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sábado, 9 de octubre de 2010

El Grito del Muerto -- (H.P.Lovecraft)





El Grito del Muerto
(H.P.Lovecraft)


El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en común. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, ya que, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto lo que me asustó.
Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses científicos muy alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era la razón por la que, al establecer su consulta en Bolton, había elegido una casa próxima al cementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente de West consistía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la más mínima descomposición daña la estructura del cerebro; y humanos, y descubrimos que el preparado necesitaba una composición específica, según los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca había conseguido plenamente su objetivo porque nunca había podido disponer de un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa forma de movimiento llamado vida. Había esperanzas de volver perpetua esta segunda vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero habíamos averiguado que una vida natural ordinaria no respondía a la acción. Para infundir movimiento artificial, debía quedar extinguida la vida nocturna: los ejemplares debían ser muy frescos, pero estar auténticamente muertos.
Habíamos empezado West y yo la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidos desde un principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces había algún destello en sus fríos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias habían sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de la solución vital.
Uno de los ejemplares había proferido un alarido escalofriante; otro, se había levantado, violentamente, nos había derribado dejándonos inconscientes, y había huido enloquecido, antes de que lograran cogerle y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, una monstruosidad nauseabunda y africana, había surgido de su poco profunda sepultura y había cometido una atrocidad... West había tenido que matarlo a tiros. No podíamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Era inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aun vivían... tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que finalmente West desapareció en circunstancias espantosas.
Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de forma que casi me parecía que miraba con codicia el físico de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerle una larga visita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura de los cadáveres abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un preparado nuevo sumamente original, así que no me sorprendió que hubiera dado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo sobre cómo podía ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro de los ejemplares se debía ante todo al tiempo transcurrido hasta que caían en nuestras manos. Esto lo había visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear un compuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino le proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo. Por último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimos tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no había tenido posibilidad de empezar aun. West no se atrevía a predecir que sucedería en el momento de la reanimación, ni si podíamos esperar una revivificación de la mente y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestros estudios, por lo que había conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin de que compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada.
West me contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre vigoroso; un extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigía a las Fabricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un largo paseo por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino de las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, y cayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el forastero le había explicado que no conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguía devolverlo a la vida, nadie se enteraría de nuestro experimento. Solíamos enterrar los despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos. En cambio, si teníamos éxito, nuestra fama quedaría brillante y perpetuamente establecida. De modo que West había inyectado sin demora, en la muñeca del cadáver, el preparado que le mantendría fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el éxito de nuestro experimento, no parecía preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al fin lo que no había logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón y devolverle la vida, quizá, a una criatura normal.
De modo que la noche del 18 de julio de 1910; Herbert West y yo nos encontrábamos en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador había dado un resultado extraordinariamente positivo; pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedí a West que me diese garantías de que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas minuciosas para comprobar que no había vida; ya que en caso de subsistir el menor vestigio de vitalidad original no tendría ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto y liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta carencia de vida, se aparto satisfecho y, finalmente inyectó en el brazo izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado durante la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que podíamos esperar razonablemente que abriese los labios y nos contase quizá, con voz inteligente, lo que había visto al otro lado del insondable abismo.
West era materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la conciencia a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobre espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte. Yo no disentía completamente de su teoría, aunque conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de modo que no podía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación. Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que oímos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitada granja de Arkham.
Había transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían adquirido un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, curiosamente amplia y arenosa. West, que tenía la mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y a continuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observe los párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin inteligencia, ni siquiera curiosidad.
Movido por una fantástica ocurrencia, susurre unas preguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aun podía estar presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la última que repetí, fue: "¿Dónde has estado?". Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que en aquel instante creí firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente, formando sílabas que yo habría vocalizado como "sólo ahora", si la frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamos alcanzado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había pronunciado palabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución había cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada... Pero con ese triunfo me invadió el más grande de los terrores... no a causa del ser que había hablado, sino por la acción que había presenciado, y por el hombre a quien me unían las vicisitudes profesionales.
Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se desplomo en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo volver, profiriendo un grito que resonara eternamente en mi cerebro atormentado:
-¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada aguja!

