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domingo, 10 de octubre de 2010

HIPNOS -- H. P. LOVECRAFT





HIPNOS

H. P. LOVECRAFT


A propósito del sueño, esa siniestra aventura de todas nuestras noches, podríamos decir que los hombres se acuestan diariamente con una osadía incompren­sible, si no supiéramos que es a causa de la ignoran­cia del peligro.
(Baudelaire)





¡Ojalá los dioses misericordiosos, si existen efecti­vamente, protejan esas horas en que ningún poder de la voluntad, ni las drogas inventadas por el ingenio del hombre, pueden mantenerme alejado del abismo del sueño! La muerte es misericordiosa, ya que de ella no hay retorno; pero para aquel que regresa de las cámaras más profundas de la noche, extraviado y consciente, no vuelve a haber paz. Fui un loco al sumergirme con tan inmoderado frenesí en misterios que nadie ha inten­tado penetrar; y fue un loco, o un dios, este único amigo mío que me guió y fue delante de mí, ¡y entró al fin en terrores que pueden llegar a ser los míos!
Recuerdo que nos conocimos en una estación de fe­rrocarril, donde era el centro de atención de una multi­tud de vulgares curiosos. Estaba inconsciente, y había caído en una especie de convulsión que había sumido su cuerpo flaco y vestido de negro en una extraña rigi­dez. Creo que por entonces frisaba en los cuarenta, ya que había profundas arrugas en su cara pálida y consu­mida — aunque oval y verdaderamente hermosa—-, gri­ses estrías en su cabello ondulado y espeso, y una barba corta y ancha que en otro tiempo fue negra como un ala de cuervo. Tenía la frente blanca como el mármol de Pentélico, y alta y ancha casi como la de un dios.
Me dije a mí mismo, con todo mi ardor de escultor, que este hombre era la efigie de un fauno sacada de la antigua Hélade, desenterrada de entre las ruinas de un templo, y animada de alguna forma en nuestra época sofocante, sólo para que sintiese el frío y la tensión de los años devastadores. Y cuando abrió sus inmensos, hundidos, extraviados ojos negros, supe que en ade­lante seria mi único amigo — el único amigo de quien jamás había tenido amigo alguno.—.; porque me di cuenta de que aquellos ojos habían contemplado ple­namente la grandeza y el terror de regiones que esta­ban más allá de la conciencia normal y de la realidad; regiones que yo había amado en mi fantasía, aunque buscaba en vano. Así que aparté a la multitud y le dije que debía venir a casa conmigo, y ser mi maestro y mi guía por los misterios insondables; y él asintió sin pro­ferir una sola palabra. Después, descubrí que su voz era música: una música de profundas violas y de esferas cristalinas. Hablamos con frecuencia por la noche y durante el día, mientras yo esculpía bustos suyos y ta­llaba en marfil miniaturas de su cabeza para inmortali­zar sus diversas expresiones.
Es imposible hablar de nuestras conversaciones, ya que tenían muy poco que ver con las cosas del mundo que los hombres conocen. Se referían a ese universo inmenso y sobrecogedor, de brumosa entidad y con­ciencia, que está por debajo de la materia, el tiempo y el espacio, y cuya existencia vislumbramos tan sólo en determinados sueños... en esos sueños raros que están más allá de los sueños que jamás visitan a los hombres ordinarios, y tan sólo una o dos veces en la vida a los hombres con imaginación. El cosmos de nuestra con­ciencia vigil nace de ese universo como nace una bur­buja de la pipa de un bromista: lo toca como puede tocar la burbuja su sardónica fuente al ser reabsorbida por el bromista caprichoso. Los hombres de ciencia sospechan algo sobre ese mundo, pero lo ignoran casi todo. Los sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen. Un hombre de ojos orientales ha dicho que todo tiempo y espacio son relativos, y los hombres se han reído. Pero incluso ese hombre de ojos orientales no ha llegado más que a sospechar. Yo había querido e intentado ir más allá; en cuanto a mi amigo, lo había intentado y conseguido parcialmente. Así que lo inten­tamos juntos; y con drogas exóticas buscamos terribles y prohibidos sueños en el estudio que yo tenía en la torre de la casa solariega del viejo Kent.
