a la vez. Ya estaba gastando la recompensa de la compañía—. ¿Ha podido verlo? ¿Contiene máquinas desconocidas?
—No reconocí ninguna —contestó Applequist, impaciente—. No perdamos el tiempo. La masa de cascotes está a punto de derrumbarse. He de proceder con celeridad.
—¿Dónde está? ¡Quiero verlo!
—Voy a hacerlo solo. Usted proporcióneme el material y cubra mi ausencia. Esa es su parte.
Jenkins se debatió en un mar de dudas.
—Si me miente, Applequist...
—No miento —respondió Applequist irritado—. ¿Cuándo tendré la unidad de energía?
—Mañana por la mañana. Tendré que llenar un montón de formularios. ¿Esta seguro de que puede manejarla? Será mejor que le acompañe un equipo de reparaciones. Para asegurarnos...
—Puedo manejarla —le interrumpió Applequist—. Consígame el material. Yo me ocuparé de lo demás.
El sol de la mañana se filtraba entre los desperdicios. Applequist encajó la cápsula nueva, nervioso, enroscó los tornillos, sujetó el forro protector corroído, y se puso en pie, tembloroso. Tiró la cápsula antigua y aguardó.
El robot se movió. Su ojo cobró vida. Movió el brazo sobre su tronco y hombros de forma experimental.
—¿Todo bien? —preguntó Applequist con voz hueca.
—En apariencia, sí. —La voz del robot era más potente, claro y confiada—. La vieja cápsula estaba agotada. Fue una suerte que pasaras en aquel momento.
—Dices que los hombres vivían en ciudades —atacó Applequist—. ¿Los robots trabajaban?
—Los robots realizaban las tareas rutinarias necesarias para mantener el sistema industrial. Los humanos gozaban de todo el tiempo libre que deseaban. Nos gustaba trabajar para ellos. Era nuestra misión.
—¿Qué pasó? ¿Qué salió mal?
El robot cogió papel y lápiz; mientras hablaba, trazaba cifras.
—Existía un grupo fanático de humanos. Una organización religiosa. Afirmaban que Dios ordenó al hombre ganarse el pan con el sudor de su frente. Querían que los robots desaparecieran y los hombres volvieran a las fábricas, para trabajar como esclavos en tareas rutinarias.
—¿Por qué?
—Afirmaban que el trabajo ennoblecía el espíritu. —El robot le entregó un papel—. Esto es la lista de lo que quiero. Necesitaré esos materiales y herramientas para reparar mi sistema.
Applequist manoseó el papel.
—Ese grupo religioso...
—Hombres divididos en dos bandos: los Moralistas y los Ociosos. Combatieron entre sí durante años, mientras nosotros nos manteníamos al margen, ignorantes de nuestra suerte. No entendí que los Moralistas se impusieran a la razón y el sentido común, pero fue así.
—¿Crees...? —empezó Applequist, y luego calló. Apenas se atrevía a verbalizar la idea que corroía su fuero interno—. ¿Existe alguna posibilidad de que vuelvan a existir robots?
—Tus palabras son oscuras. —El robot partió el lápiz en dos y lo tiró—. ¿Qué quieres decir?
—La vida no es agradable en las compañías. Muerte y trabajo duro. Formularios, turnos, períodos de trabajo y órdenes.
—Es vuestro sistema. Yo no soy el responsable.
—¿Qué recuerdas sobre la construcción de robots? ¿Qué eras tú, antes de la guerra?
—Era un controlador de unidades. Me dirigía a una unidad de fabricación de emergencia cuando mi nave fue derribada. —El robot señaló los restos que le rodeaban—. Eso fue mi nave y mi cargamento.
—¿Qué es un controlador de unidades?
—Dirigía la fabricación de robots. Diseñé y alenté la producción de tipos básicos de robot.
La cabeza de Applequist daba vueltas.
—Entonces, eres un experto en la construcción de robots.
—Sí. —El robot señaló el papel que Applequist tenía en la mano—. Consigue esos materiales y herramientas lo antes posible. Así estoy completamente indefenso. Debo recuperar mi movilidad. Si alguna nave sobrevolara este lugar...
—La comunicación entre compañías es deficiente. Entrego las cartas a pie. La mayoría de los países están devastados. Podrías trabajar sin que nadie te detectara. ¿Qué me dices de tu unidad de fabricación de emergencia? Tal vez no fue destruida.
El robot cabeceó lentamente.
—Fue ocultada concienzudamente. Existe una ínfima posibilidad. Era pequeña, pero muy bien equipada. Autosuficiente.
—Si consigo piezas de repuesto, ¿podrías...?
—Hablaremos de eso más adelante. —El robot se tendió sobre el suelo—. Cuando vuelvas, seguiremos hablando.