MI CRIMEN FAVORITO





AMBROSE BIERCE - MI CRIMEN FAVORITO



Después de haber asesinado a mi padre en circunstancias singularmente atroces,
fui arrestado y enjuiciado en un proceso que duró siete años. Al exhortar al
jurado, el juez de la Corte de Absoluciones señaló que el mío era uno de los más
espantosos crímenes que había tenido que juzgar.
A lo que mi abogado se levantó y dijo:
-Si Vuestra Señoría me permite, los crímenes son horribles o agradables sólo por
comparación. Si conociera usted los detalles del asesinato previo de su tío que
cometió mi cliente, advertiría en su último delito (si es que delito puede
llamarse) una cierta indulgencia y una filial consideración por los sentimientos
de la víctima. La aterradora ferocidad del anterior asesinato era verdaderamente
incompatible con cualquier hipótesis que no fuera la de culpabilidad, y de no
haber sido por el hecho de que el honorable juez que presidió el juicio era el
presidente de la compañía de seguros en la que mi cliente tenía una póliza
contra riesgos de ahorcamiento, es difícil estimar cómo podría haber sido
decentemente absuelto. Si Su Señoría desea oírlo, para instrucción y guía de la
mente de Su Señoría, este infeliz hombre, mi cliente, consentirá en tomarse el
trabajo de relatarlo bajo juramento.
El Fiscal del Distrito dijo: -Me opongo, Su Señoría. Tal declaración podría ser
considerada una prueba, y los testimonios del caso han sido cerrados. La
declaración del prisionero debió presentarse hace tres años, en la primavera de
1881.
-En sentido estatutario -dijo el juez- tiene razón, y en la Corte de Objeciones
y Tecnicismos obtendría un fallo a su favor. Pero no en una Corte de
Absoluciones. Objeción denegada.
-Recuso -dijo el Fiscal de distrito.
-No puede hacerlo- contestó el Juez-. Debo recordarle que para hacer una
recusación debe lograr primero transferir este caso, por un tiempo, a la Corte
de Recusaciones, en una demanda formal, debidamente justificada con
declaraciones escritas. Una demanda a ese efecto, hecha por su predecesor en el
cargo, le fue denegada por mí durante el primer año de este juicio. Oficial,
haga jurar al prisionero.
Habiendo sido administrado el juramento de costumbre, hice la siguiente
declaración, que impresionó tanto al juez debido a la comparativa trivialidad
del delito por el cual se me juzgaba, que no buscó ya circunstancias atenuantes,
sino que, sencillamente, instruyó al jurado para que me absolviera. Así abandoné
la corte sin mancha alguna sobre mi reputación.
"Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan, de padres honestos y honrados, uno de los
cuales el Cielo ha perdonado piadosamente, para consuelo de mis últimos años. En
1867, la familia llegó a Califorma y se estableció cerca de Nigger Head,
estableciendo una empresa de salteadores de caminos que prosperó más allá de
cualquier sueño de lucro. Mi padre era entonces un hombre reticente y
melancólico, y aunque su creciente edad ha relajado un poco su austera
disposición, creo que nada, fuera del recuerdo del triste episodio por el que
ahora se me juzga, le impide manifestar una genuina hilaridad.
"Cuatro años después de haber puesto en servicio nuestra empresa de salteadores,
llegó hasta allí un predicador ambulante, que no teniendo otra manera de pagar
el alojamiento nocturno que le dimos, nos favoreció con una exhortación de tal
fuerza que, alabado sea Dios, nos convertimos todos a la religión. Mi padre
mandó llamar inmediatamente a su hermano, el Honorable William Ridley, de
Stockton, y apenas llegó le entregó el negocio, sin cobrarle nada por la
licencia ni por la instalación... esta última consistente en un rifle
Winchester, una escopeta de caño recortado y un juego de máscaras fabricados con
bolsas de harina. La familia se trasladó entonces a Ghost Rock y abrió una casa
de baile. Se le llamó "La Gaita del Descanso de los Santos", y cada noche la
cosa empezaba con una plegaria. Fue aquí donde mi ahora santa madre adquirió el
apodo de "La Morsa Galopante".
"En el otoño del '75 tuve ocasión de visitar Coyote, en el camino a Mahala y
tomé la diligencia en Ghost Rock. Había otros cuatro pasajeros. A unas tres
millas más allá de Nigger Head, unas personas que identifiqué como mi tío
William y sus dos hijos, detuvieron la diligencia. No encontrando nada en la
caja del expreso, registraron a los pasajeros. Actué honorablemente en el
asunto, colocándome en fila con los otros, levantando las manos y permitiendo
que me despojaran de cuarenta dólares y un reloj de oro. Por mi conducta nadie
pudo haber sospechado que conocía a los caballeros que daban la función. Unos
días después, cuando fui a Nigger Head y pedí la devolución de mi dinero y mi
reloj, mi tío y mis primos juraron que no sabían nada del asunto y afectaron
creer que mi padre y yo habíamos hecho el trabajo, violando deshonestamente la
buena fe comercial. El tío William llegó a amenazar con poner una casa de baile
competidora en Ghost Rock. Como "El Descanso de los Santos" se había hecho muy
impopular, me di cuenta de que esto sin duda alguna terminaría por arruinarla y
se convertiría para ellos en una empresa de éxito, de modo que le dije a mi tío
que estaba dispuesto a olvidar el pasado si consentía en incluirme en el
proyecto y mantener el secreto de nuestra sociedad ante mi padre. Rechazó esta
justa oferta, y entonces advertí que todo sería mejor y más satisfactorio si él
estuviera muerto.
"Mis planes para ese fin se vieron pronto perfeccionados y, al comunicárselos a
mis amados padres, tuve la satisfacción de recibir su aprobación. Mi padre dijo
que estaba orgulloso de mí y mi madre prometió, que aunque su religión le
prohibiera ayudar a quitar vidas humanas, tendría yo la ventaja de contar con
sus plegarlas para mi éxito. Como medida preliminar con miras a mi seguridad en
caso de descubrimiento, presenté una solicitud de socio en esa poderosa orden,
los Caballeros del Crimen, y a su debido tiempo fui recibido como miembro de la
comandancia de Ghost Rock. Cuando terminó mi noviciado, se me permitió por
primera vez inspeccionar los registros de la Orden y saber quién pertenecía a
ella, ya que todos los ritos de iniciación se habían llevado a cabo
enmascarados. ¡Imaginen mi sorpresa cuando mirando la nómina de asociados
encontré que el tercer nombre era el de mi tío, que en realidad era
vicecanciller adjunto de la Orden! Era ésta una oportunidad que excedía mis
sueños más desenfrenados: ¡al asesinato podía agregar la insubordinación y la
traición! Era lo que mi buena madre hubiera llamado "un regalo de la
Providencia".
"Por entonces ocurrió algo que hizo que mi copa de júbilo, ya llena, desbordara
por todos lados en una cascada de bienaventuranzas. Tres hombres, extranjeros en
esa localidad, fueron arrestados por el robo a la diligencia en el que yo había
perdido mi dinero y mí reloj. Fueron enjuiciados y, a pesar de mis esfuerzos
para absolverlos e imputar la culpa a tres de los más respetables y dignos
ciudadanos de Ghost Rock, se los declaró culpables en base a las pruebas más
evidentes. El asesinato de mi tío sería ahora tan injustificable e irrazonable
como podía desearse.
"Una mañana me puse el Winchester al hombro y, yendo a casa de mi tío, cerca de
Nigger Head, le pregunté a mi tía Mary, su esposa, si estaba él en casa,
agregando que había venido a matarle. Mi tía replicó, con su peculiar sonrisa,
que tantos caballeros lo visitaban con esa intención y que después se iban sin
haberlo logrado, que yo debía disculparla por dudar de mi buena fe en el asunto.
Dijo que yo no daba la impresión de ir a matar a nadie, así que, como prueba de
buena fe, levanté mi rifle y herí a un chino que pasaba frente a la casa. Ella
dijo que conocía familias enteras que podían hacer cosas semejantes, pero que
Bill Ridley era caballo de otro pelo. Dijo, sin embargo, que lo encontraría al
otro lado del estero, en el solar de las ovejas, y agregó que esperaba que
ganara el mejor.
"Mi tía Mary era una de las mujeres más imparciales que he conocido.
"Encontré a mi tío arrodillado, esquilando una oveja. Viendo que no tenía a mano
rifle ni pistola no tuve ánimo para disparar, así que me acerqué, lo saludé
amablemente y le di un buen golpe en la cabeza con la culata del rifle. Tengo
buena mano y el tío William cayó sobre un costado, se dio vuelta sobre la
espalda, abrió los dedos y tembló. Antes de que pudiera recobrar el uso de sus
miembros, cogí el cuchillo que él había estado usando y le corté los tendones.
Ustedes saben, sin duda, que cuando se cortan los tendones de aquiles, el
paciente pierde el uso de su pierna; es exactamente igual que si no tuviera
pierna. Bien, le seccioné los dos y cuando revivió estaba a mi disposición. Tan
pronto como comprendió la situación, dijo:
"-Samuel, has conseguido vencerme y puedes permitirte ser generoso. Sólo quiero
pedirte una cosa, y es que me lleves a mi casa y me liquides en el seno de mi
familia.
"Le dije que consideraba éste un pedido perfectamente razonable y que así lo
haría si me permitía meterlo en una bolsa de trigo; sería más fácil llevarlo de
esa manera y si los vecinos nos vieran en camino provocaría menos comentarios.
Estuvo de acuerdo y yendo al granero traje una bolsa. Esta, sin embargo, no le
iba bien; era muy corta y mucho más ancha que él, así que le doblé las piernas,
le forcé las rodillas contra el pecho y así lo metí, atando la bolsa sobre su
