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domingo, 19 de septiembre de 2010

Desplazado -- Eric Frank Russell


Desplazado
Eric Frank Russell
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Se deslizó fuera del anochecer, se sentó en el otro extremo de mi banco, y miró distraídamente a través de los lagos hacia Sherry Netherland. El sol poniente babeaba sangre en el cielo. Central Park estaba disfrutando su silencio crepuscular: sólo se oía el rumor de las hojas y la hierba, el arrullo de distantes parejas en penumbras, el amortiguado bocinazo de un autobús en la Fifth Avenue.
Cuando el banco retembló su anuncio de compañía, miré hacia el costado esperando encontrar algún infeliz buscando un fracaso. La diferencia entre lo anticipado y lo visto fue tal que miré nuevamente, durante largo rato, cuidadosamente, desde el ángulo de mi ojo de modo que no pudiera notarlo.
A pesar de los medios tonos grises del anochecer, lo que vi fue un estudio en blanco y negro. Tenía aspecto sensitivo, delgado, tan blanco como sus guantes y el frente de su camisa. Sus zapatos y traje no eran tan negros como sus cejas, finamente curvadas, y su cuidado cabello. Sus ojos eran lo más negro de todo; una obscuridad celestial tan sólida que no puede haberla más profunda u obscura. No obstante, estaban animados de un fulgor intrínseco.
No tenía sombrero. Un estilizado bastón de ébano descansaba contra sus piernas. Un capote negro forrado de seda colgaba desde sus hombros. Si lo hubiera estado haciendo para el cine, no podría haber presentado un mejor retrato de un extranjero distinguido.
Mi mente especulaba acerca de él del modo en que se hace cuando no se tiene otra cosa que hacer. Un refugiado europeo, decidí. Un gran cirujano, o escultor, o algo como eso. Quizá un escritor, o un pintor. Más probablemente lo último.
Lo miré nuevamente. En la menguante iluminación su pálido perfil era como de halcón. El fulgor detrás de sus ojos se reforzaba con la obscuridad. Su capote le daba majestad, grandeza. Los árboles fueron estirando sus brazos hacia él como si vinieran a reconfortarlo a través de la larga, larga noche.
Ningún indicio de sufrimiento marcaba ese rostro. No tenía nada en común con los consumidos y arrugados rostros que había visto en New York, con los rasgos estampados para siempre con la marca de la Gestapo. Por el contrario, poseía una mixtura de audacia y serenidad. Impulsivamente decidí que era un músico. Podía imaginarlo conduciendo un coro de cincuenta mil voces.
-Yo soy aficionado a la música -dijo en bajos y ricos tonos.
Giró su rostro hacia mi, revelando un pronunciado pico en su pelo.
-¿Realmente? -su incertidumbre me confundió-. ¿De qué tipo? -pregunté débilmente.
-Éste -usó su bastón de ébano para indicar el ancho mundo-. El suspiro del anochecer.
-Sí, es tranquilo -estuve de acuerdo.
Estuvimos callados un rato. Lentamente el horizonte se embebía de la sangre en el cielo. Una pálida Luna flotaba sobre las torres.
-¿Usted no es nativo de New York? -le pregunté.
-No -descansando a lo largo, las delgadas manos sobre su bastón, contemplaba meditativamente hacia delante-. Soy un desplazado * .
* _ Nota del traductor: displaced person podría traducirse como “exiliado”, pero prefiero “desplazado” por la particular connotación que conlleva.
-Lo siento.
-Gracias -dijo.
No podía estar allí sentado y dejar las cosas así. La opción era continuar o irme. No había necesidad de irme. Así que continué.
-¿Quiere contarme sobre esto?
Su mente volvió en sí y me estudió como si recién en este momento tomara conciencia de mi presencia. Aquella extraña luminosidad en sus ojos casi podía ser tocada. Sonrió gradualmente, con indulgencia, mostrando una dentadura perfecta.
-Lo haría perder el tiempo.
-En absoluto. Yo lo estoy perdiendo de cualquier modo.
Sonriente de nuevo, usó su bastón para dibujar invisibles círculos en frente de sus zapatos negros.
-En estos días es una historia completamente familiar –dijo-. Un líder que se vuelve tan ciego por su propia gloria que ya no puede percibir sus errores. Desarrolla delirios de grandeza, se cree el árbitro final en todo desde el nacimiento a la muerte, y, en consecuencia, da lugar a un movimiento para su derrocamiento. Crea las semillas de su propia destrucción. Fue inevitable dadas las circunstancias.
-¡Por supuesto! -lo apoyé con entusiasmo-. ¡Al infierno con los dictadores!
El bastón resbaló. Lo recogió e hizo displicentes malabares con él; luego reanudó su dibujo circular.
-¿La revuelta fracasó? -pregunté.
-No -miraba en los círculos como si pudiera verlos-. Probé siendo demasiado débil y demasiado pronto. Fui destrozado. Luego vino la purga -sus incandescentes ojos examinaron los árboles centinelas-. Yo organicé esa oposición. Aún pienso que fue justificada. Pero no tengo el valor de regresar.
-No debería preocuparse por eso. Se adaptará aquí como Reilly.
-No pienso así. Tampoco soy bienvenido aquí -su voz se tornó más profunda-. Ni en ningún otro lugar.
-Usted no se ve como Trotsky, a mi modo de ver -le dije-. Además de que él está muerto. Anímese. No sea mórbido. Ahora está en un país libre.
-Ningún hombre es libre hasta que está fuera del alcance de su enemigo -me miró con un irritante toque de distracción-. Cuando mi enemigo ha tomado control de cada canal de propaganda, y los usa exclusivamente para presentar su propio caso y suprime completamente el mío, y condena a la verdad que le he contado como la peor de las mentiras, no hay esperanza para mí.
-Ese es su modo europeo de ver las cosas. No lo culpo por eso, pero tiene que tratar de animarse. Ahora está en América. Tenemos libertad de expresión. Un hombre puede decir y escribir lo que quiera.
-Quisiera que fuera verdad.
-Es verdad -aseguré mientras aumentaba mi incomodidad-. Aquí, si lo desea, usted puede llamar fulano al Rajah de Bam. Nadie puede detenerlo, ni siquiera un policía. Somos libres, como le dije.
Se paró, alzándose imponente en medio de los árboles que le rodeaban. Desde mi posición, sentado, su altura parecía tremenda. La Luna daba a su rostro una palidez cadavérica extrema.
-Ojalá tuviera la décima parte de su reconfortante fe.
Con esto, se alejó. Su capa se balanceaba tras él, ondulando en la brisa nocturna a semejanza de poderosas alas.
-Mi nombre -murmuró suavemente-, es Lucifer.
Después de eso, sólo el susurro del viento.

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