Jenkins le consiguió los materiales y un permiso de veinticuatro horas. Fascinado, se apoyó contra la ladera del barranco mientras el robot desarmaba su cuerpo y sustituía los elementos averiados. Al cabo de pocas horas, el nuevo sistema motor había sido instalado. Colocó las células básicas de las piernas. A mediodía, el robot experimentaba con sus extremidades inferiores.
—Durante la noche pude establecer un débil contacto por radio con la unidad de fabricación de emergencia —explicó el robot—. Continua intacta, según el monitor robot.
—¿Robot? ¿Quieres decir...?
—Una máquina automática de transmisión. No está viva, como Yo. No soy un robot, en un sentido estricto. —Su voz expresó orgullo—. Soy un androide.
Applequist no captó la sutil distinción. Su mente febril examinaba las posibilidades.
—En este caso, podemos seguir adelante. Con tus conocimientos y los materiales disponibles.
—Tu no viste el terror y la destrucción. Los Moralistas nos machacaron sistemáticamente. Eliminaban a los androides de cada ciudad que conquistaban. A medida que los Ociosos retrocedían, los de mi raza eran liquidados sin más. Fuimos separados de nuestras máquinas y destruidos.
—¡Pero eso fue hace un siglo! Nadie quiere destruir ya a los robots. Necesitamos robots para reconstruir el mundo. Los Moralistas ganaron la guerra y devastaron el mundo.
El robot ajustó su sistema motor hasta lograr la coordinación de sus piernas.
—Su victoria fue una tragedia, pero comprendo la situación mejor que tú. Hemos de proceder con cautela. Si esta vez nos vencen, será para siempre.
Applequist siguió al robot, mientras éste avanzaba con cautela hacia la ladera del barranco.
—El trabajo nos oprime. Esclavos en refugios subterráneos. No podemos seguir así. La gente agradecerá la vuelta de los robots. Te necesitamos. Cuando pienso en lo que debió ser la Edad de Oro, los cimientos y las flores, las hermosas ciudades de la superficie... Ahora sólo hay ruinas y penuria. Los Moralistas ganaron, pero nadie es feliz. Nos encantaría...
—¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste?
—Un poco al oeste del Mississippi, a unos cuantos kilómetros. Hemos de conseguir la libertad. No podemos vivir así, trabajando bajo tierra. Si tuviéramos tiempo libre, podríamos investigar los misterios de todo el universo. Encontré algunas viejas cintas científicas. Trabajos teóricos sobre biología. Aquellos hombres trabajaron durante años en tópicos abstractos. Tenían tiempo. Eran libres. Mientras los robots sostenían el sistema económico, aquellos hombres podían dedicarse...
—Durante la guerra —interrumpió el robot con aire pensativo—, los Moralistas situaron pantallas de detección sobre cientos de kilómetros cuadrados. ¿Todavía funcionan?
—No lo sé. Lo dudo. Todo lo que está fuera de los refugios de la compañía ha dejado de funcionar.
El robot se recluyó en sus pensamientos. Había sustituido su ojo averiado por una célula nueva. Ambos ojos brillaban de concentración.
—Esta noche haremos planes con respecto a tu compañía. Te comunicaré mi decisión en ese momento. Entretanto, no hables de la situación a nadie, ¿entiendes? Lo que me preocupa ahora es el sistema de carreteras.
—La mayoría de carreteras están en ruinas —Applequist intentó contener su entusiasmo—. Estoy convencido de que casi todos los miembros de mi compañía son Ociosos. Tal vez algunos peces gordos sean Moralistas. Algunos supervisores, en todo caso, pero las clases bajas y las familias.
—Muy bien —interrumpió el robot—. Nos ocuparemos de eso más tarde. —Miró a su alrededor—. Utilizaré parte del equipo averiado. Funcionará. De momento, al menos.

Applequist consiguió esquivar a Jenkins. Atravesó a toda prisa el nivel de organización y se encaminó a su puesto de trabajo. Su mente era un torbellino. Todo lo que le rodeaba se le antojaba vago poco convincente. Los supervisores pendencieros. Las máquinas ruidosas. Los funcionarios y burócratas de poca monta que corrían de un lado a otro con mensajes e informes. Cogió un puñado de cartas y empezó a distribuirlas mecánicamente.
—Has estado fuera —observó con ironía el director Laws—. ¿Alguna chica? Si se casó con alguien ajeno a la compañía, perderá la poca categoría que tiene.
Applequist apartó las cartas.
—Quiero hablar con usted, director.
El director Laws meneó la cabeza.