cabeza. Era un hombre pesado e hice todo lo posible por ponérmelo a la espalda,
pero anduve a los tumbos un trecho hasta que llegué a una hamaca que algunos
chicos habían colgado de la rama de un roble. Aquí lo deposité en el suelo y me
senté sobre él a descansar; y la vista de la soga me proporcionó una feliz
inspiración. A los veinte minutos, mi tío, siempre en la bolsa, se hamacaba
libremente en alas del viento.
"Yo había descolgado la soga y atado un extremo en la boca de la bolsa, pasando
el otro por la pierna, levantándole a unos cinco pies del suelo. Atando el otro
extremo de la soga también alrededor de la boca de la bolsa, tuve la
satisfacción de ver a mi tío convertido en un hermoso y gran péndulo. Debo
agregar que él no estaba totalmente al tanto de la naturaleza del cambio que
había experimentado en relación con el mundo exterior, aunque en justicia al
recuerdo del buen hombre, debo decir que no creo que en ningún caso hubiera
dedicado demasiado tiempo a un vano agradecimiento.
"El tío William tenía un carnero que era famoso como luchador en toda la región.
Vivía en estado de indignación constitucional crónica. Algún profundo desengaño
de su vida anterior le había agriado el carácter y había declarado la guerra al
mundo entero. Decir que embestía cualquier cosa accesible es expresar muy
levemente la naturaleza y alcance de su activdad militar: el universo era su
rival, sus métodos los de un proyectil. Luchaba como los ángeles con los
demonios: en medio del aire, hendiendo la atmósfera como un pájaro, describiendo
una curva parabólica y descendiendo sobre su víctima en el ángulo justo de
incidencia que más rendía a su velocidad y su peso. Su impulso, calculado en
toneladas cúbicas, era algo increíble. Se lo había visto destrozar un toro de
cuatro años con un solo golpe dado en la nudosa frente del animal. No se conocía
cerco de piedra que resistiera la fuerza de su golpe descendente; no había
árboles bastante pesados para aguantarlo: los convertía en astillas y profanaba
en la oscuridad el honor de sus hojas. Este bruto irascible e implacable, este
trueno encarnado, este monstruo de los abismos, había visto yo que descansaba a
la sombra de un árbol adyacente, sumido en sueños de conquistas y de gloria. Con
miras de atraerlo al campo del honor, suspendí a su amo de la manera descrita.
"Completados los preparativos, impartí al péndulo de mi tío una suave oscilación
y, retirándome a cubierto de una piedra contigua, lancé un largo grito
estridente cuya nota final decreciente se ahogaba en un ruido como el de un gato
protestando, ruido que emanaba de la bolsa. Instantáneamente el formidable lanar
se paró sobre sus patas y comprendió la situación militar de un vistazo. En
pocos minutos más se había acercado piafando hasta unos cincuenta metros de
distancia del oscilante enemigo, que, ora avanzando, ora retirándose, parecía
invitarlo a la riña. De pronto vi la cabeza de la bestia inclinada hacia tierra
como abatida por el peso de sus enormes cuernos; luego el carnero se prolongó en
una franja confusa y blanca directamente dirigida desde ese lugar,
horizontalmente en dirección a un punto situado a unos cuatro metros por debajo
del enemigo. Allí golpeó vivamente hacia arriba y, antes de que se hubiera
borrado de mi mirada el lugar de donde había arrancado, oí un terrible porrazo y
un grito desgarrador, y mi pobre tío fue disparado hacia adelante con un cabo
suelto más alto que el miembro al que estaba atado. Aquí la soga se puso tensa
de un tirón, deteniendo su vuelo y fue enviado atrás otra vez, describiendo, sin
resuelto, una curva de arco. El carnero se había caído -un indescriptible montón
de patas, lanas y cuernos-, pero rehaciéndose y esquivando el vaivén descendente
de su antagonista, se retiró sin orden ni concierto, sacudiendo alternativamente
la cabeza o pateando con sus patas traseras. Cuando había retrocedido a más o
menos la misma distancia que la que había usado para asestar el golpe, se detuvo
nuevamente, inclinó la cabeza como en una plegaria por la victoria y otra vez
salió disparado hacia adelante, confusamente visible como antes, un prolongado
rayo blanquecino, con monstruosas ondulaciones y terminado en un vivo ascenso.
Esta vez el curso del ataque dio en el ángulo exacto, comparado con el primero,
y la impaciencia del animal era tan grande que golpeó al enemigo antes de que
éste llegara al punto más bajo del arco. En consecuencia, mi tío empezó a volar
dando círculos horizontales de un radio igual a la mitad de la longitud de la
soga, que he olvidado decirlo, era de unos seis metros de largo. Sus alaridos,
crescendo al ir hacia adelante y diminuendo al retroceder, hacían que la rapidez
de sus revoluciones fuera más evidente para el oído que para la vista. Era
evidente que aún no había recibido ningún golpe vital. La postura que tenía
dentro de la bolsa y la distancia del suelo a que estaba colgado, obligaban al
carnero a dedicarse a sus extremidades inferiores y al final de su espalda. Como
una planta cuyas raíces han encontrado un mineral venenoso, mi pobre tío se iba
muriendo lentamente hacia arriba.
"Después de asestar el segundo golpe, el carnero no había vuelto a retirarse. La
fiebre de la batalla ardía fogosamente en el corazón del animal, su cerebro
estaba ebrio del vino de la contienda. Como un púgil que en su ira olvida sus
habilidades y pelea sin efectividad a distancia de medio brazo, la bestia
enfurecida se empeñaba por alcanzar su volante enemigo cuando pasaba sobre ella,
con torpes saltos verticales, consiguiendo a veces, en realidad, golpearlo
débilmente, pero las más de las veces caía a causa una ansiedad mal dirigida.
Pero a medida que el ímpetu se fue agotando y los círculos del hombre fueron
disminuyendo en tamaño y velocidad, acercándolo más al suelo, esta táctica
produjo mejores resultados, produciendo una superior calidad de alaridos que
disfruté plenamente.
"De pronto, como si las trompetas hubieran tocado tregua, el carnero suspendió
las hostilidades y se marchó, frunciendo y desfrunciendo pensativamente su gran
nariz aguileña, arrancando distraídamente un manojo de pasto y masticándolo con
lentitud. Parecía cansado de las alarmas de la guerra y resuelto convertir la
espada en reja de arado para cultivar las artes de la paz. Siguió firmemente su
camino, apartándose del campo de la fama, hasta que ganó una distancia de cerca
de un cuarto de milla. Allí se detuvo, de espaldas al enemigo, rumiando su
comida y en apariencia dormido. Observé, sin embargo, un giro ocasional, muy
leve de la cabeza, como si su apatía fuera más afectada que real.
"Entretanto los alaridos del tío William habían menguado junto con sus
movimientos, y sólo provenían de él lánguidos y largos quejidos, y a grandes
intervalos mi nombre, pronunciado en tonos suplicantes, sumamente agradables a
mi oído. Evidentemente el hombre no tenía la más leve idea de lo que le estaba
ocurriendo y estaba nefablemente aterrorizado. Cuando la Muerte llega envuelta
en su capa de misterio es realmente terrible. Poco a poco las oscilaciones de mi
tío disminuyeron y finalmente colgó sin movimiento. Fui hacia él, y estaba a
punto de darle el golpe de gracia, cuando oí y sentí una sucesión de vivos
choques que sacudieron el suelo como una serie de leves terremotos, y,
volviéndome en dirección del camero, ¡vi acercárseme una gran nube de polvo con
inconcebible rapidez y alarmante efecto! A una distancia de treinta metros se
detuvo en seco y del extremo más cercano ascendió por el aire lo que primero
tomé por un gran pájaro blanco. Su ascenso era tan suave, fácil y regular que no
pude darme cuenta de su extraordinaria celeridad y me perdí en la admiración de
su gracia. Hasta hoy me queda la impresión de que era un movimiento lento,
deliberado, como si el carnero -porque tal era el animal- hubiera sido elevado
por otros poderes que los de su propio ímpetu y sostenido en las sucesivas
etapas de su vuelo con infinita ternura y cuidado. Mis ojos siguieron sus
progresos por el aire con inefable placer, mayor aún por contraste, con el
terror que me había causado su acercamiento por tierra. Hacia arriba y hacia
adelante navegaba, la cabeza casi escondida entre las patas delanteras echadas
hacia atrás, y las posteriores estiradas, como una garza que se remonta.
"A una altura de trece a quince metros, según pude calcular a ojo, llegó a su
zenit y pareció quedar inmóvil por un instante; luego, inclinándose
repentinamente hacia adelante, sin alterar la posición relativa de sus partes,
se lanzó hacia abajo en pendiente con aumentada velocidad, pasó muy próximo a
mí, por encima mío con el ruido de una bala de cañón y golpeó a mi pobre tío
casi exactamente en la punta de la cabeza. ¡Tan espantoso fue el impacto que no
sólo rompió el cuello del hombre sino que también la soga, y el cuerpo del
difunto, lanzado contra el suelo quedó aplastado como pulpa bajo la horrible
frente del meteórico carnero! La sacudida detuvo todos los relojes desde Lone
Hand a Dutch Dan, y el profesor Davidson, distinguida autoridad en asuntos
sísmicos, que se encontraba en la vecindad, explicó de inmediato que las
vibraciones fueron de norte a sudeste.
"Sin excepción, no puedo dejar de pensar que en punto a atrocidad artística, mi
asesinato del tío William ha sido superado pocas veces."

