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domingo, 19 de septiembre de 2010

EL CONTADOR



El contador
Robert Sheckley
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El señor Dee, sentado cómodamente en su sillón, con el cinturón flojo y los periódicos vespertinos desplegados sobre las rodillas, fumaba tranquilamente su pipa, mientras reflexionaba sobre lo maravillosa que era la vida. Ese día había vendido dos amuletos y una poción; en ese momento su mujer, ocupada en la cocina, preparaba una sabrosa cena. Con un suspiro de satisfacción, el señor Dee se desperezó y dejó escapar un bostezo.
Morton, su hijo de nueve años, cruzó la sala a toda prisa, cargado de libros.
¿Cómo te fue hoy en la escuela? —preguntó el señor Dee.
Bien —contestó el niño, aminorando el paso, pero siempre rumbo a su cuarto.
¿Y qué llevas ahí? —preguntó el señor Dee, señalando la pila de libros.
Morton, sin mirarle, respondió:
Algo sobre contabilidad.
Y se metió en su cuarto.
El señor Dee meneó la cabeza. Quién sabe cómo, al chico se le había ocurrido ser contador. ¡Contador! Por cierto, era bueno para los números, pero tendría que dejar a un lado esas tonterías. Le estaban reservadas cosas más importantes.
Sonó el timbre de la puerta. El señor Dee metió apresuradamente los faldones de la camisa dentro de los pantalones, se ajustó el cinturón y abrió la puerta. Allí estaba la señorita Geeb, maestra de cuarto grado que cursaba Morton.
Pase, por favor, señorita —dijo Dee—. ¿Qué puedo ofrecerle?
No tengo tiempo —replicó la señorita Geeb, permaneciendo en la puerta con los brazos en jarra.
El pelo gris y enmarañado, la nariz larga y afilada y los ojos acuosos le daban un aspecto de bruja; cosa muy justa, puesto que la señorita Geeb era bruja.
Vine a hablarle de su hijo —explicó. En ese momento, la señora Dee salió de la cocina, limpiándose las manos en el delantal.
No habrá hecho alguna travesura, ¿verdad? —preguntó la señora, ansiosa.
La maestra resopló con aire amenazador.
Hoy hice los exámenes anuales. Su hijo ha fallado en todo.
¡Oh, Dios! —dijo la señora Dee— Es que estamos en primavera y quizá...
La primavera no tiene nada que ver en esto —dijo la señorita Geeb—. La semana pasada le di como deber los Hechizos Mayores de Cordus, sección primera. Son muy fáciles, como ustedes saben; sin embargo, él no logró aprender uno sólo.
¡Humm! —murmuró el señor Dee, lacónicamente.
En cuanto a biología, no tiene la menor noción de cuáles son las hierbas para conjuros; ni siquiera una vaga idea.
Esto es inconcebible —dijo el señor Dee. La señorita Geeb soltó una risa agriada.
Hay más: ha olvidado totalmente el Alfabeto Hermético que le enseñaron en tercer grado. Ha olvidado la Fórmula Protectora, los nombres de los noventa y nueve diablillos menores del Círculo Tercero y la poca geografía del Infierno Mayor que antes sabía. Y, lo que es peor, se niega a aprender.
El señor Dee y su esposa se miraron en silencio. Se trataba de algo muy serio. Se podía permitir cierta falta de atención en un chico, hasta se la podía alentar un poco, puesto que era señal de carácter definido; pero Morton, para convertirse algún día en un mago perfecto, tendría que aprender las nociones básicas.
Una cosa puedo asegurarles —prosiguió la señorita Geeb—si estuviéramos en otras épocas, no vacilaría en suspenderlo en todas las materias. ¡Pero quedamos tan pocos!.
El señor Dee asintió tristemente. En los últimos siglos, el arte de la magia había ido declinando progresivamente. Las viejas familias se extinguían o sucumbían bajo las fuerzas demoníacas. Otros se convertían en científicos. Además, el público, en su inconstancia, no demostraba el menor interés por las delicias y encantos de antaño.
Sólo unos pocos ancianos conservaban el secreto de la Antigua Ciencia y lo enseñaban en lugares tales como la escuela privada de la señorita Geeb, a la que asistían los hijos de magos. Constituía un verdadero legado, una herencia sagrada.