—Vaya con cuidado. Ya conoce las ordenanzas que rigen para el personal de cuarta categoría. Es mejor no hacer más preguntas. Concentre su mente en el trabajo y déjenos a nosotros las cuestiones teóricas.
—Director —preguntó Applequist—, ¿a quién apoyaba nuestra compañía, a los Moralistas o a los Ociosos?
Laws fingió no entender la pregunta.
—¿Qué quiere decir? —Sacudió la cabeza—. No conozco esas palabras.
—En la guerra. ¿de qué lado estábamos?
—¡Santo Dios! —exclamó Laws—. Del lado humano, por supuesto. —Una cortina impenetrable cayó sobre su rostro rotundo—. ¿Qué quiere decir «moralista»? ¿De qué me está hablando?
Applequist empezó a sudar de repente. Apenas le salía la voz.
—Algo no cuadra, director. La guerra fue entre dos grupos de humano. Los Moralistas destruyeron a los robots porque desaprobaban que los humanos se entregaran al ocio.
—La guerra se libró entre hombres y robots —replicó Laws— Nosotros ganamos. Destruimos a los robots.
—¡Pero si trabajaban para nosotros!
Fueron construidos para trabajar, pero se rebelaron. Poseían una filosofía. Seres superiores: androides. Nos consideraban simple ganado.
Applequist temblaba de pies a cabeza.
—Pero aquél me dijo...
—Nos masacraron. Millones de humanos murieron antes de que les paráramos los pies. Asesinaron, mintieron, se escondieron, robaron, hicieron cualquier cosa con tal de sobrevivir. Eran ellos o nosotros; no hubo cuartel. —Laws agarró a Applequist por el cuello de la camisa—. ¡Maldito idiota! ¿Qué demonios ha hecho? ¡Contésteme! ¿Qué ha hecho?

El sol se puso mientras el vehículo blindado se detenía en el borde del barranco. Las tropas bajaron por la ladera. Laws saltó entre los primeros, seguido de Applequist.
—¿Es aquí? —preguntó Laws.
—Sí, pero ha desaparecido —tartamudeó Applequist.
—Por supuesto. Ya se había reparado. Nada le retenía aquí. —Laws hizo una señal a sus hombres—. Es inútil proseguir la búsqueda. Entierren una bomba A táctica y larguémonos. Es posible que la fuerza aérea lo localice. Rociaremos esto zona con gas radiactivo.
Applequist se acercó al borde del barranco, atontado. Abajo, entre las sombras, distinguió las malas hierbas y los escombros. No se veía al robot por parte alguna, naturalmente. Sólo trozos de cable y partes del cuerpo desechadas. La vieja cápsula de energía seguía donde la había tirado. Algunas herramientas. Nada más.
—Vámonos —ordenó Laws a sus hombres—. Tenemos mucho que hacer. Hay que poner en marcha el sistema de alarma general.
Las tropas empezaron a escalar el barranco. Applequist se encaminó hacia el vehículo.
—No —dijo Laws—. Usted no vendrá con nosotros.
Applequist vio la expresión de sus rostros: miedo, terror, odio. Intentó escapar, pero le apresaron casi al instante. Procedieron en silencio, inexorablemente. Cuando terminaron, apartaron de una patada sus restos casi vivos y subieron al vehículo. Cerraron las puertas y el motor rugió. El vehículo subió por la senda hasta la carretera. Al cabo de pocos momentos, desapareció de vista.
Estaba solo, con una bomba semienterrada y las sombras Y la inmensa oscuridad lo abarcaba todo.


FIN

POEMAS A LOS DICTADORES -- RAFAEL ALBERTI -- DESTACAGADOS


ADEFESIA


        Destacagada
            madre
        laberinto de mierda en su vientre
            a luz no da
        da a sombra a pedihorror destacagados pútridos viruviolentos cagatiránidos rompetapanarices
            hedor
              peste del mundo
        Allí por los rincones donde evacua la madre nace un destacagado
              Presto
        se destacaga en pie de hierro empala oprime patíbula extermina Jhonfixonburundá Primero el Grande y el hijo el hijo el hijo Pinosanguinochetburundá
                    el Inmenso
        Segundo esputo puto de su progenitora con Stroesnerburundá Tercero en sangre y Burunbanzerdá cagado el Cuarto dictadestacagados todos de su madre Adefesia hija destacagada de sus hijos la Única
***


PINOSANGUINOCHETBURUNDA



        El Inmenso el Inmenso el más detacagado hijo de atrás del Grande el atiranorror el despomastaorror el funéreo funerísimo funegeneralísimo el más destacarancho roedor comedor triturador nato quebrantahuesos vampiro chupador el más destacagado traidor usurpador gorgojo piojo incendiario Pinosanguinochetburundá el Inmenso el más destacagado ovario de mi madre Adefesia hija y madre del Grande el cagador de dólares borrapueblos borrudo robacobriboludo petroludo
AUTOR : RAFAEL ALBERTI 
 ***
Bellocarmelos, Mequetrefes y Pitrimitris,
 Cagabombos, Cagarrisas y Cagadijes, 
Meaculpas y Orinapilas,
 Bellacos, Pisaverdes y Comesopas,
 Mentecatos, Caribobos y Cachaburras,
 Candelejones, Ovicastros, Majaderos y Huachaflojas,
 Cuentapasos, Huatiqueros y Catapichas.