LA IMAGEN DE LA MUERTE





STEPHEN KING - LA IMAGEN DE LA MUERTE




—Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado —explicó Carlin
mientras subían la escalera—. Además tuvimos que hacerlo a mano. No había otra
forma. Lo aseguramos de accidentes en Lloyd’s antes incluso de sacarlo de su
caja, en el salón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad
que habíamos previsto.
Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Jonson Spangler hacía tiempo
que había aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarle.
—Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares —terminó Carlin cuando
llegaban al rellano del segundo piso—. Y nos costó un buen pico. —Era un
hombrecillo regordete, con gafas sin montura y una calva morena que brillaba
como una pelota de voleo barnizada. Una armadura, que guardaba la oscuridad de
caoba del corredor del segundo piso, les contempló impasible.
Era un corredor largo, y Spangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en
ellas, con frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado mucho, pero no
había comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían
hecho a sí mismos en el pasado 1800, había resultado poco más que un amo de casa
de empeños disfrazado de coleccionista, un experto en pinturas monstruosas,
novelas y colecciones de poesías sin valor encuadernadas en cuero valioso, y
atroces esculturas, todo ello considerado por él como arte.
En aquel piso las paredes estaban recubiertas, mejor dicho festoneadas, de
tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) maddonas
sosteniendo innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles
revoloteaban de un lado a otro en el fondo, grotescos candelabros repletos de
volutas, y una lámpara monstruosa, cursimente ornamentada y rematada por una
ninfa sonriente y salaz.
Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la
ley de las probabilidades lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria
de Samuel Claggert (<