Entre las angustias de los días que siguieron está el mayor de los suplicios: la inefabilidad. Jamás podré ex­plicar lo que vi y conocí durante esas horas de impía ex­ploración, por falta de símbolos y capacidad de sugeren­cia de los idiomas. Digo esto porque de principio a fin, nuestros descubrimientos sólo participaban de la natu­raleza de las sensaciones; sensaciones que nada tenían que ver con ninguna de las impresiones que el sistema nervioso de la humanidad normal es capaz de recibir. Eran sensaciones; pero dentro de ellas había elementos increíbles de tiempo y de espacio... cosas que en el fondo poseen una existencia clara y definida. Los tér­minos que mejor pueden sugerir el carácter general de nuestras experiencias son los de inmersiones o ascen­siones; pues en cada revelación, una parte de nuestra mente se separaba de cuanto es real y presente, y se precipitaban etéreamente en espantosos, oscuros y so­brecogedores abismos, traspasando a veces ciertos obs­táculos definidos y característicos que sólo podría des­cribir como viscosas y groseras nubes de vapor.
Estos vuelos negros e incorpóreos los realizábamos unas veces en solitario, y otras veces juntos. Cuando lo hacíamos juntos, mi amigo iba siempre muy delante de mí; podía percibir su presencia a pesar de nuestra ca­rencia de forma, por una especie de memoria gráfica me­diante la cual se me representaba su rostro, dorado por una extraña luz y de una belleza sobrecogedora, con sus mejillas excepcionalmente juveniles, sus ojos ardientes, su frente olímpica, su cabello oscuro y su barba crecida.
No teníamos constancia del paso del tiempo, porque el tiempo se había convertido para nosotros en una mera ilusión. Sólo sé que había en todo ello algo muy singular, dado que finalmente comprobamos maravilla­dos que no envejecíamos. Nuestras conversaciones eran impías y siempre espantosamente ambiciosas: nin­gún dios ni demonio podía haber aspirado a descubri­mientos y conquistas como los que nosotros planeába­mos en voz baja. Me estremezco al hablar de ellos, y no soy capaz de detallarlos; aunque si quiero decir aquí que mi amigo escribió sobre el papel un deseo que no se atrevió a formular con palabras; después me hizo quemar el papel, y se asomó asustado a la ventana para observar el cielo tachonado de la noche. Pero quiero indicar —-indicar tan sólo—- que sus proyectos implica­ban el gobierno del universo y mucho más; proyectos en los que la tierra y las estrellas se moverían a su antojo, y serían suyos los destinos de todos los seres vivientes. Afirmo — juro.—- que yo no compartí tan ex­tremadas aspiraciones. Cualquier cosa que haya dicho o escrito mi amigo en sentido contrario, debe ser consi­derado un error, pues no soy un hombre tan fuerte como para exponerme a las inefables esferas, ya que seria el único medio de conseguirlo.
Hubo una noche en que los vientos de los espacios desconocidos nos hicieron girar de forma irresistible hacia los vacíos ilimitados que se abren más allá de todo pensamiento y entidad. Sobre nosotros se precipi­taron en tropel percepciones enloquecedoramente inexpresables; percepciones de infinitud que entonces nos estremecieron de gozo, y cuyo recuerdo en parte he perdido, y en parte soy incapaz de transmitir a los demás. Desgarramos viscosos obstáculos al traspasarlos en rápida sucesión, y finalmente sentí que habíamos alcanzado las regiones más lejanas de cuantas habíamos visitado anteriormente.
Mi amigo me llevaba una inmensa ventaja cuando nos precipitamos en ese océano pavoroso de éter vir­gen, y pude ver la siniestra exultación de su joven, flotante y luminoso rostro-recuerdo. De pronto, dicho rostro perdió consistencia, desapareció, y muy poco después me sentí proyectado contra un obstáculo que no me fue posible penetrar. Era como los demás, pero incalculablemente más denso; parecía una masa hú­meda y pegajosa, si es que tales términos pueden apli­carse a cualidades análogas pertenecientes a una esfera no-material.
Sentí que me había detenido una barrera que mi amigo y guía había logrado traspasar. Tras nuevos es­fuerzos, llegué al final del sueño de la droga y abrí mis ojos físicos para encontrarme en el estudio de la torre, en cuyo rincón opuesto descubrí recostada, todavía in­consciente, la figura de mi compañero de sueño, pálida e insensatamente hermosa bajo la luz verde y dorada de la luna que bañaba sus marmóreas facciones.
Luego, tras un corto intervalo, la figura del rincón se agitó; y pido al cielo que no me permita ver ni oír otra escena como la que se desarrolló delante de mí. No puedo decir cómo gritaba, ni qué visiones de infiernos inexplorados brillaron durante un segundo en sus ojos negros, locos de terror. Sólo sé decir que me desva­necí, y que no me recobré hasta que él me sacudió frenéticamente para que alguien le ayudase a conjurar el horror y la desolación.