***

LA EXTRAÑA CASA EN LA NIEBLA -- H. P. Lovecraft





LA EXTRAÑA CASA EN LA NIEBLA
H. P. Lovecraft

De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de mas allá de Kingsport. Sube, blanca y algodonosa, al encuentro de sus hermanas las nubes, henchidas de sueños de húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y más tarde, en sosegadas lluvias estivales que mojan los empinados tejados de los poetas, las nubes esparcen esos sueños a fin de que los hombres no vivan sin el rumor de los viejos y extraños secretos y maravillas que los planetas cuentan a los planetas durante la noche. Cuando los relatos acuden en tropel a las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades invadidas por la algas emiten aires insensatos aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y los ojos que miran el océano desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas solemnes de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.
Ahora bien, al norte del arcaico Kingsport, los riscos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, terraza sobre terraza, hasta que el más septentrional de todos se recorta en el cielo como una nube gris y helada por el viento. Desolada, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca el gran Miskatonic, después de dejar atrás Arkham, trayendo leyendas de los bosques y recuerdos singulares de las colinas de Nueva Inglaterra. Las gentes marineras de Kingsport miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar y computan las guardias de la noche según éste oculta o permite ver la Osa Mayor, Casiopea y el Dragón. Para ellos, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol. Sienten cariño por algunos acantilados, como ese al que llaman el Padre Neptuno por su grotesco perfil, o ese otro de peldaños gigantescos al que llaman "La Calzada"; pero éste último les produce temor, porque está muy próximo al cielo. Los marineros portugueses que llegan de viaje se santiguan al verlo, y los viejos yanquis creen que escalarlo, en caso de que fuera posible hacerlo, sería un asunto mucho más grave que la muerte. Sin embargo, hay una casa antigua en ese acantilado, y por la noche se ven luces en sus ventanas de cristales pequeños.
Esa antigua casa está allí desde siempre, y dicen las gentes que habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar y que quizá ve cosas singulares en el océano cuando el borde del acantilado se convierte en el confín de la tierra y las boyas solemnes tañen libremente en el blanco éter de lo irreal. Eso dicen que han oído contar, pues jamás han visitado ese despeñadero prohibido, ni les gusta dirigir hacia allí sus catalejos. Los veraneantes la han examinado con sus gemelos descarados, pero no han visto otra cosa que el tejado, primordial, puntiagudo, de ripia, con aleros que llegan casi hasta los grises cimientos, y la luz amarillenta de sus pequeñas ventanas, cuando asoma por debajo de esos aleros al oscurecer. Estos visitantes veraniegos no creen que el habitante de la antigua casa esté en ella desde hace siglos; pero no pueden probar semejante herejía a ningún auténtico vecino de Kingsport. Hasta el Anciano Terrible que habla con péndulos de plomo encerrados en botellas, compra comida con viejo oro español, y guarda ídolos de piedra en el patio de su casa antediluviana de Water Street, no puede sino decir que ya vivía allí cuando su abuelo era niño, lo que debió ocurrir hace un montón de años, cuando Belcher o Shirley o Pownall o Bernard era gobernador de la provincia de Massachusetts-Bay al servicio de Su Majestad.
Luego, en verano, llegó a Kingspot un filósofo. Se llamaba Thomas Olney, y enseñaba cosas tediosas en una facultad cercana a Narragansett. Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos. Miró las brumas desde la diadema del Padre Neptuno, y trató de adentrarse en el mundo blanco y misterioso por los titánicos escalones de la Calzada. Mañana tras mañana subía a tumbarse a loa acantilados y contemplar, desde el borde del mundo, el éter misterioso que se extendía más allá, escuchando las campanas espectrales y los gritos insensatos de lo que quizá fueran gaviotas. Luego, cuando levantaba la niebla y el mar recobraba su aire prosaico con el humo de los barcos, suspiraba y bajaba al pueblo, donde le encantaba recorrer los estrechos y antiguos callejones que subían y bajaban por la colina y estudiar los ruinosos hastiales y los portales de extraños pilares que habían cobijado a tantas generaciones de robustos marineros. Incluso habló con el Viejo Terrible, a quien desagradaban los forasteros, y éste le invitó a su casa arcaica y temible, cuyos techos bajos y carcomidos enmaderados escuchan los ecos de inquietantes soliloquios en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.