centavos los niños>>... ridículo) contenía un 98 por ciento de flagrante basura,
el 2 por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea
de la cocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto
el...
—El espejo Delver fue retirado de la planta baja después de un desgraciado...
incidente —informó bruscamente Carlin, motivado aparentemente por un horrendo
retrato colgado en el rellano del siguiente tramo de escaleras—. Hubo otros...
(palabras agresivas, declaraciones ofensivas), pero ése fue un intento
deliberado de destruir realmente el espejo. La mujer, una tal Sandra Bates,
llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenía mala puntería y sólo
estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa Bates tenía un
hermano...
—No necesito que me recite el recorrido de a dólar —le cortó Spangler—. Conozco
bien la historia del espejo Delver.
—Fascinante, ¿no le parece? —Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo—.
Tenemos a la duquesa inglesa de 1709, y el comerciante de alfombras de
Pensilvania en 1746, por no hablar de...
—Conozco la historia —repitió Spangler sin inmutarse—. Lo que a mí me interesa
es el trabajo. Y luego, naturalmente, la autenticidad...
—¡Autenticidad! —exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran
sacudido huesos en la alacena—. Todo ha sido examinado por expertos, señor
Spangler.
—Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.
—Cierto —suspiró Carlin—. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la... jamás causó
tantos incidentes como el espejo Delver.
—En efecto —dijo Spangler con su dulce voz despectiva. Comprendía que no había
forma de cerrarle el pico a Carlin; tenía una mente perfectamente acorde con su
edad—. En efecto.
Subieron al tercer y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja
estructura, notaron un calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con
el calor, se notó un olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su
vida de adulto envuelto en él... un olor a moscas muertas en oscuros rincones,
humedad, y carcoma detrás del yeso. El olor a vejez. Era un olor común en museos
y mausoleos. Imaginó que ese mismo olor podía salir de la tumba de una joven
virginal que llevara cuarenta años muerta.
Allí arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la
profusión típica de las almonedas. Carlin lo condujo por un laberinto de
estatuas, retratos con marcos partidos, pajareras doradas y pomposas, piezas de
una antigua bicicleta-tándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se
había adosado una escalera debajo de una trampilla en el techo. De la escotilla
pendía un viejo candado polvoriento.
A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba con sus ojos sin
pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se
leía: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.
Carlin sacó un llavero de su chaqueta, eligió una llave y subió por la escalera
de mano. Se detuvo en el tercer peldaño con la calva brillando levemente en la
sombra:
—No me gusta el espejo —dijo—. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar
algún día y ver... lo que los demás vieron.
—No vieron otra cosa que su imagen —aclaró Spangler.
Carlin masculló algo, movió la cabeza y tanteó en el techo, torciendo el cuello
para meter la llave en el candado.
—Habría que cambiarlo —dijo—. Es... ¡Maldición!
El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Carlin hizo un gesto
brusco para recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangler lo sujetó
oportunamente y miró hacia arriba. Carlin se agachaba tembloroso al último
peldaño, pálido en la oscura penumbra.
—Está nervioso, ¿verdad? —preguntó Spangler.
Carlin no contestó. Parecía paralizado.
—Baje, por favor —dijo Spangler—. Baje, antes de que se caiga.
Carlin lo hizo despacio, agarrándose a cada peldaño como un hombre suspendido
sobre un abismo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el
suelo transmitiera alguna clase de corriente.
—Un cuarto de millón —repitió—. Un cuarto de millón de dólares de seguro para
sacar... esa cosa de la planta baja y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron
que montar una polea especial para subirla al desván. Y yo tenía la esperanza,
casi recé, de que las manos de alguien estuvieran resbaladizas, que el cable no
sería lo bastante resistente, que esa cosa se caería y se rompería en mil
pedazos...
—Hechos —dijo Sprangler—. Hechos, Carlin. Déjese de historias truculentas o
películas de miedo serie B. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés
de ascendencia normanda que fabricó espejos durante el período isabelino en
Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que
tuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o
manchas de sangre junto a la firma.
Segundo: sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su
trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de aumento levemente
distorsionante, algo que los distinguía de los demás. Tercero: por lo que
sabemos sólo existen cinco espejos Delver; dos de ellos en América. No tienen
precio. Cuarto: este Delver, y el que fue destruido durante el bombardeo de
Londres, se han ganado cierta reputación dudosa debida sobre todo a
exageraciones y coincidencias...
—Quinto —añadió Carlin—: es usted un cabrón, ¿verdad?
Spangler contemplo con una mueca al ciego Adonis.
—Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates
—prosiguió Carlin—. Tenía unos quince años y formaba parte de un grupo de
estudiantes de instituto. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había
llegado a la parte que usted apreciaría (la hermosa factura, la perfección del
cristal), cuando el muchacho levantó la mano. ¿<

negra que hay en el ángulo superior izquierdo?>>, preguntó.
<
> Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que
el chico Bates empezó a explicárselo pero calló de pronto. Miró el espejo
fijamente, acercándose al cordón de terciopelo rojo que lo protegía, luego miró
hacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien..., de
alguien vestido de negro, de pie detrás de él. <
> dijo.
<
> Y no dijo más.
—Siga —pidió Spangler—. Se relame por decirme que era la Muerte... creo que esto
es lo que se dice, ¿verdad? Que algunas personas ven la imagen de la muerte en
el espejo. Venga, suéltelo de una vez. ¡Al National Enquirer le encantará la
historia! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda
explicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró por una ventana? ¿O qué?
Carlin rió con tristeza.
—Debería saberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es...
que está perfectamente al corriente de la historia del espejo Delver? No hubo
consecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver
no figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o la
maldición de Tutankhamón. Es manso comparado a esos dos. Cree que soy un
imbécil, ¿verdad?
—Sí. ¿Podemos subir ahora?
—Muy bien —dijo Carlin.
Subió por la escalera de mano y empujó la trampilla. Se oyó un chirrido
quejumbroso al levantar el peso en la oscuridad y Carlin se perdió en las
sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se quedó mirándolos mudamente.
El desván estaba caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, e
un ángulo, que filtraba la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El
espejo estaba apoyado contra una esquina, de cara a la luz, reflejándola como
una mancha blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor
seguridad a un armazón de madera.
Carlin no lo miró. Se esforzó todo lo que pudo por no mirar.
—Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo —protestó Spangler, repentinamente
indignado.
—Yo lo veo como un ojo —dijo Carlin; su voz sonaba vacía—. Si se le deja
abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.
Spangler no le prestó atención. Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente
con los botones hacia dentro, y con infinita ternura limpió el polvo de la
superficie convexa del espejo. Luego dio un paso atrás y lo contempló.
Era genuino. No cabía la menor duda. Era un ejemplo perfecto del genio de
Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la
silueta medio vuelta de Carlin... todo estaba claro, bien definido, casi
tridimensional. El leve aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto
ligeramente curvo que añadía una distorsión inquietante. Era...
La idea se le fue y de pronto sintió otro arranque de ira:
—Carlin.
Carlin no dijo nada.
—¡Carlin, maldito sea, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado
el espejo!
No obtuvo respuesta.
Spangler lo miró fríamente por el espejo.
—Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo.
¿Llegó a partirlo? ¡Por el amor de Dios, diga algo!
—Está viendo a la Muerte —contestó Carlin inexpresivamente—. No hay esparadrapo
en el espejo. ¡Pase la mano por encima!
Spangler se envolvió la mano con la manga de su chaqueta, y la apoyó blandamente
sobre el espejo.
—¿Lo ve? No hay nada de sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.
—¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?
Spangler apartó su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más
distorsionado; las esquinas del desván más inclinadas, como si fueran a resbalar
hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba
impecable. Sintió despertar en su interior un terror inexplicable.
—Parecía él, ¿no cree? —preguntó Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos
miraban al suelo. En su cuello palpitaba un músculo—. Admítalo, Spangler.
Parecía una figura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?
—Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura —repuso Spangler con
firmeza—. Ni más ni menos...
—El joven Bates era muy fuerte —dijo Carlin. Sus palabras parecían resquebrajar
la atmósfera agobiante y quieta—. Era como un jugador de fútbol. Llevaba una
camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad
de camino de la exposición de arriba cuando...
—El calor me está mareando —dijo Spangler. Había sacado un pañuelo y se secaba
el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo.
—... cuando dijo que necesitaba ir a beber agua. Un vaso de agua, ¡por el amor
de Dios!
Carlin se volvió a mirar a Spangler, con expresión de poseso, y prosiguió.
—¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?
—¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a...
—Su camiseta... vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera...
Después...
—... vomitar.
Carlin sacudió la cabeza y volvió a mirar al suelo.
—Naturalmente. Segundo piso, tercera puerta a la izquierda, en dirección a la
escalera. —Levantó la cabeza, suplicante—. ¿Cómo iba a saberlo?
Pero Spangler ya estaba bajando por la escalera de mano. Se movió bajo su peso y
por un momento Carlin pensó —deseó— que se cayera. No ocurrió así. Por el
recuadro abierto en el suelo, Carlin le vio bajar tapándose la boca con la mano.
—¿Spangler?
Pero ya se había ido.
Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se
hubieron apagado, se estremeció. Trató de llevar sus pies hacia la trampilla,
pero los tenía helados. Sólo aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del
muchacho...
¡Dios...!
Era como si unas enormes manos invisibles tiraran de su cabeza, obligándole a
levantarla. Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante
profundidad del espejo Delver.
No había nada.
La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines
transformados en brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tensión, casi
olvidado, acudieron a su mente de pronto y recitó en voz alta: <