Este fue el fin de nuestras incursiones voluntarias en las cavernas del sueño.) Sobrecogido, tembloroso, lleno de presagios por cruzar la barrera, mi amigo consideró aconsejable que no nos adentráramos nunca más en esas regiones. No se atrevió a contarme lo que había visto; pero dijo juiciosamente que debíamos dormir lo menos posible; aun cuando necesitáramos tomar alguna droga para mantenernos despiertos. El terror inexpre­sable en que me sumía cada vez que perdía la concien­cia me hizo comprender muy pronto que tenía razón.
Después de cada breve e inevitable período de sueño, me sentía más viejo, mientras que mi amigo envejecía con una rapidez casi asombrosa. Es espantoso ver aparecer las arrugas y volverse blanco el cabello casi a ojos vistas. Nuestra forma de vida se había alte­rado ahora casi por completo. Persona de vida recluida por lo que yo sabia, mi amigo— cuyo nombre y origen ja­más saldrán de mis labios—- había cobrado un miedo fre­nético a la soledad. Por la noche no quería estar solo, ni le tranquilizaba la compañía de unas pocas personas. Sólo encontraba alivio en las fiestas más concurridas y bulliciosas; de modo que eran pocas las reuniones de gentes jóvenes y alegres a las que nosotros no asistía­mos.
Nuestro aspecto y edad parecían causar en muchas ocasiones un ridículo que a mi me ofendía profunda­mente, pero que mi amigo consideraba menos malo que la soledad. Especialmente, temía encontrarse solo fuera de casa cuando lucían las estrellas; y si no era posible evitarlo, miraba furtivamente el cielo como si le persiguiese alguna monstruosa entidad del firma­mento. No siempre miraba en la misma dirección: se­gún la época, vigilaba un punto distinto. En las noches de primavera, miraba hacia el nordeste. Durante el ve­rano, casi verticalmente. En el otoño, hacia el noroeste. Y en invierno, hacia el este; especialmente, en las pri­meras horas de la madrugada.
Las noches de mediados de invierno eran para él menos terribles. Sólo unos dos años después relacioné sus temores con algo definido; pero entonces empecé a observar que miraba hacia un punto especial de la bó­veda celeste, cuya posición en las diferentes épocas correspondía a la dirección de su mirada: punto que correspondía aproximadamente a la constelación Co­rona Borealis.
Ahora teníamos un estudio en Londres; no nos sepa­rábamos nunca, y hablábamos constantemente de los tiempos en que tratábamos de sondear los misterios del mundo irreal. Las drogas, las disipaciones y el agota­miento nervioso nos habían envejecido y debilitado, y la barba y el pelo cada vez más escaso de mi amigo se habían vuelto completamente blancos. Nuestra capaci­dad para evitar un sueño prolongado era sorprendente, ya que rara vez sucumbíamos más de una hora o dos a esa oscuridad que ahora se había convertido en espan­tosa amenaza.
Entonces llegó un mes de enero cargado de niebla y de lluvia, en que escaseaba nuestro dinero y nos era difícil comprar drogas. Habíamos vendido todas nues­tras estatuas y cabezas de marfil, y no teníamos recur­sos para adquirir material nuevo, ni fuerzas para mode­lar el que nos quedaba. Sufríamos terriblemente; y cierta noche, mi amigo cayó en un sueño profundo del que no conseguí despertarle. Aún recuerdo la escena:
el estudio, en una buhardilla oscura y desolada, bajo el alero hostigado por la lluvia; los golpes acompasados de nuestro reloj de pared; el imaginado latido de nuestros relojes, encima del tocador; el vaivén de una contra­ventana, en algún lugar remoto de la casa; el rumor lejano de la ciudad, amortiguado por la niebla y el espacio, y —--lo peor de todo—- la profunda, sosegada y siniestra respiración de mi amigo tendido en la litera; una respiración rítmica que parecía medir los momen­tos de miedo y de angustia preternaturales de su espí­ritu, mientras vagaba por las esferas prohibidas, infinita y pavorosamente remotas.