Naturalmente, fue inevitable que Olney reparase en la casa solitaria y gris del cielo, situada en lo alto de aquel siniestro despeñadero formando un todo común con las brumas y el firmamento. Siempre se alzó sobre Kingsport, y siempre corrió el rumor de su misterio por los callejones tortuosos de Kingsport. El Viejo Terrible le contó a Olney, entre jadeos, una historia que había oído a su padre sobre un rayo que brotó una noche de aquella casa puntiaguda, y se perdió en las nubes más altas del cielo; y la abuela Orme, cuya minúscula casa de Ship Street tiene su techumbre holandesa toda cubierta de musgo y de hiedra, le refirió con voz chillona algo que su abuela había oído contar sobre unas sombras voladoras que salían de las brumas orientales y se dirigían a la única puerta de esa inalcanzable morada, la cual se abre al borde mismo del barranco que desciende hasta el océano y sólo puede verse desde los barcos que cruzan por el mar.
Finalmente, ávido de experiencias nuevas y extrañas, y sin que le contuvieran ni el temor de los vecinos de Kingsport ni la usual indolencia de los veraneantes, tomó Olney una resolución terrible. A pesar de su formación conservadora - o a causa de ella, que las vidas rutinarias albergan anhelos ansiosos de lo desconocido - hizo solemne juramento de escalar aquel acantilado del norte y visitar la casa anormalmente antigua y gris del cielo. Sin duda, su yo racional debió de persuadirle de que sus moradores entraban por la parte de tierra, a través de alguna cresta accesible próxima al estuario del Miskatonic. Probablemente bajaban a comerciar a Arkham, conscientes de lo poco que les gustaba la casa a los Kingsport, o incapaces quizá de descender por la parte del acantilado que daba a Kingsport. Olney recorrió los riscos más accesibles, hasta el pie del gran precipicio que subía a unirse insolente con las cosas celestes, y comprobó de manera patente que ningún ser humano podía escalarlo ni descender por la ladera sur. Al este y al norte se elevaba perpendicularmente también, desde el agua hasta una altura de miles de pies, de forma que sólo quedaba la vertiente norte, la cual miraba hacia tierra y hacia Arkham.
Una mañana de agosto salió Olney en busca de algún sendero que subiera hasta el inaccesible pináculo. Marchó en dirección noroeste por agradables caminos secundarios, pasó por la charca de Hooper y el viejo polvorín de ladrillo gris, hasta llegar allá donde los pastizales coronan la cresta que se asoma sobre el Miskatonic y dominan un precioso panorama de blancos campanarios georgianos de Arkham que se alzan leguas más allá, al otro lado del río y de los prados. Aquí encontró un dudoso camino en dirección a Arkham, aunque no vio ninguno en la del mar, como quería. Los bosques y los prados se apretujaban en la ribera alta de la desembocadura del río, donde no se veía signo alguno de presencia humana, ni siquiera una tapia de piedra, ni una vaca extraviada, sino sólo yerba alta, árboles gigantescos y marañas de zarzas que quizá vieron los primeros indios. A medida que subía lentamente por el este, cada vez más alto, por encima del estuario que quedaba a la izquierda, y cada vez más cerca del mar, el camino se iba haciendo más difícil; hasta que se preguntó cómo se las arreglaban los moradores de aquel desagradable lugar para llegar al mundo exterior, y si bajarían a menudo al mercado de Arkham.
Luego fueron escaseando los árboles y muy por debajo de él, a su derecha, vio las lejanas colinas y los antiguos tejados y campanarios de Kingsport. Incluso Central Hill era una elevación enana vista desde esta altura, y apenas se distinguía el antiguo cementerio situado junto al Hospital Congregacionalista, bajo el cual se decía que había terribles cavernas o pasadizos. Ante sí tenía una extensión de yerba rala y matas de arándanos; más allá estaba la roca pelada del despeñadero y el delgado pico donde se encaramaba la temible casa gris. La cresta se estrechó ahora, y Olney sintió vértigo en la soledad del cielo, con el espantoso precipicio al sur, por encima de Kingsport, y la caída vertical de casi una milla, hasta la desembocadura del río, al norte. De repente descubrió ante sí una zanja de unos diez pies de profundidad, de forma que tuvo que colgarse de las manos en su interior, dejarse caer por su suelo inclinado y después arrastrarse peligrosamente, pendiente arriba, hacia un desfiladero natural que había en la pared opuesta. ¡Este era, pues, el camino que los habitantes de la inusitada casa recorrían entre la tierra y el cielo!