mareada por las sombras, dijo la Dama de Shalott...>>
Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto
a una esquina del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró
con sus ojos de obsidiana, planos.
El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del
primer piso. Había bajado y...
Y nunca más había vuelto.
Jamás.
A ninguna parte.
Lo mismo que la duquesa inglesa que se había detenido a admirarse en su espejo,
antes de una soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como
el vendedor de alfombras que había salido a pasear en coche y había dejado tras
él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.
Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920,
precisamente cuando el juez Crater...
Carlin miró como hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis
ciego vigilaba.
Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió de haber estado
esperando a su hijo, como el marido de la duquesa esperaría a que su esposa
volviera del gabinete. Miró al espejo y esperó.
Y esperó.
Y esperó.

Guy de Maupassant - Aparicion





Guy de Maupassant - Aparicion



Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una
velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su
historia, una historia que afirmaba que era verdadera.

Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y
se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:

Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida.
Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un
mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una
huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos,
de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado
para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo
más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me
producen un deseo loco' de huir. Por las noches tengo miedo.

¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En
estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está
permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros
verdaderos jamás he retrocedido, señoras.

Esta historia alteró de tal modo mi espíritu,: me trastornó de una forma tan
profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La
he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los
secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables
que tenemos en nuestra existencia.

Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto
es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no
estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos
desnudos.

Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.

Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí reconocer
sin recordar exactamente quién era. Hice instintivamente un movimiento para
detenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se me echó a los brazos

Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años que no lo
veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo
completamente blanco; y caminaba encorvado, como agotado. Comprendió mi
sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado.        


Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella en una
especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una felicidad sobrehumana y de
una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente de una enfermedad
cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.

Él había abandonado su quinta el mismo día del entierro, y había acudido a vivir
a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el
dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.

-Puesto que te he encontrado de este modo -me dijo-, me atrevo a pedirte que me
hagas un gran servicio: ir a buscar a mi quinta, al secreter de mi habitación,
de nuestra habitación, unos papeles que necesito urgentemente. No puedo
encargarle esta misión a un subalterno o a un empleado porque es precisa una
impenetrable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí, por nada del
mundo volvería a entrar en aquella casa.

»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de
mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la
quinta.

»Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.

Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para mí, su
quinta se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una hora a
caballo.

A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa. Desayunamos juntos, pero no
pronunció ni veinte palabras. Me pidió que le disculpara; el pensamiento de la
visita que iba a efectuar yo en aquella habitación, donde yacía su felicidad, le
trastornaba, me dijo. Me pareció en efecto singularmente agitado, preocupado,
como si en su alma se hubiera librado un misterioso combate.

Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy sencillo.
Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerrados en el primer
cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave. Añadió:

-No necesito suplicarte que no los mires.

Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamente.
Balbuceó:

-Perdóname, sufro demasiado.

Y se echó a llorar.

Me marché una hora más tarde para cumplir mi misión.

Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escuchando el
canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi bota.

Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los árboles me
acariciaban el rostro; y a veces atrapaba una hoja con los dientes y la
masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos llenan, no se
sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable, una especie de
embriaguez de fuerza.

Al acercarme a la quinta busqué en el bolsillo la carta que llevaba para el
jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello me irritó
de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplir mi encargo.
Luego pensé que con aquello mostraría una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo
había podido cerrar la carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba.

La casa parecía llevar veinte años abandonada. La barrera, abierta y podrida, se
mantenía en pie nadie sabía cómo. La hierba llenaba los caminos; no se
distinguían los arriates del césped.

Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una puerta
lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué la carta.
La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba abajo se metió
el papel en el bolsillo y dijo:

-¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?

Respondí bruscamente:

-Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las órdenes de
su amo; quiero entrar en la casa.

Pareció aterrado. Declaró:

-Entonces, ¿piensa entrar en... en su habitación?

Empecé a impacientarme.

-¿Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interrogarme?

Balbuceó:

-No..., señor..., pero es que... es que no se ha abierto desde... desde... la
muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré... iré a ver si...

Le interrumpí colérico.

-¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque aquí está la
llave.

No supo qué decir.

-Entonces, señor, le indicaré el camino.

-Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla sin usted.

-Pero.... señor... sin embargo...

Esta vez me irrité realmente.

-Está bien, cállese, ¿quiere? 0 se las verá conmigo.

Lo aparté violentamente y entré en la casa.

Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupaba aquel
hombre con su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí la
puerta indicada por mi amigo.

La abrí sin problemas y entré.

El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distinguí nada. Me
detuve, impresionado por aquel olor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y
cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se
acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente una gran pieza en desorden, con
una cama sin sábanas, pero con sus colchones y sus almohadas, de las que una
mostraba la profunda huella de un codo o de una cabeza, como si alguien acabara
de apoyarse en ella.

Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de un
armario, estaba entreabierta.

Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí; pero
los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude hacerlos
ceder.

Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante aquellos
esfuerzos inútiles, y puesto que mis ojos se habían acostumbrado al final
perfectamente a las sombras, renuncié a la esperanza de conseguir más luz y me
dirigí al secreter.

Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a
rebosar. No necesitaba más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me
puse a buscarlos.

Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos fajos,
cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas. No le presté
atención, pensando que una corriente de aire había agitado alguna tela. Pero, al
cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un pequeño
estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan estúpido
que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo. Acababa de descubrir
el segundo de los fajos que necesitaba y tenía ya entre mis manos el tercero
cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un
salto alocado a dos metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la
empuñadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado,
hubiera huido de allí como un cobarde.

Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del sillón donde
yo había estado sentado un segundo antes.

¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de espaldas!
¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experimentado, estos
espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el corazón; todo
el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabría decir que todo el interior
de uno se desmorona.

No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajo el horrible temor a los
muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unos instantes más que en todo el resto de mi
vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenaturales.

¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estaría muerto! Pero habló;
habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios. No me atreveré
a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que la razón volvió a mí. No.
Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía; pero aquella especie de fiereza
íntima que hay en mí, un poco del orgullo de mi oficio también, me hacían
mantener, casi pese a mí mismo, una actitud honorable. Fingí ante mí, y ante
ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de
todo aquello más tarde, porque les aseguro que, en el instante de la aparición,
no pensé en nada. Tenía miedo.