La tensión de mi vigilancia se volvió opresiva, y una sucesión de impresiones y asociaciones se agolparon en mi mente casi desquiciada. Oí que un reloj -no los nuestros,.ya que no eran de campana— daba la hora en alguna parte, y mi morbosa imaginación encontró en esto un nuevo punto 4e partida para ociosas divagacio­nes. Relojes-tiempo-espacio-infinito; después, mi ima­ginación volvió a lo local, mientras pensaba que aun ahora, más allá del tejado y la niebla y la lluvia y la atmósfera, la Corona Borealis se elevaba por el nor­deste. La Corona Borealis, a la que mi amigo parecía temer, y cuyo semicírculo de estrellas titilantes res­plandecía sin duda a través de inconmensurables abis­mos de éter. De repente, mis oídos febrilmente sensi­bles, parecieron captar un componente enteramente distinto en la nueva mezcolanza de ruidos ampliados por la droga: fue un quejido ronco, lejanísimo, detes­tablemente insistente, que clamaba, se burlaba, llamaba desde el nordeste.
Pero no fue este quejido lo que me privó de mis facultades y me grabó en el alma un sello de terror del -que quizá no llegue a librarme jamás; no fue aquello lo que me hizó gritar y me produjo las convulsiones que decidieron a los vecinos y a la policía a derribar la puerta. No fue lo que oí, sino lo que vi; porque en esa habitación oscura de cortinas corridas y contraventanas cerradas apareció, desde el oscuro rincón nordeste, un haz de horrible luz roja y dorada; un haz que no difun­dió resplandor alguno entre las sombras, sino que ilu­minó tan sólo la cabeza recostada del inquieto dur­miente, extrayendo en espantoso duplicado el rostro-recuerdo, luminoso y extrañamente joven, tal como yo lo había percibido en los sueños de espacio abismal y tiempo desencadenado, al traspasar mi amigo la barrera y adentrarse en las cavernas más secretas, profundas y prohibidas de la pesadilla.
Y. mientras le observaba, le vi levantar la cabeza, con sus ojos negros, líquidos, hundidos y llenos de terror, y abrir sus labios finos y oscuros como si fuese a proferir un grito desgarrado.
Aquel rostro espantoso y flexible, brillando sin cuerpo, luminoso y rejuvenecido en la negrura, reflejó un terror más puro, sofocante y enloquecedor que nada de cuanto ha visto jamás en el cielo y en la tierra.
No sonó una palabra en medio de aquel rumor dis­tante que se acercaba más y más; pero seguir la mirada frenética del rostro­recuerdo a lo largo del detestable haz de luz hacia su fuente, de la que también procedía el gemido, vi algo fugazmente y, con un zumbido en los oídos, caí en el ataque de epilepsia y alaridos que atrajo a los inquilinos y a la policía. Jamás he sabido explicar, por mucho que lo he intentado, qué fue realmente lo
que vi; ni ha podido explicarlo tampoco aquel rostro inmóvil; porque si bien debió de ver bastantes cosas más que yo, jamás volverá a hablar. Pero estaré siem­pre en guardia contra el insaciable y burlesco Hipnos, señor del sueño, contra el cielo nocturno, y contra las locas ambiciones del saber y la filosofía.
No se sabe exactamente qué sucedió, pues no sólo mi mente, desequilibrada por el ser horrendo y extraño, sino también otras quedaron contaminadas por un olvido que no puede significar otra cosa que la lo­cura. Dicen, no sé por qué razón, que yo nunca he tenido ningún amigo; y que el arte, la filosofía y la locura han llenado siempre mi trágica existencia. Los inquilinos y la policía me tranquilizaron esa noche, y el doctor me administró algo para calmarme; pero nadie se dio cuenta del pesadillesco suceso que tuvo lugar. No les inspiró ninguna compasión mi amigo fulminado; lo que encontraron en el lecho del estudio les movió a alabarme de una forma que me produjo náuseas, y que ahora me hace gozar de una fama que desprecio deses­peradamente, mientras sigo aquí, sentado horas y ho­ras, calvo, con la barba gris, consumido, paralítico, enloquecido por las drogas, quebrantado y en perenne adoración del objeto que descubrieron.
Pues sostienen que no vendí la última de mis esta­tuas, y me señalan extasiados lo que el resplandeciente haz de luz enfrió, petrificó e hizo enmudecer. Eso es todo lo que queda de mi amigo; del amigo que me condujo a la locura y la ruina: una cabeza divina —- de un mármol como sólo la vieja Hélade pudo producir— y joven, con una juventud que escapa al tiempo, y un rostro hermoso y barbado, oval, de labios sonrientes, frente olímpica, espesos mechones ondulados, y coro­nado de amapolas. Dicen que ese obsesivo rostro-recuerdo está modelado a imagen del mío propio, tal como era yo a los veinticinco años; en la base de mármol hay esculpido un sencillo nombre en caracteres áticos: HIPNOS.




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