Cuando salió de la zanja se estaba formando una bruma matinal, pero vio claramente la casa impía y orgullosa allá adelante; sus paredes eran grises como la roca, y su elevado pico se alzaba osadamente contra la blancura lechosa de los vapores marinos. Y descubrió que no había puerta en la fachada que miraba hacia tierra, sino sólo un par de ventanucos sucios y enrejados, de cristales redondos, según la moda del siglo XVIII. A todo su alrededor no había más que nubes y caos, y no se distinguía nada por debajo de la blancura del espacio ilimitado. Estaba solo en el cielo, con esta casa extraña e inquietante; y al rodearla precavidamente, en dirección hacia la parte delantera, y ver que no se podía llegar a su única puerta salvo por el éter vacío, sintió un claro terror que la altura no acababa de explicar enteramente. Y era muy extraño que todavía existieran tablas carcomidas que formaban la techumbre, y que los desechos ladrillos formaran aún la chimenea.
Cuando espesó la niebla, Olney reptó de una ventana a otra, por las fachadas norte, oeste y sur, tratando de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se sintió vagamente aliviado al comprobarlo, porque cuanto más miraba la casa, menos deseos tenía de entrar. Entonces, un ruido le hizo detenerse. Oyó un chirrido de cerradura, el ruido de un cerrojo al descorrerse y un gemido largo como si abriesen lentamente una pesada puerta. Sonó en la parte que daba al océano, la que él no podía ver, donde la estrecha puerta se abría al vacío, en el cielo brumoso, a miles de pies por encima de las olas.
A continuación sonaron unas pisadas graves, pausadas, en el interior de la casa, y Olney oyó que abrían las ventanas; primero las que daban al norte, que era el lado opuesto adonde estaba él ahora; después, las del oeste, al otro lado de la esquina. A continuación abrían las del sur, bajo los grandes aleros del lado donde él se encontraba; y hay que decir que se sentía más que incómodo, pensando que tenía la detestable casa a un lado, y al otro el vacío. Cuando le llegó el ruido de las ventanas más próximas, se deslizó otra vez hacia la fachada de poniente, aplastándose contra el muro junto a las que ahora estaban abiertas. Era evidente que el propietario había llegado a casa; pero no había llegado por tierra, ni en globo, ni en ninguna aeronave imaginable. Volvieron a sonar pasos, y Olney se escurrió a la cara norte; pero antes de haber conseguido ocultarse una voz le llamó suavemente, y comprendió que debía enfrentarse con su anfitrión.
Asomado a la ventana oeste vio un rostro con una gran barba negra y ojos fosforescentes que reflejaban la huella de visiones inauditas. Pero su voz era afable y tenía una calidad singularmente antigua, de forma que Olney no sintió temor alguno cuando una mano morena le ayudó a subir el alféizar y asaltar al interior de la baja habitación revestida de oscuro roble y con mobiliario estilo tudor. El hombre vestía ropas antiguas, y le envolvía un halo indefinible de sabiduría marinera y ensueños sobre altos galeones. Olney no recuerda muchos de los prodigios que le contó, ni siquiera quién era; pero dice que era extraño y afable, y poseía la magia de insondables vacíos de tiempo y de espacio. La pequeña habitación parecía verde, a causa de la luz acuosa que la iluminaba, y Olney vio que las ventanas distantes que daban al este no estaban abiertas, sino cerradas al brumoso éter con cristales gruesos como fondos de viejas botellas.
El barbado anfitrión parecía joven, aunque miraba con ojos impregnados de antiguos misterios; y por los relatos de hechos antiguos y prodigiosos que contaba, podía inferirse que tenían razón las gentes del pueblo al decir que comulgaba con las brumas del mar y las nubes del cielo antes de que hubiese un pueblo que contemplara su taciturna mirada desde la llanura de abajo. Y transcurrió el día, y Olney seguía escuchando el rumor de los viejos tiempos y lugares; y oyó cómo los reyes de la Atlántida lucharon contra viscosas blasfemias que salían retorciéndose de las grietas del fondo oceánico, y cómo los barcos extraviados podían ver a medianoche el templo hipóslito de Poseidón, y cómo comprendían al verlo que se habían extraviado para siempre. El anfitrión rememoró los tiempos de los Titanes, pero se mostró reservado al hablar de la era oscura y primera, del caos que precedió a los dioses e incluso al nacimiento de los Anteriores, cuando los otros dioses iban a danzar a la cima del Hatheg-Kla, situado en el desierto pedregoso próximo a Ulthar, más allá del río Skai.