Todo es culpa de esa tontería de la contabilidad —dijo la señorita Geeb—. No sé de dónde ha sacado esa idea.
Y agregó, mirando al señor Dee con expresión acusadora:
Debieron extirpársela de raíz.
El señor Dee sintió que se le encendían las mejillas.
De una cosa estoy segura —prosiguió la maestra— mientras Morton tenga eso en la cabeza, no prestará ninguna atención a la Taumaturgia.
El señor Dee apartó su mirada de aquellos ojos enrojecidos. Se sentía culpable. Nunca debió traer a casa aquella máquina de sumar. Y el día en que vio a Morton jugando a la partida doble debió haber quemado el libro de asientos. Pero ¿quién podía haber imaginado que se tornaría obsesión?
La señora Dee anunció, alisándose el delantal:
Señorita Geeb, tenemos plena confianza en usted. ¿Qué nos sugiere?
Por mi parte, ya he hecho todo lo posible —contestó la maestra—. Lo único que resta es llamar a Barrabás, el Diablo de los Niños. Eso, naturalmente, depende de ustedes.
— ¡Oh!, no creo que sea para tanto —se apresuró a replicar el señor Dee—. Llamar a Barrabás es una medida muy drástica.
Ya se lo he dicho: eso depende de ustedes —insistió la señorita Geeb—. Hagan lo que gusten, llamen a Barrabás o no, como les parezca. Pero si las cosas siguen así, el niño no llegará a mago.
Y así diciendo, se volvió para marcharse.
¿No tomaría una taza de té? —preguntó en seguida la señora Dee.
No. Debo asistir a un congreso de brujas en Cincinnati —respondió la señorita Geeb.
Y desapareció en una nube de humo anaranjado.
El señor Dee esparció el humo con la mano y cerró la puerta.
¡Uf! —dijo—, por qué no usará alguna marca de humo aromatizado.
Es muy anticuada —murmuró la señora Dee.
Permanecieron en silencio junto a la puerta. Entonces comenzó el señor Dee a sentir todo el impacto de la noticia. Mucho le costaba creer que su hijo, por cuyas venas corría su propia sangre, no deseara continuar con la tradición familiar. ¡Parecía mentira!
Después de la cena —anunció—, tendré con él una charla de hombre a hombre. No hará falta la intervención de ningún demonio.
Bien —dijo la señora Dee—. Estoy segura de que tú lo harás entrar en razones.
Sonrió y su marido pudo percibir una llamita hechicera en el brillo de sus ojos.
¡Oh, el horno! —exclamó de pronto la señora.
El resplandor hechicero se apagó y ella volvió corriendo a la cocina.
La cena transcurrió en paz. Morton sabía que la señorita Geeb había estado allí y comía en un silencio culpable, mirando a su padre de tanto en tanto. Este trinchó el asado y lo sirvió con el ceño fruncido. La señora Dee no intentó siquiera una charla banal.
Después de engullir el postre, el chico volvió deprisa a su cuarto.
Ahora veremos —dijo el señor Dee a su esposa. Terminó tranquilamente el café, se limpió los labios y se levantó.
Voy a hacerlo entrar en razones —dijo—. ¿Dónde está mi amuleto de persuasión?
La señora Dee se concentró por un instante; después se dirigió hacia la biblioteca y tomó una novela de tapas flamantes.
Aquí —dijo, sacando el amuleto de entre las hojas—. Lo estaba usando corno señalador.
El señor Dee puso el amuleto en su bolsillo, aspiró profundamente y entró en el cuarto de su hijo.
Morton estaba en su escritorio, ante un cuaderno lleno de números y de pequeñas anotaciones muy pulcras. Sobre el escritorio había distribuido seis lápices con buena punta, una goma de borrar, un ábaco y una máquina de sumar de juguete. Junto al borde de la mesa se sostenía precariamente una pila de libros: El efectivo corriente, de Rimrasmer; Práctica de contabilidad bancaria, de Johnson y Calhoum; Estudios para contadores públicos nacionales y varios otros.
El señor Dee hizo a un lado un montón de ropas para sentarse sobre la cama.
