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viernes, 15 de octubre de 2010

ACEITE DE PERRO - AMBROSE BIERCE




 ACEITE DE PERRO


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AMBROSE BIERCE


Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes
caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía
un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de
los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente
ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que frecuencia era
empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para
cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos
los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran
elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca
políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de
perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros
desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto
punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del
pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba
designar Oil Can. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la
mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que
sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían
prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una
ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir
indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que
afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un
niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar
atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de
un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos
más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral
casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi
padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que
ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos
reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en
indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de
perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en
mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo
era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras
miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón de que la pequeña herida roja de
su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto
sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por
temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo
ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría los huesos de los de un
cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo del incomparable
Oil Can por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población
que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje
sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mí padre, frotándose las manos con
satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una
calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que
no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían
sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias.
Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría
paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua
ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron
de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un
ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus
negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños
superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó
por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan
bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me
volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida
madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi
padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por
mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con
renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a
las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos
que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad
superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas
palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en
la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó
de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los
inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se
aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó
que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil.
Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado
y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir
con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por
una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la
noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha
para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un
misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su
energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y
estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la
puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos.
Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De
pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos,
aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de
noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja
alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la
poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron
con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban
alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos
peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con
sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar
ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un
forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un
momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido,
sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos
desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas
sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos
desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había
traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías
hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de
Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de
remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan
terrible.