Al llegar a este punto llamaron a la puerta, a aquella antigua puerta de roble tachonada de clavos frentea la cual sólo existía unh abismo de nube blanca. Olney alzó la mirada con temor, pero el hombre barabdo le hizo una seña para que permaneciese en silencio, acudió a la puerta de puntillas y se asomó por una mirilla muy pequeña. No le agradó lo que vio, de modo que se llevó un dedo a la boca, y corrió con sigilo a cerrar las ventanas y pasar las fabellas antes de regresar a su antigua butaca junto a su invitado. Entonces Olney vio recortarse sucesivamente contra los rectángulos traslúcidos de cada una de las pequeñas vetanas, conforme el visitante daba vuelta en torno a la casa antes de marcharse, una silueta negra y extraña, y se alegró de que su anfitrión no contestara a esas llamadas. Porque hay extraños seres en el gran abismo, y el buscador de sueños debe tener cuidado de no despertar ni encontrar a los que no le conviene.
Después empezaron a congregarse las sombras: primero, unas sombras pequeñas, furtivas, bajo la mesa; luego, las más atrevidas, por los rincones recubiertos de madera. Y el hombre barbado hizo enigmáticos gestos de oración, y encendió altas velas hincadas en extraños candelabros de latón. De cuando en cuando miraba hacia la puerta como si esperase a alguien; finalmente, unos golpecitos singulares parecieron contestar a su mirada, sin duda reproduciendo algún código secreto y antiguo. Esta vez ni siquiera se asomó por la mirilla, sino que quitó el gran barrote de roble y descorrió el cerroj, abriendo la pesada puerta de par en par a las estrellas y la niebla.
Y entonces, al son de oscuras armonías, entraron flotando en la estancia todos los sueños y recuerdos de los Dioses Poderosos de la tierra. Y unas llamas doradas jugaron con cabelleras de algas, y Olney les rindió homenaje deslumbrado. Allí estaba Neptuno con su tridente, y los bulliciosos tritones, y las fantásticas nereidas, y a lomos de delfines iba una enorme concha dentada en la que viajaba la figura pavorosa y gris de Nodens, Señor del Gran Abismo. Y las caracolas de los tritones emitían espectrales mugidos y las nereidas producían extraños ruidos golpeando grotescas conchas resonantes de desconocidos moradores de las negras cavernas marinas. A continuación, el venerable Nodens tendió una mano arrugada y ayudó a Olney y a su anfitrión a subir a su concha gigantesca, al tiempo que als conchas y los gongos prorrumpían en un clamor tremendo y espantoso. Y el fabuloso cortejo salió aléter ilimitado, y los gritos y el estrépito se perdieron en los ecos de los truenos.
Toda la noche estuvieron los de Kingsport observando el altísimo acantilado, cuando la tormenta y las brumas se abrían transitoriamente; y cuando, hacia las primeras horas de la madrugada, se apagaron las luces débiles de las ventanas, hablaron en voz baja de temores y desastres. Y los hijos y la robusta esposa de Olneyrezaron aldios amable de los anabaptistas, y confiaron en que el viajero pidiera prestados paraguas y chanclos, si no cesaba la lluvia por la mañana. Luego surgió goteante el amanecer envuelto en brumas marinas, y las boyas tañeron solemnes en los vórtices del blanco éter. Y a mediodía, los cuerpos mágicos de unos duendes sonaron por encima del océano mientras Olney descendía de los acntilados al antiguo Kingsport, seco, con los pies ligeros y una expresión lejana en los ojos. No pudo recordar qué había soñado en la casa del anónimo ermitaño, encaramada en el cielo, ni explicar cómo había bajado por aquel despeñadero que no habían podido recorrer otros pies...Ni fue capaz de hablar con nadie de estas cosas, excepto con el Anciano Terrible, quien después murmuró extrañas cosas para su larga y blanca barba, y juró que el hombre que había descendido de aquel despeñadero no era el mismo que había subido, y que en algún lugar, bajo aquel tejado gris y puntiagudo, o en medio de aquella siniestra niebla blanca, se había quedado extraviado el espíritu del que fuera Thomas Olney.
Y desde aquel momento, a lo largo de lentos, oscuros años de monotonía y hastío, el filósofo trabaja y come y duerme y cumple sin queja sus deberes de ciudadano. Ya no añora la magia de las lejanas colinas, ni suspira por secretos que asoman como verdes arrecifes en un mar insondable. Ya no le produce tristeza la monotonía de sus días, y sus disciplinados pensamientos resultan suficientes para su imaginación. Su buena esposa es más fuerte cada vez, y sus hijos se hacen mayores, y más prosaicos y prácticos; pero él no deja de sonreír con orgullo cuando el momento lo requiere. En su mirada no hay un solo destello de inquietud, y si alguna vez presta atención, tratando de escuchar solemnes campanas o lejanos cuernos de duendes, es sólo de noche, cuando vagan libremente los suños antiguos. Jamás ha vuelto a visitar Kingsport, porque a su familia le desagradan las casas viejas y raras y dice que tiene un pésimo alcantarillado. Ahora tienen un precioso chalet en las tierras altas de Bristol, donde no hay elevados riscos y los vecinos son corteses y modernos.