-¡Oh, señor! -me dijo-. ¡Podéis hacerme un gran servicio!

Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un ruido vago
brotó de mi garganta.

-¿Querréis? -insistió-. Podéis salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Sufro, ¡oh,
sí, sufro!

Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba.

-¿Querréis?

Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.

Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró

-Peinadme, ¡oh!, peinadme; eso me curará; es preciso que me peinen. Mirad mi
cabeza... Cómo sufro; ¡cuanto me duelen los cabellos!

Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban por encima
del respaldo del sillón y llegaban hasta el suelo.

¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel peine, y por
qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi piel una sensación de
frío atroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé.

Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estremezco cuando pienso en ella.

La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hielo. La retorcí, la anudé y
la desanudé; la trencé como se trenza la crin de un caballo. Ella suspiraba,
inclinaba la cabeza, parecía feliz.

De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por la
puerta que había observado que estaba entreabierta.

Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de desconcierto que se
produce al despertar después de una pesadilla. Luego recuperé finalmente los
sentidos; corrí a la ventana y rornpí las contraventanas con un furioso golpe.

Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se había
ido. La hallé cerrada e infranqueable.

Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico de las
batallas. Cogí bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto secreter;
atravesé corriendo el apartamento, salté los peldaños de la escalera de cuatro
en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi caballo a diez pasos
de mí, lo monté de un salto y partí al galope.

No me detuve más que en Ruán, delante de mi alojamiento. Tras arrojar la brida a
mi ordenanza, me refugié en mi habitación, donde me encerré para reflexionar.

Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosamente si no habría sido juguete
de una alucinación. Ciertamente, había sufrido una de aquellas incomprensibles
sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del cerebro que dan nacimiento a
los milagros y a los que debe su poder lo sobrenatural.

E iba ya a creer en una visión, en un error de mis sentidos, cuando me acerqué a
la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron sobre mi pecho. ¡Mi dormán estaba
lleno de largos cabellos femeninos que se habían enredado en los botones!

Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de los
dedos.

Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasiado
trastornado Para ir aquel mismo día a casa de mi amigo. Además , deseaba
reflexionar a fondo lo que debía decirle.

Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado. Se informó
sobre mi. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que había sufrido una
ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto.

Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de amanecer, dispuesto a
contarle la verdad. Había salido el día anterior por la noche y no había vuelto.

Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No reapareció.
Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas partes, sin
descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino.

Se efectuó una visita minuciosa a la quinta abandonada. No se descubrió nada
sospechoso allí.

Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar.

La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas fueron
abandonadas.

Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar nada. No sé nada más.

La gallina degollada




Horacio Quiroga
La gallina degollada 


Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. 
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. 
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón. 
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. 
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación? 
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres. 
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre. 
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito. 
El padre, desolado, acompañó al médico afuera. 
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá. 
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?... 
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien. 
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. 
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota. 
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos! 
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores. 
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad. 
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores. 
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba. 
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos. 
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído. 
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. 
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada: 
—De nuestros hijos, ¿me parece? 
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos. 
Esta vez Mazzini se expresó claramente: 
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no? 
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró. 
—¿Qué, no faltaba más? 
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir. 
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla. 
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos. 
—¡Berta! 
—¡Como quieras! 
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo. 
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza. 
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. 
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear. 
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. 
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga. 
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini. 
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?... 
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito. 
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto! 
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla! 
—¡Qué! ¿Qué dijiste?... 
—¡Nada! 
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú! 
Mazzini se puso pálido. 
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías! 
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos! 
Mazzini explotó a su vez. 
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora! 
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios. 
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra. 
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. 
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo... 
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina. 
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos. 
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! 
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. 
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa. 
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca. 
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó. 
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más. 
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo. 
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. 
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó. 
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo. 
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija. 
—Me parece que te llama—le dijo a Berta. 
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio. 
—¡Bertita! 
Nadie respondió. 
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada. 
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento. 
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror. 
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola: 
—¡No entres! ¡No entres! 
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro. 

LAS LEGIONES DE LA TUMBA -- HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT





LAS LEGIONES DE LA TUMBA
HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT

Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston me sometió a un minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo peor; pero no podía decirles la verdad porque no me habrían creído. Sabían, efectivamente, que West había estado complicado en actividades que iban más allá de la capacidad de crédito de los hombres ordinarios; pues sus espantosos experimentos sobre la reanimación de cadáveres habían sido demasiado numerosas para poder mantener un perfecto secreto en torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe final adquirió caracteres de demoníaca fantasía que me hacen dudar incluso de la realidad de lo que vi.
Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos habíamos conocido años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio había participado yo en sus terribles investigaciones. Había intentado perfeccionar lentamente una solución que, inyectaba en las venas de un recién fallecido, podía devolverle la vida. Este trabajo requería abundancia de cadáveres frescos, y comportaba, consiguientemente, las actividades más espantosas. Más horribles aun eran los resultados de alguno de sus experimentos: masas horrendas de carne que había estado muertas, pero que West despertaba, dotándola de una ciega, insensata y nauseabunda animación. Estos eran los resultados usuales; ya que para que volviera a despertar la mente era necesario que los ejemplares fuesen absolutamente frescos, y que las delicadas células cerebrales no hubiesen sufrido la más mínima descomposición.
Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran difíciles de conseguir; y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuando aún estaba vivo y en todo su vigor. Un forcejeo, una aguja, y un poderoso alcaloide lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el experimento fue positivo durante un instante breve y memorable; pero West salió de él con un alma seca y endurecida, y una mirada fría que observaba con una especie de calculadora y horrenda apreciación de los hombres de cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West un intenso terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma manera. La gente no parecía darse cuenta de sus miradas, aunque me notaba asustado; y tras su desaparición, se valieron de eso para propalar unas sospechas absurdas.
En realidad West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos le hacían llevar una vida furtiva y llena de sobresaltos. En parte era la policía quien le daba miedo; pero a veces su nerviosismo era más hondo y brumoso, y estaba relacionado con abominaciones indescriptibles a las que había inyectado una vida morbosa, y en las que no había visto extinguirse dicha vida. Por lo general, terminaba sus experimentos con el revólver; pero a veces no era bastante rápido. Es lo que ocurrió con aquel primer ejemplar en cuya saqueada sepultura se descubrieron más tarde huellas de arañazos. Y lo que sucedió también con el cadáver de aquel profesor de Arkham que cometió actos de canibalismo antes de ser capturado y encerrado sin identificar en una celda del manicomio de Sefton donde estuvo dieciséis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más difícil hablar, dado que en los últimos años, el celo científico de West había degenerado en una manía insana y fantástica, y había consagrado su prodigiosa habilidad a vitalizar cuerpos enteramente humanos, sino trozos aislados de cadáveres, o partes unidas a una materia orgánica no humana. En la época en que desapareció. Se había convertido en algo diabólicamente repugnante; muchos de los experimentos no podrían ser referidos en la letra impresa. La Gran Guerra, en la que servimos los dos como cirujanos, había intensificado este aspecto de West. Al decir que el miedo de West a sus ejemplares era brumoso pensaba sobre todo en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía sólo al hecho de saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en parte a su miedo al daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias. La desaparición de estos seres aumentaban el horror de la situación: West sólo conocía el paradero de uno de ellos, la lastimosa criatura del manicomio. Pero, además, había un miedo más sutil: una sensación verdaderamente fantástica, consecuencia de un extraño experimento que llevó a cabo en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una enconada batalla, West había reanimado al comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos, y el cual podía haberlos duplicado. Le había seccionado la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida cuasi-inteligente del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el edificio era barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma inteligente; y, por increíble que parezca, tuvimos la seguridad de que brotaron sonidos articulados de la cabeza seccionada que estaba en el fondo oscuro del laboratorio. En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero West jamás estuvo seguro, como habría sido su deseo, de que fuéramos el y yo los únicos supervivientes. Después, solía hacer estremecedoras conjeturas sobre lo que sería capaz de hacer un médico decapitado con capacidad para reanimar a los muertos.
La última residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que dominaba uno de los más antiguos cementerios de Boston. Había escogido el lugar por razones puramente simbólicas y fantásticas, ya que la mayoría de los enterramientos databan del periodo colonial, y por tanto era muy poca utilidad para un científico que necesitaba cadáveres frescos. Había instalado el laboratorio en un subsótano secretamente construido por obreros traídos de otra región, y en él tenía un gran incinerador para la total y discreta eliminación de los cadáveres, fragmentos y remedos sintéticos de cuerpos que quedaban de los morbosos experimentos e impías diversiones del dueño. Durante la excavación de este sótano, los obreros habían dado con cierta albañilería extraordinariamente antigua; sin duda comunicaba con el viejo cementerio, aunque era demasiado profunda para que desembocara en ningún sepulcro conocido. Después de muchos cálculos, West concluyó que debía de haber alguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en la que el último enterramiento se había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando estudió las paredes goteantes y nitrosas que habían dejado al descubierto las palas y los picos de los obreros, y estaba preparado para el espantoso escalofrío que nos aguardaba en el instante de descubrir los secretos sepulcrales y seculares; pero por primera vez, la nueva timidez de West se impuso a su natural curiosidad, y traicionó su degenerada fibra imponiéndole que dejase intacta la albañilería y la tapase con yeso. Y así permaneció, hasta la noche infernal, como parte de las paredes del laboratorio secreto. He hablado del debilitamiento de West, pero debo añadir que era puramente mental e intangible. Exteriormente, fue él mismo hasta el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con gafas, y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a cambiar. Parecía sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada y miraba por encima del hombro, o cuando pensaba en aquel ser carnívoro que mordía y manoteaba los barrotes de Sefton.
El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común, cuando alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular había atraído su atención desde las arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció atraparle desde dieciséis años atrás. En el manicomio de Sefton, a cincuenta millas de distancia había sucedido algo espantoso e increíble que había dejado estupefactos al vecindario y perpleja a la policía. A primeras horas de la madrugada; un grupo de hombres silenciosos había penetrado en el parque de la institución y su jefe había despertado a los celadores. Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios; cuya voz parecía conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que, transportaba. Su inexpresivo rostro tenía las facciones bien parecidas, hasta a punto de dar la impresión de una belleza radiante, aunque el director se había llevado un sobresalto cuando la luz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un rostro de cera, y los ojos de cristal pintado. Debió de sucederle algún accidente atroz a este hombre. Otro, más alto, guiaba sus pasos: un sujeto repugnante cuya cara azulenca aparecía medio devorada por alguna enfermedad desconocida. El que hablaba pidió que le cediesen la custodia del monstruo caníbal traído de Arkham hacia dieciséis años; y al serle negada, dio una señal que provocó un espantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los celadores que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar al monstruo. Estas víctimas, que podían recordar el suceso sin histerismos, juraban que las criaturas se habían comportado menos como hombres que como puros autómatas guiados por el jefe de cabeza de cera. Cuando les llegó ayuda, aquellos hombres y la criatura caníbal habían desaparecido sin dejar rastro.
Desde el momento en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West permaneció casi paralizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemente. Todos los criados se encontraban durmiendo en el ático, de modo que fui yo a abrir. Como he contado a la policía, no había ningún vehículo en la calle; sólo vi un grupo de figuras de aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado que depositaron en la entrada, después de gruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana: "Correo urgente; pagado". Salieron de la casa con paso desigual, y al verles alejarse, tuve el extraño convencimiento de que se dirigían al antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrás de la casa. Al oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados, y llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección. También traía remitente: "Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes". Seis años antes, en Flandes, el hospital se había derrumbado, a causa de una granada, sobre el tronco decapitado y reanimado del doctor Clapman-Lee, y sobre su cabeza separada, la cual (quizá) había llegado a proferir sonidos articulados. Ahora West ni siquiera se emocionó. Su estado era más espantoso. Dijo rápidamente: "Es el fin... pero incineremos... ésto". Transportamos la caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de los detalles -ya pueden imaginar mi estado psíquico-, pero es una mentira maliciosa decir que fue el cuerpo de Hebert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos, introdujimos la caja sin abrir, cerramos la puerta, y conectamos la corriente. Y no brotó sonido alguno la caja.
Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde había sido cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr, pero él me retuvo. Entonces vi una pequeña abertura negra, sentí una bocanada de viento frío y hediondo, y percibí el olor de las entrañas abominables de una tierra putrescente. No oímos ningún ruido; pero en ese preciso instante se apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta fosforescencia del mundo inferior una horda de seres silenciosos que avanzaban penosamente, producto de la locura... o de algo peor. Sus siluetas eran humanas, semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las piedras en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha, entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de cera. Una especie de monstruosidad con ojos desorbitados que marchaba detrás del jefe agarró a Herbert West. West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron todos sobre él y lo despedazaron ante mis ojos, llevándose sus trozos a la cripta subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba vestido con uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi que sus ojos azules; detrás de las gafas, centelleaban espantosamente, revelando por primera vez una frenética y visible emoción.
Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. E1 incinerador contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives me han interrogado; pero, ¿qué puedo decir?. No relacionarán a West, con la tragedia de Sefton; ni con éso, ni con los hombres de la caja, cuya existencia niegan. Les he hablado de la cripta; pero ellos me han enseñado el yeso intacto de la pared, y se han reído. Así que no les he contado nada más. Quieren dar a entender que estoy loco, o que soy un asesino... probablemente es que estoy loco. Pero podría no ser así, si esas condenadas legiones de las tumbas no estuviesen tan calladas.