¿Cómo van las cosas, hijo? —preguntó, con el tono más amable que pudo.
Muy bien, papá —respondió Morton, ansioso—. Llegué al capítulo cuatro de Contabilidad Básica y ya contesté todas las preguntas.
Hijo... —le interrumpió él—, ¿qué pasa con tus deberes de costumbre?
Morton pareció incómodo y restregó los pies contra el suelo.
Sabes, querido, en esta época no todos los niños tienen la oportunidad de convertirse en brujos.
Sí, señor, lo sé —contestó Morton, mirando hacia otro lado.
Luego, con una voz chillona y nerviosa, agregó:
— ¡Pero papá, quiero ser contador! De veras, eso es lo que quiero.
El señor Dee meneó la cabeza, respondiendo:
Morton, en nuestra familia hubo siempre un brujo. Desde hace mil ochocientos años, los Dee han sido famosos en todos los círculos sobrenaturales.
Morton siguió mirando por la ventana y moviendo los pies.
No quieres contrariarme, ¿verdad, hijo? —dijo el señor Dee, con una sonrisa melancólica—. Bien sabes que cualquiera puede ser contador. En cambio, sólo unos pocos elegidos logran dominar las Artes Negras.
Morton dejó de mirar por la ventana. Tomó un lápiz y examinó la punta con detenimiento; después empezó a darle vueltas entre los dedos.
¿Por qué no lo intentas, querido? ¿No harías un esfuerzo por la señorita Geeb?
Morton meneó la cabeza:
Quiero ser contador.
El señor Dee logró a duras penas contener un arranque de ira. ¿No estaría fallando el amuleto de persuasión? Después de todo, quizá el hechizo estaba gastado; debía haber renovado la carga. A pesar de todo, prosiguió con voz ronca.
Morton, bien sabes que sólo soy un Adepto de Tercera Clase. Mis padres eran muy pobres, no pudieron enviarme a la universidad.
Lo sé —susurró el niño.
Quiero darte todo lo que yo no tuve, Morton. Puedes llegar a ser un Adepto de Primera Clase del Maldito. ¡Un representante directo! ¿Qué te parece, muchacho?
Por un momento, Dee pensó que lo había conmovido. El niño, con los labios entreabiertos, lucía un sospechoso brillo en los ojos. Pero en seguida echó una mirada a los libros de contabilidad, al pequeño ábaco y a su máquina de sumar.
Voy a ser contador —afirmó.
— ¡Lo veremos! —gritó el señor Dee, perdida ya la paciencia—. Te aseguro que no lo serás, jovencito. Vas a ser mago. Si fue un honor para toda la familia, juro por lo más condenable que será un honor para ti. Todavía no he dicho mi última palabra.
Y salió de la habitación con un portazo.
Sin perder tiempo, Morton volvió a sus libros de contabilidad.
El señor Dee y su esposa se sentaron en el diván, en silencio. La señora Dee se entretenía en tejer un cordón de viento, pero no podía concentrarse en la labor. Su esposo contemplaba distraído un trozo desgastado de la alfombra. Por último, Dee admitió:
Lo he consentido demasiado. La única solución es Barrabás.
¡Oh, no! —exclamó en seguida la madre— ¡Es tan pequeño todavía!
¿Prefieres que tu hijo sea contador? —preguntó el señor Dee, en tono de amargura—. ¿Prefieres que pase la vida garabateando números en vez de cumplir con la obra importante del Maldito?
Claro que no —respondió la señora Dee—. Pero Barrabás...
Lo sé. Me parece casi un crimen.
Durante varios segundos guardaron silencio, pensativos. Después la madre sugirió:
Tal vez el abuelo pueda ayudamos; siempre fue muy cariñoso con el niño.
Quizá pudiera hacer algo —admitió el señor Dee, reflexionando—. Pero no sé si es correcto molestarlo. Después de todo, el pobre viejo murió hace sólo tres años.
Lo sé —contestó la señora, desatando un nudo equivocado en el cordón de viento—. Pero debemos elegir entre él o Barrabás.