Pero en Kingsport corren extraños rumores, y hasta el Viejo Terrible admite algo que su abuelo no contó. Porque ahora, cuando el viento sopla tumultuoso del norte, azotando la casa elevada que se funde con el firmamento, se rompe al fin ese silencio siniestro y ominoso que siempre fue dañino para los campesinos de Kingsport. Y los viejos hablan de voces agradables que oyen cantar allá arriba, y de risas henchidas de una alegría más grande que la alegría de la tierra; y cuentan que al atardecer las pequeñas ventanas se ven más iluminadas que antes. Dicen también que la fiera aurora llega más a menudo al lugar, vistiendo al norte de brillante azul con visiones de helados mundos, mientras el despeñadero y la casa se recortan negros y fantásticos contra singulares centelleos. Y que las brumas del amanecer son más espesas, y que los marineros no están tan seguros de que todos los tañidos que suenan amortiguados en el mar se deban a las boyas solemnes.
Lo peor, sin embargo, es que se han secado los viejostemores en los corazones de los jóvenes de Kingsport, más inclinados cada vez a escuchar por la noche los rumores distantes que les trae el viento del norte. Juran que ningún daño ni dolor puede habitar en esa casa elevada, ya que las nuevas voces llevan alegría y, con ella, un tintineo de risas y música. No saben qué relatos pueden traer las brumas marinas a ese pináculo encantado del norte, pero ansían conocer a alguno de los prodigios que llaman a la puerta que da al vacío, cuando las luces aumentan de espesor. Los patriarcas temen que algún día suban uno a uno a ese pico inaccesible, y averiguen los secretos seculares que se ocultan bajo el puntiagudo tejado que forma parte de las rocas, las estrellas y los antiguos temores de Kingsport. Están convencidos de que esos jóvenes atrevidos podrán regresar; pero piensan que quizá se apague alguna luz en sus ojos, y algún deseo en sus corazones. Yno desean que un Kingsport extraño, con sus empinados callejones y sus hastiales arcaicos, contemple indiferente el paso de los años, mientras crece el coro de risas, voz tras voz, y se haga más fuerte y desenfrenado en ese desconocido y terrible nido de águilas donde las brumas y los sueños de las brumas se demoran en su trayecto del mar a los cielos.
No quieren que las almas de sus jóvenes abandonen los plácidos hogares y las tabernas de techumbre holandesa del viejo Kingsport, ni desean que suenen con fuerza las risas y canciones del elevado y rocoso lugar. Porque así como la voz recién llegada ha traído nuevas brumas del mar y nuevas luces del norte, así, dicen, otras voces traerán más brumas y luces, hasta que tal vez los viejos dioses (cuya existencia insinúan sólo en susurros por temor a que les oiga el sacerdote congregacionalista) salgan de abajo, abandonen la desconocida Kadath del desierto frío, y vengan a morar en ese despeñadero perversamente apropiado, tan próximo a las suaves colinas y valles de las sencillas y apacibles gentes marineras. No quieren que esto suceda, pues la gente sencill, las cosas que no son de esta tierra son mal recibidas; y además, el Viejo Terrible recuerda a menudo lo que Olney contó sobre la llamada que el morador solitario temía, y la forma negra e inquisitiva que ambos vieron recortarse en la bruma, a través de esas extrañas ventanas traslúcidas en forma de ojo de buey.
Todas estas cosas, sin embargo, sólo las pueden decidir los Dioses anteriores; entretanto, las brumas matinales suben por ese pico vertiginoso y solitario de la vieja casa puntiaguda, esa casa gris de aleros bajos en la que no se ve a nadie, pero a la que la noche trae furtivas luces mientras el viento del norte habla de extrañas fiestas. Suben desde las profundidades, blancas y algodonosas, a reunirse con sus hermanas las nubes, llenas de ensueños sobre húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y cuando los cuentos vuelan densos en las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades cubiertas de algas elevan sones salvajes aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces los grandes vapores de las brumas suben ansiosos en tropel hacia el cielo cargado de saber; y Kingsport, refugiándose inquieto en los acntilados menores, bajo el vaporoso centinela de la roca, ven tan sólo, hacia el océano, una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el confín de la tierra, y las solemnes campanas de boyas tañesen libremente en el éter irreal.