El señor Dee se mostró de acuerdo con su mujer. Aunque no estaba bien perturbar al abuelo de Morton, llamar a Barrabás era infinitamente peor. Por lo tanto, inició los preparativos para invocar a su padre muerto.
Tomó el beleño, el cuerno de Unicornio y la cicuta, junto con un fragmento de dragón y colocó todo sobre la alfombra.
¿Dónde está mi varita? —preguntó a su esposa.
La puse en el saco de los palos de golf —respondió ella.
El señor Dee tomó la varita y la agitó sobre los otros elementos. Pronunció después las tres palabras mágicas de la liberación y dijo en voz alta el nombre de su padre.
De inmediato, una bocanada de humo surgió de la alfombra.
¡Hola!, abuelo Dee —saludó la señora.
Papá, siento molestarte —se disculpó el señor Dee—, pero mi hijo, tu nieto, no quiere ser mago. Quiere ser... contador.
La nube de humo tembló brevemente; luego se enderezó y formó uno de los caracteres del Antiguo Idioma.
Sí —contestó el señor Dee—, ya hemos intentado la persuasión, pero el niño es inexorable.
El humo volvió a temblar y formó otro carácter.
Creo que eso será lo mejor —dijo el señor Dee—. Si le das un buen susto, olvidará de una vez por todas esa tontería de la contabilidad. Es algo cruel, pero siempre mejor que llamar a Barrabás.
El humo asintió y se deslizó hacia el cuarto del niño. El señor Dee y su esposa se sentaron en el diván.
La puerta del cuarto de Morton se abrió de par en par, como empujada por un viento poderoso. Morton levantó la vista, frunció el ceño y volvió a concentrarse en sus libros. La nube de humo se convirtió entonces en un león alado con cola de tiburón. Lanzó un rugido espantoso y se agazapó con un gruñido, como dispuesto a saltar.
Morton lo miró de reojo, alzó las cejas y se dedicó a transcribir una columna de números.
El león se convirtió de inmediato en un lagarto de tres cabezas y flancos ensangrentados. Exhalando fuego por las fauces, se acercó al chico. Morton terminó de sumar la columna de números, controló el resultado en el ábaco y entonces miró al lagarto.
Con un horrendo chillido, el lagarto se convirtió en un gigantesco murciélago que, farfullando cosas extrañas, comenzó a revolotear en torno a la cabeza del niño, entre gemidos y balbuceos.
Morton sonrió y volvió a concentrarse en sus libros.
El señor Dee no pudo aguantar más.
— ¡Maldición! —gritó—. ¿No te asustas?
¿Y por qué voy a asustarme? —preguntó Morton—. Es sólo el abuelo.
Ante aquella observación, el murciélago se disolvió en un penacho de humo. Saludo con tristeza al señor Dee, hizo una reverencia ante la señora y desapareció.
Adiós, abuelo —gritó Morton y se levantó para cerrar la puerta.
Ya está decidido —dijo el señor Dee—. El niño está demasiado seguro de sí. Tenemos que llamar a Barrabás.
¡No! —exclamó su esposa.
¿Qué otra cosa podemos hacer?
Yo no entiendo nada —dijo la señora Dee, al borde de las lágrimas—, pero bien sabes lo que Barrabás hace a los niños. Después de esa experiencia jamás vuelven a ser los mismos.
El rostro del señor Dee adquirió la dureza del granito.
Lo sé, pero no tenemos otra alternativa.
¡Es tan pequeño! —gimió la señora—. Será traumático.
En ese caso apelaremos a todos los recursos de la psicología moderna para curarlo —dijo el señor Dee, tratando de consolarla—. Llamaremos a los mejores psicoanalistas, a los más cotizados, pero el niño será brujo.
Hazlo, entonces —contestó la señora Dee, llorando sin disimulos—, pero, por favor, no me pidas que te ayude.
"Típico de las mujeres", pensó Dee; "Parecen hechas de gelatina cuando se requiere firmeza". Con un peso en el corazón, inició los preparativos para invocar a Barrabás, el Diablo de los Niños.
En primer lugar, el complicado bosquejo del pentágono; dentro de éste, una estrella de doce puntas y en su centro una espiral interminable. Después le llegó el turno a las hierbas y a las esencias; todos eran artículos costosos, pero absolutamente imprescindibles para el conjuro. En seguida tuvo que inscribir el Hechizo de Protección para que Barrabás no se extralimitara, destruyéndolos a todos. A continuación debía echar tres gotas de sangre de hipogrifo...
¿Dónde está la sangre de hipogrifo? —preguntó el señor Dee, mientras revolvía el armario de la sala.
En la cocina, en el frasco de aspirinas —contestó la señora Dee, secándose los ojos.
Dee lo encontró. Ya todo estaba listo. Encendió las velas negras y empezó a entonar el Hechizo de Liberación.
De pronto, la habitación se caldeó. Sólo faltaba pronunciar el Nombre.
Morton, ven aquí —llamó el señor Dee.
Morton apareció en el hueco de la puerta, con uno de sus libros de contabilidad apretados contra el pecho. Parecía muy pequeño e indefenso.
Morton, estoy a punto de llamar al Diablo de los Niños. No permitas que lo haga.
El muchacho empalideció y retrocedió contra la puerta. Sin embargo, meneó la cabeza con toda obstinación.
Muy bien —dijo el señor Dee—. ¡BARRABAS!
Hubo un trueno ensordecedor y una oleada de calor sofocante. Así apareció Barrabás, alto hasta el fecho, conteniendo apenas una risita demoníaca.
¡ Ah! —gritó Barrabás, con una voz que retumbó en todo el cuarto —. ¡Un niñito!
Morton aspiró hondo; estaba boquiabierto, con los ojos desorbitados.
Un niñito muy malo —dijo Barrabás, riendo. El demonio avanzó. A cada paso suyo, la casa entera temblaba.
Échalo de aquí! —gritó la señora Dee.
No puedo —balbuceó el marido—. No puedo hacer nada hasta que él haya terminado.
Las manazas del demonio, cubiertas de duro pellejo, trataron de asir a Morton, pero el niño abrió rápidamente el libro de contabilidad, gritando:
¡Sálvame!
En ese momento apareció un viejecito muy delgado, cubierto con puntas de lápices gastadas y hojas de Diario; en lugar de ojos tenía dos enormes ceros huecos.
Barrabás se dispuso a vérselas con el recién llegado:
¡Zico Pico Ril! —entonó rítmicamente. Pero el viejecito se limitó a reír, diciendo:
El contrato de una sociedad ultra vires no sólo es anulable, sino que es por sí absolutamente nulo.
Ante esas palabras, Barrabás se sintió empujado hacia atrás y cayó, derribando una silla. Se levantó penosamente, con la piel encendida en un rojo violento, como si estuviera a punto de estallar, y empezó a entonar el Gran Hechizo Demoníaco:
¡Vrat, Jat, Jo!
Pero el viejecito flacucho protegió a Morton con su cuerpo y gritó las palabras de Disolución:
¡Expiración, Abrogación, Prescripción, Renuncia, Abandono, Fallecimiento!
Barrabás lanzó un chillido de agonía y retrocedió apresuradamente, manoteando en el aire hasta encontrar la Apertura. La cruzó de un salto y desapareció.
El hombre alto y delgado se volvió hacia el señor Dee, que se había agazapado con su esposa en un rincón de la sala, y les dijo:
¡Dejo constancia de que soy El Contador y asimismo, hago constar que este Niño ha firmado conmigo un Pacto Común Acuerdo, según el cual, en pago por los servicios prestados, yo, EL CONTADOR, le enseñaré la Condenación de las Almas, por medio de una telaraña maldita de Números, Formas, Agravios y Represalias. ¡Y mirad! Sobre él pongo mi marca.
El Contador tomó la mano derecha de Morton y mostró la marca de tinta en el dedo mayor. Después, volviéndose hacia el niño, anunció, con voz suave.
Mañana, pequeño, estudiaremos algunos aspectos de la Evasión de Impuestos como Sendero a la Condenación.
Sí, señor —repuso Morton, ansioso.
Con otra mirada furibunda hacia los Dee, El Contador desapareció.
Se produjo una larga pausa. Al fin, Dee se volvió hacia su mujer.
Bueno —dijo—, si el niño desea tanto ser contador, no seré yo quien se oponga.

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